domingo, 30 de marzo de 2014

Ciudad de luz y sombra



En los primeros días tórridos del verano, podíamos ver las siluetas de aquellas caravanas de campesinos, y las bestias cargadas con haces de trigo y cebada. Marchaban camino de la era, como una hilera de nómadas en un lento éxodo hacia una tierra prometida de sol y castigo. Iban allí, cual antigua estirpe de caminantes perdidos en el tiempo. Acababan, finalmente, poblando un valle despejado que, en pocos días, cobraba la forma de una antigua civilización de paja, con edificios, calles, barrios y vecinos de temporada estival. Los hombrinos, con sus grandes sombreros de paja, parecían a lo lejos pequeños champiñones mecánicos y rejertes, moviéndose nerviosos en un paisaje ocre de sudor, sed y cebada. Era el paisaje de la era, sí..., era la era, cuando aún era.

Después del acarreo de los primeros días, llegaba el asentamiento, formando, tal vez, una versión campestre de lo que pudieron ser en su tiempo las primeras civilizaciones mesopotámicas. Y allí transcurría el mes de julio, en una inversa y particular localidad de veraneo, donde la playa era una parva, la sombrilla una barraca y el “spa”... el spa era tan sólo paja.

La luz era deslumbrante y cegadora, en contraste brutal con la sombra; se diría que no había medios tonos, como en la propia forma de vida, donde todo se vivía en los extremos, y los matices se convertían en simple fruslería reservada a señoritos o haraganes.

En aquel improvisado poblado se establecía una nueva comunidad de normas y costumbres, mejor y distinta en lo humano, donde todo el mundo ayudaba a todo el mundo, y se olvidaban, en parte, las rencillas absurdas de la vida rural, sabedores de que todos iban a necesitar de todos. Era una relación que podía recordar, de alguna manera, a las comunidades amish o menonitas, salvando las distancias.

El trillador se instalaba bajo una pobre y recortada jaima extremeña, llamada “barraca”, construida, tan sólo, con cuatro miserables palos y un techo de escoba. Allí, debajo de la barraca, se colocaba el más elemental apoyo logístico: un barril o botijo, un tajo de corcha, un liendro de madera y un perro “orejivivu” sin tonterías.

La hora en que mejor molía la parva, era en la hora de siesta (como no podía ser de otra manera), para obligar a los desfallecidos trilladores a pasarse la siesta bajo un sol justiciero cayendo sobre ellos como una daga cruel sobre la espalda. Podíamos ver, por ejemplo, a una pobre mujer de negro, con sombrero de paja, trillar impenitente sobre una trilla arrastrada por dos burros cansinos, que parecían ralentizar las agujas del reloj a cada golpe de pezuña, con la música de fondo de las chicharras que, año tras año, repetían la misma canción del verano sin importarles demasiado los derechos de autor.

Para separar la paja del trigo (cosa que se hacía de manera literal, y no figurada), se necesitaba el soplo del aire cierzo. En no pocas ocasiones, al cierzo se le antojaba soplar un sólo día determinado, y eso sí, preferentemente de madrugada. Allí estaban los trilladores, una vez más, burlados y vilipendiados por la meteorología, levantándose a las cuatro de la madrugada a limpiar, canturreando distintos palos del flamenco, y lanzando paladas de paja y trigo al viento, con la luz de la luna lunera cascabelera.

Lo más cómico y original que recuerdo, rayano en el esperpento literario, era el uso del orinal, que se adjuntaba a las trillas como un accesorio más, al objeto de evitar que los burros defecaran en la parva mientras trillaban. El orinal “despostillado” encontraba su sitio en la trilla después de algunas décadas como receptor del orín de varias generaciones, y después de haber pasado por el estaño de la fragua de “Tío Vulcano”. El orinal se colocaba detrás del trasero del burro cada vez que éste hacía un amago levantando el rabo, aunque casi siempre era para sacudirse las moscas y no para lanzar el consiguiente regalo escatológico; no en vano acudíamos raudos con el orinal pero... nada de nada, falsa alarma, y así sucesivamente, hasta que, cansados de tanto aviso infructuoso, se nos iba el santo al cielo mirando las musarañas infantiles, y en ese instante caían los “cagajones” a la parva, al grito desaforado de la abuela que contemplaba desde lejos la escena: ¡¡Que ehtá caganduuuu el burruuuu..., no te diji que ehtuvierah al cuidauuuuu!!

