domingo, 16 de febrero de 2014

La taberna



Al “pardeal” (al atardecer), los hombres transitaban por las calles hacia la taberna, como una procesionaria de orugas encurtidas en pana y tristeza, con carraspera tabacuna y mirada perdida al suelo. Saludaban con un “¡Ey!” escueto y seco, camino del santuario, buscando ávidos el chato de vino como el que busca el Bálsamo de Fierabrás. Al doblar la esquina, paraban un instante, y, entornando los ojos como los orientales, daban una calada profunda al Ducados y arqueaban ligeramente una pierna, soltando una estruendosa ventosidad que se oía en la distancia como un interminable “solo de trompeta”. A la vuelta, ciertamente perjudicados, algunos regresaban dando “zambutonih”, ya sin saludar, y en los casos más extremos, “jaciendu ringu ranguh” de pared a pared. Tantas veces vi este tipo de escenas en mi infancia, que me ahorraré detalles por no aburrir al respetable.

Hasta bien entrados los ochenta, el bar se llamaba taberna o casino. La taberna antigua era un lugar escaso en espacio y catálogo, y el casino, algo más grande, con algunas mesas para echar la partida.

El bar era un lugar hombruno, de vicio y humareda irrespirable. Entre la cortina de humo se veían los rostros difuminados, como ectoplasmas poco amigables..., como tétricas caras de Bélmez jugando a la cuatrola, que apenas emitían ásperas psicofonías sacadas de un inframundo de tabaco y alcohol. Los niños participábamos de aquello como de todo lo demás, con la alegría o la tristeza que tocase en cada instante. Éramos permeables al mundo adulto, e imitadores de todo lo grotesco y sus proximidades.

La partida de cartas era un momento más de tensión que de asueto, con un rictus en las caras, más propio de un duelo del oeste americano..., en este caso extremeño. Había un marcado acento del oeste, sí, en casi todo. Las generaciones de varones jóvenes de los años cincuenta en adelante, vieron con devoción todas los westerns que había que ver, y alguno más. De esta manera, pusieron a “la muerte un precio” en cada gesto, en cada pose, en cada chulería, impregnando sus biografías de absurdos pistoleros que apuraban el cigarro y perdonaban vidas por rutina.

Los bares horteras de los años sesenta y setenta eran de corte pseudoamericano, como casi todo lo que fue llegando a España a partir de aquel tiempo. La estética y las maneras "espagueti western" predominaron en aquellos años, aunque por allí, más bien, se gastaba una marca blanca que podríamos denominar "Belloti western".

El ruido habitual de las partidas era de golpes secos en las mesas y voces de cazalla que gritaban cosas como: “Arrahtru”; “No me toquih loh cojonih”; “Teníah la sota e bahtuh y no la hah dau... hah siu tú el que no la hah queríu dal..., me cagu en la lechi puta, si al final me vah a dejal pol embuhteru”...

La decoración de los bares os la podéis imaginar: trofeos de fútbol, caza y pesca, una cabeza de jabalí en la pared, y al lado de la barra un cartel de refrescos Mirinda. En aquel escenario, los duros varones se comían las toreras en vinagre, al tiempo que apresaban un chato de vino con gaseosa La Molina, o una cerveza extremeña El Gavilán. Algunos se atrevían, incluso, con el sol y sombra, ya que el whisky de los pistoleros aún no había llegado por aquellos lares nuestros de olivares y encinas. Otros permanecían sostribados en la barra, cigarro va, chato viene, con la mirada perdida en una tele en blanco y negro, de marca Telefunken, junto a un calendario Michelin de rubias en bikini.

