lunes, 30 de septiembre de 2013

Las bombillas de plato


Estaban allí, como la versión rural y “jerriza” de un “Art Nouveau parisino” sobre la esquina de un corral extremeño. Alumbraban poco, cierto es, pero su luz tenue dejaba un halo de romanticismo decimonónico en aquellas calles de pulgas, perros, puertas de hojalata y niños con pocas tonterías.

Eran, claro está, “las bombillas de plato”. Un plato de porcelana y una castiza bombilla, colgando ambos de un simple tubo sinuoso. Para qué más. El plato de porcelana simbolizaba, tal vez, el plato familiar y único donde se arrebañaban con pan los restos paupérrimos de la posguerra, aquí traducidos a la mínima expresión de luz.

Nunca faltaron unos padres que colocaban, como límite horario, el regreso a casa “Al encendelsi lah lucih”. Las luces marcaban un antes y un después entre el casto día y la noche prohibida, en un tiempo austero donde los relojes eran un lujo aún lejos de suplir los alevosos campanazos del reloj del campanario.

Bajo la luz de estas bombillas pasaron burros enanos montados por viejos con vardasca y semblante adusto; mujeres de negro con la imagen de San Antonio al costado, de paso corto y vivo, como unas "rejiletas"; hombres rudos con cigarro en mano y cabeza gacha, que saludaban, sin mirar, con un entrecortado y seco golpe gutural; niños “renegríos” llenos de remiendos, provistos de “tiraol” (tirachinas) y una mueca por sonrisa, en un entorno donde la sonrisa se vendía cara y hasta estaba mal vista. Bajo aquella luz pasó, no hace tantos años, toda una forma de vida y de miseria, y las luces eran pobres como pobre era la vida.

Al “pardeal” (atardecer), a la vez que las luces, venían las cabras, buscando sabias su corral, y el pueblo se tornaba en un fluir de vida, con niños, perros, garrapatas, burros, gentes..., como si la vida, siempre, pugnara por salir a flote de entre todas las penurias. Cuando volvían las cabras, “rejollaban” los cercos de las casas y se comían los geranios de las mujeres distraídas que, al salir a la puerta, gritaban: ¡¡ Alalma quien lah crioooooo!!, comprendiendo, quizá, que el geranio era demasiado bello y frágil para salir indemne en aquella vorágine de supervivencia.

En las largas “invernah” (ahora llamadas temporal), las luces se iban con la misma facilidad que volvían. Nunca faltaba en esas noches un hombre viniendo del “tinao” con un gran paraguas de familia numerosa, guiado por la tímida luz de la bombilla de plato, cuya luz se iba y, al instante, éste, “trompicaba” en una piedra y metía el pie restante en un charco, al tiempo que, en ininteligible graznido, se defecaba en el supremo creador... haciéndose la luz nuevamente.

En las noches de verano, cuando la tele aún no era tele, la gente salía al fresco bajo estas mismas luces, y los novios buscaban la oscuridad abundante entre los grandes trechos de bombilla a bombilla. Los abuelos te contaban cuentos de lobos, y al hacerse el silencio, llegaba al pueblo el ruido de las ranas en las lagunas. El encanto estaba servido. Qué fácil, pienso ahora, sería conjugar el progreso con lo bello perdido.

Un día, como sin avisar, empezaron a brotar de las paredes, cual punta de galeones, unos enormes focos metálicos y fríos, que irrumpieron con arrogancia hortera y funcional, dándole al pueblo una excesiva y gélida luminaria de polígono industrial. Mosquitos y “saltarrostros” hicieron sus maletas y, en una diáspora imprevista y noctámbula, se mudaron de luz. Allí quedaron las bombillas desnudas y apagadas para siempre. Por no acordarse, no se acordaron (por fortuna) ni de quitarlas. Aguantaron a los años, como olvidadas gárgolas de catedral pagana. Causaron baja al mismo tiempo que el corral o la casa, sin que nadie se percatara de su última presencia en el derrumbe o “farrungue” del sentenciado edificio. Podían haber sido víctimas de la brava puntería de algún “tiraol” canalla, pero éstos, los “tiraoles”, se fueron de la mano de las bombillas, fumando la pipa de la paz y el olvido.

Ellas fueron, ya veis, nuestras luces de candilejas, las luces breves y amarillas de un pasado de hambre y esperanza. Aún queda alguna por ahí, como reliquias marginales en la esquina de algún antiguo corralón. Si veis alguna, miradla con disimulo, que no note que la miráis y sabéis que está ahí. Miradlas de reojo y no digáis a nadie nada. No vaya a ser que a algún moderno concejal de urbanismo se le ocurra decir con “sutileza”: ¡¡Quital esu de ahí a tomal por culu!!

Yo, lo confieso, las quise un poco y las quiero, pues alumbraron tiempo atrás lo que ahora, en fin, ya solamente son recuerdos.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com