Con la brisa fresca de la mañana llegaban las hacendosas mujeres desde el pueblo, portando el desayuno. En ocasiones, el desayuno no era más que un pobre “tirbitarbi" de café de puchero y alguna perrunilla, para ir tirando millas. El resto del aporte energético eran unas duras y secas tajadas de tocino en la comida, con pan de varios días, y un gazpacho “isotónico” en cuenco de corcho, o, tal vez, el cocido en la “jerrá de corcha”, que era el tupperware del momento. Como podéis deducir, la obesidad y el sedentarismo de nuestros días, eran dos sujetos desconocidos que nunca tuvieron interés en acercarse por allí.

Para los niños rurales, lo más parecido a un parque de atracciones que podíamos conocer, era todo aquel entramado de cosas que se desplegaba en torno a la era. Aquello se convertía en un lugar mágico para nosotros, con olor a paja y naturaleza, y la convivencia jovial y alegre entre las personas. Los niños trillábamos un rato en la trilla del abuelo, o jugábamos al escondite tras los grandes bloques de hacinas, pero, el momento culminante del espectáculo, era la hora de juntar la paja formando “el muelo”, con la ayuda de un ancestral artilugio llamado “allegaol”, que era una pequeña viga de madera con dos sogas en los extremos tiradas por las bestias. Sobre aquel madero nos subíamos pequeños y mayores, familiares y vecinos de parva, y, a modo de cuadriga romana neoextremeña, el “allegaol” avanzaba a ras de suelo, y la paja se iba acumulando y creciendo frente a nosotros, hasta llegar a tocar la cara de los más pequeños, que caíamos de culo al suelo, muertos de risa. Qué barato y provechoso resultaba todo aquel divertimento, donde nadie te cobraba entrada y el único pago era mostrar una sonrisa aquí o allá.

Al atardecer regresaban los muchachos mayores hacia el pueblo, con aquellas viejas bicicletas sin guardabarros y con freno de zapatilla directa a la cubierta, pedaleando a toda mecha, con la camisa hinchada al viento y cara estreñida, que era la cara que había que poner para estar acorde al estado natural exigido por los tribunales consuetudinarios del lugar.

Las puestas de sol, sin duda, eran el momento más bello y poético en aquellos valles de crepúsculo y trilla. El sol se escondía majestuoso tras las sierras cercanas, y los trilladores ponían fin a la jornada, dando paso a largas conversaciones, allí, donde el tiempo era reputado como un impostor incapaz de sobornar el ritmo sabio y lento con que fueron creadas las cosas.

Al terminar la era, los mozos, llenos de “sologriu” (sudor rancio acumulado), iban a darse un baño en las placenteras aguas de algún río, donde la naturaleza se llevaba de los cuerpos lo que antes puso en ellos. Aquellos efebos “renegríos” se dejaban en el agua las “cascarrias” del esfuerzo y la miseria, entre risas gamberras y varoniles, y auténtico pavor a mostrar el más mínimo gesto de feminidad.

Por la noche se dormía en la era, bajo temperaturas frescas y una calma astral. Los grillos de guardia entraban en turno de noche relevando a las chicharras, y el firmamento entero se llenaba de estrellas fugaces; detrás de alguna de esas estrellas iban los trilladores con la trilla, perdiéndose en los confines del espacio y dando paso a otra era moderna..., a una era glaciar y desprovista de sentimientos humanos, y de la más mínima sensibilidad para con nada ni con nadie.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS


miércoles, 19 de marzo de 2014

Tierra de palitroqui


Por las escarpadas tierras de la Cordillera Carpetovetónica, o sistema central, carpetanos y vetones hacían su vida sin noticias de los romanos; con su existencia de piedra y palo, de chozo y naturaleza, de fuego en el hogar y vida en los castros sitos en los altozanos. Nos dejaron un legado que a lo largo de los siglos no pareció cambiar sustancialmente, más allá del arado romano y otros artilugios que aportaron algún que otro punto de innovación de tarde en tarde, a años luz, claro está, de la obsolescencia programada de nuestros días. Se diría que aquellos pueblos celtas no vivían mucho peor que vivieron los aldeanos de hasta bien entrado el siglo veinte, los humildes extremeños norteños de las mismas latitudes. Hasta los años sesenta, más o menos, no empezó a atisbarse un cambio apreciable en las formas de vida de nuestra tierra “carpetovetónica”, que es el término que posteriormente se acuñó para definir a los pueblos cerrados a la influencia exterior.