No hay barra que se precie que no lleve adosados a uno o dos borrachines, de los de toda la vida. Aquellos borrachines daban la paliza a su manera, a la manera al uso en aquel tiempo. Si llegaban a juntarse dos en la barra, ya podemos relatar la escena: desafíos a lengua trabada, apretones de manos reconciliadores, vuelta la burra al trigo, amenazas con supuestas escopetas, abrazos repentinos y escenas surrealistas que podrían recordar a la obra teatral “La taberna fantástica” de Alfonso Sastre. Pero borrachines y pesados siempre hubo, seguramente desde la prehistoria misma. No me cabe la menor duda que en las cuevas de Altamira, mientras uno pintaba, ya había otro al lado dándole la tarde.

Los frigoríficos fueron un acontecimiento por aquellos años, y, en principio, sólo estaban en los bares. Luego fueron incorporándose poco a poco a los hogares. En las miserables cubiteras cuadriculadas de los congeladores de las tabernas, se hacían polos de naranja o limón, con un simple palillo mondadientes por agarradero, y se vendían como auténticas joyas veraniegas a los niños. A los dos o tres chupetones sólo quedaba el hielo, pero marchábamos ufanos con nuestro polo en la boca, como un signo distintivo de golosa modernidad.

De vez en cuando, había un día concreto en que el bar se encontraba a rebosar, los campesinos apuraban las tareas para llegar a tiempo, y allí, sin apenas sitio en las mesas ni espacio en las paredes, todos miraban extasiados a la tele, donde un toque de clarín anunciaba la salida del toro... Todo el mundo en silencio, aunque con frecuencia se oía un vozarrón: “¡¡Oleeee loh túuuuuhhhh cojoooonih..., no hay otru comu el Viti!!”; y la euforia culminaba con El Cordobés haciendo el salto de la rana. Los toros eran, sí, una religión.

Los niños, ya digo, estábamos como los jueves, en medio de todo y en todas partes, entrábamos en los bares y donde hiciera falta..., en lo bueno y en lo malo, en lugares de vicio y en lugares de culto, entrábamos, en fin, tanto en los algodones como en las azucenas, que diría Miguel Hernández.

Aún guardo un bonito recuerdo de alguna taberna antigua, de las de mis abuelos, de las de siempre, de aquellas que perduraron en el tiempo sin apenas cambiar durante siglos, hasta ese punto de inflexión y modernidad que fueron los años sesenta y setenta, donde se aparcaron formas de vida que habían sido heredadas sin solución de continuidad ni grandes cambios aparentes. Estas tabernas sobrevivieron agonizantes hasta principios de los ochenta. Eran tabernas austeras, sin tele tonta, pero con vino peleón, aguardiente y anís del mono, y un tabernero que sacaba el vino de la cuba succionando por la goma. Allí la barra no era barra, sino un escueto poyo de pizarra para servir la bebida en vaso de chato o panilla. El espacio era mínimo, apenas para una o dos pequeñas mesas cojas, sobre las que estrellar unas desdibujadas cartas desgastadas por los ancianos dedos, dedos ya sin huellas, huellas borradas por sachos y sigurejas que golpearon hasta la saciedad los surcos y troncos del pasado. Los hombres de edad provecta seguían acudiendo a sus tabernas de siempre, fieles e impermeables a la idiotez importada que nos llevó al culmen de la basura consumista de este tiempo. En algunas de estas tabernas no había ni siquiera nevera, o bien la incorporaron más tarde, y las pocas cervezas que vendían las enfriaban con una red dentro un pozo de agua fresca, oculto en alguna extraña ventana de madera. Qué libres eran y qué lejos estaban de los lobbys energéticos.

Por una calle de barro y piedras, se retiraba de la taberna un hombre taciturno, con la noche caída, bajo el tenue rocío de un “agüina moja bobuh”. Marchaba cabizbajo, acumulando años por rutina, sin haber hallado más sentido a su vida que el trabajo en el campo..., en algún pantano de posguerra, o en jornales y siegas entregadas al tiempo justiciero; con mujer hacendosa y los hijos criados a pan, tocino y gazpacho. El cigarro adosado como un fósil al dedo. Con la tos siempre perruna y hollín en los pulmones. Héroe y villano, pasaba lentamente. Caminaba callado sin plantearse nada, sin grandes dudas existenciales, sin luz en la mirada, sin voz, sin pensamientos. Como diría mi admirado poeta y cantautor, Pablo Guerrero:

Buscaba, creo, el sol en un vaso de vino,
empaparse de lluvia y descalzarse luego,
hasta vivir, hasta sentir de lleno
el contacto del barro de la tierra”.


JORGE SANCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com

sábado, 1 de febrero de 2014

Los señoritos son para el verano


En las apacibles tardes estivales nos llegaban los señoritos, entre olor de paja en la era, cagajones por los suelos, gallinas dispersas en las calles y burros que se espantaban dejando paso al Renault Gordini que portaba a tan egregios visitantes. Los señoritos se bajaban del Gordini con su impoluta ropa planchada, haciendo un ligero mohín de desaprobación, mitad por el cansancio del viaje, mitad por la aspereza de la tierra que acababan de pisar. Ese gesto de asco les daba un toque de distinción que no tenían los autóctonos, a los cuales no les estaba permitida la cara de asco, aunque sí de mala leche, que esta última se llevaba instalada de serie, como el aire acondicionado de los coches.

Había dos tipos de señoritos: uno era persona sencilla que hacía el esfuerzo de adaptarse a las circunstancias del entorno rural, y luego estaba el otro, el estirado, que llevaba a gala su supuesta condición honorable. Del primero no hablaré mucho, pues no resulta literario ni da juego a estos mentideros que aquí nos ocupan. Me recrearé más bien en el segundo. Además, no os preocupéis, pues aquellos que tengáis a bien leer este relato, os concedo el honor de quedar excluidos del segundo perfil, faltaría más.

Algunos mal pensados creían que los señoritos tan sólo venían a los pueblos buscando los chorizos y jamones de los abnegados campesinos, que ofrecían generosos las pocas exquisiteces que tenían: “Loh señorituh námah vienin a pol loh chorizuh y jamonih, y luegu salin ehtarmauh”. Tal vez no les faltase razón en algún caso, pues las incomodidades rurales no resultaban muy atractivas (os remito al texto de “Agua poco corriente”) y quizá buscasen equilibrar la balanza a base de chorizo, jamón y algún que otro paseo campestre. Muy lejos de todo aquello quedan las glamurosas casas rurales de ahora, junto al divertimento pijo y de diseño que se ha creado en el ámbito campestre para reclamo de los foráneos.

Nuestro mencionado personaje, estaba lejos de ser el señorito noble de los Santos Inocentes de Delibes, pero a pesar de eso, quedaba a una cierta distancia de nosotros, y era perfectamente sabedor del bajo nivel cultural de nuestra gente y de sus toscas maneras, y esto le obligaba a marchar siempre con un porte de distinción y una ligera tontería, y a tener, además, una permanente tortícolis como resultado de ir siempre mirando por encima del hombro. El señorito estirado, como hemos dicho, era bastante menos de lo que aparentaba, e incluso su intelecto no era propio de la Grecia de Pericles, pero en el país de los ciegos con boina, los tuertos con anteojos eran reyes.

Los señoritos llegaban a las tabernas del pueblo pidiendo “gin tonics” y otras extravagancias que no figuraban en el rudimentario repertorio del tabernero. En algunos casos lo hacían para epatar a los agrestes compañeros de barra, que observaban de reojo, con mirada cejijunta, al tiempo que apuraban su chato de vino peleón.