Los elementos naturales cohabitaron con nuestros campesinos a través de los siglos elásticos, que se estiraban para tocarse con las manos del tiempo, y de esta forma, aún nosotros, los de ahora, tuvimos ocasión de conocer los últimos estertores de unas formas de vida propias de la España celtíbera, que dejó su sello impreso y dilatado en aquellos pueblos de la Alta Extremadura.

A pesar de que el hierro ya estaba integrado en nuestras vidas, de niños, todavía, conocimos una auténtica y singular “Edad del palo”. Los palos y las piedras seguían siendo dueños y señores de las cosas, junto a otra suerte de elementos naturales: escobas de baleo, ataduras de bálago o chamusquinas para las matanzas, que servían de improvisados útiles para aquellas formas de existencia rudimentaria que aún llegamos a ver y a vivir los que hoy escribimos o leemos sobre estos asuntos.

El palo brotaba de la tierra como un hijo putativo que ignoraba su versátil futuro. Los palos con mejor destino podían acabar como palos de aguaderas, y pasarse la vida pegados a una albarda y unos cántaros, oyendo, sin inmutarse, los improperios que el recortado hombrino de turno lanzaba al burro (al vencer de un lado la carga) en forma de secos y blasfemos estallidos cavernarios: “Iohhhh, camándulaaaa, meee caaaa, queee teeeee, iooooooh.” Podía acabar, quizá, de palo de zurriaga, y pasarse la vida lanzando bellotas al suelo, o sirviendo de amenaza a través de las hablas populares: “Si le dierah un zurriagazu a tiempu, no volvía a metel loh jocicuh ondi no lo llaman”. Quizá acabase formando parte de un portillo de palos y alambres, o podía, tal vez, ser palo de gallinero, impregnado de gallinazas, y llevar una vida lúgubre con olor a “cagajón” y estiercol fermentado.

Nuestro protagonista era usado en gran parte de las tareas campestres, como un escuálido vasallo de la funcionalidad, que no del ornamento, pues el adorno no se contemplaba por ninguna parte, más allá de la propia belleza desordenada de las cosas naturales; belleza, en todo caso, accidental y arbitraria. Así era el palo y así la vida en la tierra en que nació.

La vardasca de olivo era hermana menor del palo, flaca y nerviosa, con la imagen del hambre en su misma anatomía, y la mala leche en su propia concepción, pues ésta, la vardasca, mayormente cumplía un papel de tortura (tortura menor), encaminada a darle en los hocicos a los perros husmeadores, al lomo de los asnos poco andadores, a las manos temblorosas de escolares revoltosos o a las piernas sucias y desnudas de los niños que entraban en territorio comanche. La siniestra vardasca, siempre silbando al viento en misión de castigo, en una tierra de castigo per se.

La función más apacible de la vardasca se daba a la salida de misa, donde los hombrinos más sumisos al párroco, esperaban la salida de éste para acompañarlo a casa y, en el momento sublime de la salida del cura, de forma inquieta y zalamera, se daban repetidos golpecillos con la vardasca en el tieso y raído pantalón de pana, a la vez que le hacían preguntas o comentarios meteorológicos, del estilo: “¿Cómu ta uhté señol cura?”; “paeci que se barrunta demuación ehta tardi...”. Durante todo el camino no paraban de darse golpes con la vara en el pantalón, como en una antigua pulsión de autopenitencia, tan propia de aquellos que se saben inferiores.