Los hijos de los señoritos despertaban entusiasmo entre los chavales del pueblo: esperábamos su llegada veraniega como un regalo del cielo, aunque a decir verdad, aquel entusiasmo partía más bien de un gran complejo de inferioridad frente a ellos. Nuestra admiración era la admiración del pobre, del humilde, del que se siente claramente inferior. Los niños de ciudad nos deslumbraban con juguetes o ropas fuera de nuestro alcance, y con algún que otro relato impactante de su vida urbanícola; y nosotros, por contra, conocedores de su poca agilidad física, intentábamos impresionarlos con destrezas propias de nuestro mundo agropecuario, saltando paredes de campo o gateando a olivos y pajares destartalados, y dándonos algún que otro soberano costalazo en su honor, pero felices, con tal de que la torta pudiera desatar las risas y el jolgorio de los engominados infantes. Es la sumisión propia del indígena frente al explorador, del que se sabe siempre por debajo del otro, y declina su ego en favor de la nada. En este marco de relaciones infantiles, no eran extraños los enamoramientos platónicos de los niños locales hacia las advenedizas emperatrices Sissi, de blancor almidonado, aunque pocos años después nos cantase Sabina que “las niñas ya no quieren ser princesas”, mira tú.

Estaba también el caso típico de la muchacha de pueblo que se iba a pasar un mes a Madrid, a casa de algún familiar, y en tan breve espacio de tiempo nos retornaba hablando “fisno”, con un tono impostado que la obligaba a una constante y tortuosa concentración, imposible de sostener durante más de unos minutos. Generalmente acababa entregándonos una suerte de fusión dialéctica del tipo: “Si te habieras venido a Madrí te lo habieses pasado mu bien”, o bien: “Mira qué collar más bonito me trujo mi tía, póntelo en el gañón a ver cómo te queda”. Al final acababa resultando algo inocente y tierno todo aquello.

Los citados forasteros nos fascinaban con algunos artilugios como: grabadoras de sonido, gafas de sol, mecheros bañados en oro y, sobre todo, cámaras de fotos; de hecho gran parte de las fotos de aquella época fueron realizadas por ellos. Ahora son las fotos en blanco y negro que guardan las abuelas en esas abolladas cajas de lata con paisajes japoneses. Muy típicas eran, especialmente, las fotos de niños de ciudad montados en el burro del abuelo, mientras el viejo, desde abajo, con cara de baturro emocionado, al estilo Paco Martínez Soria, sujetaba al nieto por detrás.

Estos forasteros, además de sufrir las inclemencias rurales, con frecuencia eran víctimas de las diarreas veraniegas del agua de las fuentes, pues nuestra amiga Escherichia Coli, no los conocía de nada, a diferencia de los aldeanos, que la saludaban por la calle, o al sacar el burro del corral: “To loh añuh soh pilláih la cagueta unuh u otruh... soih mu delicainuhhh”.

Los chavales corríamos detrás de los coches veraniegos, colocándonos detrás y "colocándonos", además, con el olor adictivo de la gasolina; y al parar el vehículo acudíamos raudos a mirar el cuentakilómetros, a ver a cuánto corría; para nosotros, el coche, indefectiblemente, corría lo que marcaba, sin ninguna discusión. A veces llegaba un chaval emocionado gritando que en la plaza había un coche que corría a 180, y nos faltaba tiempo, y nos sobraban esquinas, para llegar a contemplar tan sublime espectáculo.

Los que somos de pueblo y ciudad, convendréis conmigo que tenemos un valioso acervo intercultural. Somos un híbrido enriquecido con una mezcla de forraje y asfalto que nos otorga la ventaja de conocer los entresijos de ambos mundos.

Al final del verano, los coches de los señoritos marchaban arromanados de sacos de patatas, garrafas de aceitunas y ristras de chorizos, y se perdían por las angostas carreteras de encinas, dejando atrás las privaciones de la vida espartana, y dejándonos, también, un cierto vacío en el corazón. Luego venía la tristeza añadida de las primeras lluvias de septiembre. Quedábamos allí con las “cascarrias” en las piernas y la sombra en la mirada, y con aquella soledad tan nuestra, que nos hacía entender, sobre todo a los niños, que, al igual que las bicicletas, los señoritos eran para el verano.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com