Cuando un muchachón encontraba una vardasca, miraba con risa socarrona y canalla a los niños pequeños, y les decía: “¿Queréih ehprimentala?” (experimentarla). Sólo teníamos opción de experimentar vardascas, capones, “pinzorras” en las orejas o patadas inesperadas en el culo. Demasiado buenos hemos salido tras aquellos referentes, y demasiado hemos perdonado... y nos han perdonado, tal vez. Si el perdón es reparador, en aquel tiempo dimos sobradas muestras de reparación.

El palo alcanzaba su máxima expresión como figura funcional, y a la vez literaria, cuando no era nadie, cuando no era nada, cuando era sólo un elemento indefinido presto a la improvisación del pueblerino, cuando era un “paria hindú” postrado en la calle, regalado al desprecio de cualquier transeúnte. Entonces recibía el nombre de “Palitroqui”. El “palitroqui” podía ser un palo tirado por ahí, en cualquier calle de tierra o paraje rural: “Dami aquel palitroqui pa cá, a vel si le jurgu a la lumbri...” Lo podíamos coger los niños y convertirlo en rifle del oeste, y apuntar con él, apostados en cualquier esquina, a un indio Cherokee que, ajeno a sus enemigos, salía de cualquier callejón, llevando del cabestro a un mulo cargado de tarmas. Podía servirnos también de Espada Tizona, o espada de mosquetero, que al atardecer acababa tirada entre piedras y margaritas primaverales. Tal vez el “palitroqui” fuese recogido por una anciana, y terminar sus días dentro de un calambuco, removiendo el jalbiego de encalar las paredes, o acabar, quién sabe, atizando y allanando el colchón de borra, que era la lana de los pobres, la lana de las jergas de un pasado de hambre.

Nuestro amigo, el “palitroqui”, servía de llave maestra para quitar las trancas de corrales y “tinaos” a través de generosas “talleras” en las puertas, o para ser pinchado en la pared de un corral, al objeto de colgar las cabezadas de las bestias, o para ser guía de infantiles “roangas” que los críos hacíamos correr por todo el pueblo; o para ser lanzado a las alturas (“jundeau a un tejau”), junto a una chimenea, en la quietud perenne de las tejas, y vivir para siempre allí, alternando el sol verdugo de la siesta con noches de lunas de sangre y maullidos lastimeros de gatos en celo.

Las piedras tuvieron también su aquel en las formas de vida aquí contadas, y podíamos verlas presidiéndolo todo: piedras revestidas de musgo en las paredes centenarias, poyos de piedra desgastados al sol, chinas de piedra para los “tiraoles”, grandes piedras para cerrar portillos (en extremeño llamadas “gorruhcuh”), o piedras que hacían de hitos, separando parcelas en el campo y parcelas de rabia y mezquindad en las cabezas. Todo, al fin, para recordarnos, sin más, nuestro origen humilde, nuestro origen primario, nuestro origen de palo, piedra, viento y sol; el espejo donde vernos, sentirnos y tocarnos, odiarnos o encontrarnos. Allí, en aquella Extremadura, a ratos prerromana, que aún dejaba destellos de un pasado perdido en lontananza, y que tan bien intuyó Celaya en su poemario “Iberia sumergida”:

El esparto, la sal, el granito,
lo estrictamente seco, lo ardientemente blanco...
El yeso, el almidón, el aceite espesado,
el vinagre sediento con su luz castigada,
la alegría del vino brotando en las tinieblas,
las sombras violetas, el rosa innominado...
Las hambres, las variantes de lo en vano pensado,
y el esplendor del mundo, y el minuto vivido.



JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com


domingo, 2 de marzo de 2014

Al baile



Aquellos hombres orquesta, que eran los tamborileros, tocaban hasta ponerse el sol en las plazas de tierra de los pueblos. El revoloteo de golondrinas y las luces ocres de las bombillas de plato, ponían el broche final a las danzas del tiempo. Los tamborileros admitían también peticiones, como antiguos pinchadiscos de piel de cabra, encarados al sol y al viento: ahora “El Redoble”, luego “Qué bonitas son las cacereñas”, después... un pasodoble, quizá “Ay mi sombrero”. Y todo en un espacio abierto, sin luces de neón ni ambientes cegados por el humo artificial. Así fueron los bailes del pasado, hasta los años cincuenta, donde se alternaba el tamboril en las plazas con el acordeón en algún salón reservado al efecto. Pero luego llegaron, cómo no, los bailes de la modernidad, la implacable modernidad aquí sobradamente denostada, y no tanto por el progreso en sí, sino por el obstinado empeño en amputar las cosas del pasado con cualquier soplapollez que trajese un no sé qué de innovación. Llegaron los nuevos tiempos, sí, de la mano de la tele y el cine, con José Sacristán, Mónica Randall y cía, y las discotecas horteras de principios de los setenta que veíamos en las pelis del tardofranquismo, donde se bailaba con aquellos movimientos histriónicos de los brazos para arriba y los brazos para abajo, más propios del baile de San Vito.

Las primeras orquestas que aparecieron por los pueblos, como todo lo de entonces, eran raquíticas: apenas tres o cuatro músicos. En algunos casos, incluso, se añadían falsos músicos de relleno para impactar y dar un toque más profesional a la cosa. El músico de relleno sujetaba una guitarra eléctrica y simulaba un somero punteo, al tiempo que ponía cara interesante y apartaba el flequillo con un seco revés de cabeza, en un definitivo gesto yé-yé. Estas orquestas ya se atrevían con Eva María, Un Rayo de sol y esos nuevos ritmos veraniegos y televisivos que se escuchaban en los festivales de Benidorm y Eurovisión. Las orquestas opacaron al tamboril combinando los primeros atisbos de modernidad con los pasodobles de siempre, los cuales seguían siendo bailados por jóvenes y niños, en una pura armonización entre un pasado recio que se resistía a entregar la cuchara, y un presente que llegaba insultante, con arrogancia e irreverencia pueril. Era una lucha de pantalón de pana versus pantalón de campana, donde la pana acabó hincando la rodilla en una pobre y castiza rendición de Breda.

Al principio, los miembros de estos grupos musicales portaban una estética más tradicional, todos uniformados, como no queriendo transgredir todavía las reglas y el orden de un largo pasado hegemónico. De esta forma, llevaban, por ejemplo, chaquetas de color granate, pantalones blancos y zapatos de charol, al estilo Orquesta Topolino, para luego ir derivando, poco a poco, hacia una estética más de corte yé-yé, con camisas ajustadas y pelo largo al viento, en una suerte de “The Beatles de corral”. Y digo bien lo de corral, pues la génesis de algunos de estos músicos estaba en los corrales, donde empezaron ensayando de adolescentes, y allí, a su manera, aprendieron música al atardecer, después de haber echado por la mañana el “verbaju” a los “guarrapuh” y haber pasado el día trillando o atendiendo al ganado, bajo la “Vardasca de Damocles” del padre, que echaba iracundo la bronca por dejar las faenas a “mediu mogati pol la puta música”.

Los chavales de los pueblos improvisaban orquestas y exhibían sus “talentos” musicales por todas partes, con instrumentos de cosecha propia, faltaría más: baterías formadas por calambucos de hojalata, botes de papillas o Pelargón, platillos sacados de latas grandes de bonito, palitroques de olivo a modo de baquetas, guitarras de tabla con cuerdas de hilo coco... en fin, una clara avanzadilla de lo que nos dieron a conocer Les Luthiers más adelante. Estos grupos se dedicaban a dar por saco en las siestas veraniegas, desafinando temas de lo más variado. Por calles y plazas, en verano, se colocaban las voluntariosas orquestas irrumpiendo a grito pelao con canciones de Toni Ronald o Fórmula V, mientras algún viejo, al pasar con el burro, miraba circunspecto desde la sombra pétrea del sombrero de paja, tal vez pensando para sí mismo: “¡Con la de portilluh que hay pa´ tapal..., y éstuh paquí jaciendo bobáh!”

Los bailes aún tenían dos versiones: “sueltos y agarraos”. En los pueblos existía todavía la exclusiva de pedir los bailes sueltos. El suelto consistía en colocarse uno frente a la otra, bailando suelto, sin más, en una clara herencia de las jotas de toda la vida, que aún subyacían en lo más arcano y profundo, como parte de un folklore que no estaba dispuesto a dejar que los modismos le quitaran así como así su primacía. Tal es así, que los mozos iban de dos en dos, muy varoniles, con la mano por el hombro, allí donde vieran a dos mozas bailando entre ellas. Las mozas miraban hacia otro lado, muy femeninas e indiferentes, y estos mancebos, de inspiración etílica, pedían baile a las susodichas, de tal forma que, si la empresa era exitosa, se colocaban ambas parejas frente a frente e iniciaban el baile moderno, conjugando la jota extremeña con el Black Is Black de los Bravos.

En la mayoría de municipios había un salón de baile con tribuna de maderas rojigualdas, a modo de coso taurino, y unas madres rigurosas presidiendo el baile. Las madres colocaban la rebeca doblada sobre la baranda, se sentaban en la grada y ponían delante al niño pequeño, que se dedicaba a roer la madera de la baranda con los dientes, poco antes de quedarse dormido al ritmo lento de un “Sorbito de Champán”, de los Brincos.

A veces se arrimaban al baile los mal llamados “solterones”, sin mucha fe, cansados de repetir década tras década la misma actitud pusilánime, sin fruto, sin recompensa, sin nada..., pero en fin, se acercaban allí “por si las flies”, que diría Paco Umbral, pero las “flies” se iban volando siempre.

A estos bailes acudían algunos jóvenes foráneos de pueblos cercanos. Aún recuerdo de niño a unos mozos forasteros que llegaron al baile en burros, y los ataron a unos olivos, sin grandes problemas con parquímetros ni miedo a las multas por burro en doble fila. Posteriormente, ya en los ochenta, se amplió la movilidad comarcal con el auge de las verbenas por todas partes y el aumento del número de coches per cápita. Éstas, las verbenas, tuvieron su irrupción en los años setenta, con las humildes y entusiastas orquestas citadas, y el posterior éxito en los ochenta y los noventa, con aparatosas y caras orquestas rimbombantes, en unos años donde los presupuestos festivos fueron holgados, en aquella España que tiró la casa por la ventana, y luego hubo que salir a buscarla a la calle.

Las mujeres bailaban entre ellas con total naturalidad. Las jóvenes y adolescentes también, y los chavales de esa misma edad íbamos a pedirles baile, imitando los gestos y poses de los mozos, con desigual éxito, aunque a veces el éxito estribaba en que alguna madre estuviera, o no, con el periscopio a una cierta distancia de la escena.

Los vocalistas de aquellas primeras orquestas eran de distinto nivel; algunos no hubieran pasado un casting para cantante de ducha matutina, pero allí estaban, con total ilusión, que esta última no faltaba en aquel tiempo. El entusiasmo, ya digo, se vertía a raudales por todas partes, y el nivel crítico bajaba a ras del “vicio del tinao”. A veces, el vocalista, no sólo desentonaba, sino que, además, tenía serios problemas con la gramática, y terminaba, por ejemplo, alguna canción de Nino Bravo, con un firme y desgarrador grito: “¡¡...y hasta el fin, teeeee quedréeeeee!!

En las posteriores verbenas ochenteras aún había un amplio repertorio de bailes pachangueros aceptados por gente de todas las edades. Ahora es impensable, pues tan sólo va quedando un sector de personas, a partir de una cierta edad, que son, claramente, la última generación del pasodoble.

Así, con estas y otras cosas se divertía la tropa agropecuaria, junto a las huestes capitalinas que reforzaban los días y las noches veraniegas de aquella convulsa Extremadura que aquí me ofrezco a relatar.

Un buen día, María Isabel, cogió su sombrero, se lo puso y se marchó, chiribiribí, poropopó, y así, perdidamente perdidos, nos fuimos diluyendo en nuevos tiempos, en nuevos bailes, en nuevas cosas, en nuevas formas de distracción para el rebaño. Luego, ya en los ochenta, un conocido grupo musical nos daría la respuesta que en un futuro íbamos a recibir a todas nuestras quejas, por variadas que éstas fuesen. Y es que, cuando preguntamos el por qué de tanta sinrazón, latrocinio e injusticia, la culpa de todo, por si no lo sabéis, es siempre del "cha cha chá".


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com