domingo, 13 de abril de 2014

Entre burro y carreto



Durante la revolución industrial, los nuevos medios de transporte, con el ferrocarril a la cabeza, marcaron un antes y un después en la manera de concebir las relaciones comerciales entre la población occidental. Quién iba a decir que, siglo y pico después, por nuestras latitudes, el transporte cotidiano aún fuesen carros tirados por bestias, o las propias bestias como soporte principal. Aquí seguíamos viendo por todas partes la sempiterna imagen del anciano encaramado al burro, o al mulo, y un constante ir y venir de burros y jinetes en locomoción campestre, ajenos al devenir de un progreso que luego se nos revelaría como un Judas disfrazado de moderno, como un fullero existencial, dándonos el tocomocho más sutil y espurio de la historia.

Allá por los años setenta, fueron llegando, de manera más o menos apreciable, tractores y camiones de las marcas Barreiro y Pegaso, pero no me extenderé mucho en ellos, pues no son bienvenidos a estos menesteres literarios que aquí proso en estos folios cibernéticos, en mi afán de cronista de aquellas cosas.

En aquel “tiempo de pulgas y esperanza”, veíamos burros por todas partes..., burros cargados de tarmas, de sacos de bellotas, de leña, de cántaros...; cargados de toda la materia onerosa del desaliento. Recuerdo aquellos burros con haces de espigas, que los niños, sigilosamente, hurtábamos al descuido del dueño; espigas que devorábamos dejando una raspa de sardina vegetal, y la broma recurrente, luego, de esconder la espiga pelada detrás de la espalda y preguntarle a otro niño: “¿Hah vihtu a tu padri coratu?; y, con sonrisa pícara, enseñarle el esqueleto de la misma y soltarle: “Poh aquí tienih el retratu”.

Los ojos del burro tenían una expresión triste, como no podía ser de otra manera, con una vida llena de ingratitudes, siendo castigado por fallos involuntarios y sin recibir la más mínima caricia o gesto de afecto; si acaso, muy de tarde en tarde, alguna palabra dulce de aquellas sensibles niñas de ciudad que aparecían en los meses de verano. Ahora los burros son libertos, como lo fueron los esclavos después de la Guerra de Secesión norteamericana, y viven en manadas por los mismos parajes en los que otrora fueran cautivos. La vida de estos nuevos pollinos, es respingar sin oficio por esos prados bucólicos de los pueblos extremeños, y dormir al rescoldo de la manada, inspirando poemas románticos junto a la luna reflejada en charcos acicalados de flores de mayo. Estos rucios liberados, tienen ya sus derechos y estatutos, y viven, por fin, sus días de vino y rosas. Son hijos de una estirpe de jumentos que habitaron un tiempo pasado de estallido gutural y zurriaga, y que han dejado, al fin, su vida de burros propiamente dicha..., valga la “rebuznancia”.

En los años setenta fue el apogeo definitivo del carreto (carretilla) en las duras aldeas de la Galia extremeña (donde no había ningún Obelix, por cierto, pues nadie comía a esos niveles pantagruélicos). El carreto, ya digo, irrumpió de una manera insultante y pasó a redimir al burro de algunas cargas. Desde ese momento, pudimos ver gente con carretos parada en los caminos, recreándose en las mismas conversaciones cansinas de siempre, sin riesgo a que el carreto se espantara ante nada ni ante nadie. Si pasabas una hora más tarde por el mismo lugar, allí seguían, erre que erre, carreto frente a carreto: “Me acuerdu yo que otrah vecih, de chicu, mi padri moh mandaba a ehcardal dendi bien tempranu...” Hasta que el reloj del campanario daba las dos de la tarde, y uno de ellos volvía en sí: “¿La doh ya...?, Meeee caguen, la mujel ehtará echandu petíhcuh...” Y emprendían otra vez la marcha, carreto en mano, hasta cruzarse con el siguiente burro o carreto, en una interminable sucesión de cruces y paradas, buscando el contacto necesario con el otro, eso que los filósofos llamaban “la otredad”, y que ahora nos suena pedante, pero que es, a fin de cuentas, uno de los tesoros que nos ha usurpado este sistema de cosas, sutil y demoníaco, competitivo y desnaturalizado, vampiro de tiempo, de afectos y esperanzas.

La carretilla fue un antiguo invento de los chinos, según leí por ahí en los entresijos de los interneses. Podemos ver, incluso, grabados europeos del siglo XI, con hombres transportando damas en carretillas de madera. Entonces la carretilla era un medio de transporte para la clase noble, qué curioso. Quién diría que el carreto acabaría cayendo tan bajo al cabo de los siglos, siendo portador, incluso, de cagajones recogidos por las calles, para acumularlos en pequeñas estercoleras.

El carreto era un burro inanimado, una mutación inesperada del propio burro; se diría que el carreto era un burro mutante que pasaba a compartir corral con el pollino original. Mientras el burro dormía junto al pilón, el carreto se quedaba haciendo el pino sobre una pared áspera y sucia, en un ambiente oscuro de Zotal y garrapatas.

Los niños cogíamos el carreto para montarnos los unos a los otros, dándole un nuevo sentido lúdico a un instrumento concebido para poca diversión. Los niños siempre poniendo risas y alegría a la expresión avinagrada de nuestro alrededor. No resulta nada extraño, ahora mismo, ver a niños sonriendo en lugares del tercer mundo, exactamente igual que lo hacíamos nosotros por allí.

También, por los primeros ochenta, apareció de manera irreverente “El carro de Talavera”. El carrino de Talavera, como así se le llamaba, era un híbrido entre burro y carreto, era un carreto gigante tirado por un burro, y un hombrino en lo más alto, como un auriga romano, esclavo conductor de los recursos mínimos de aquella tierra de lucha y terrón. Las gorras de chulapos madrileños pasaron a formar parte de una nueva estética asociada a estos carros talaveranos; estas gorras acabaron jubilando a la boina tradicional. El carrino de Talavera, sin duda, era el heredero natural del carro antiguo, aquel carro de siempre, de enormes ruedas de hierro y madera, que luego acabaron adornando los chalets de la costa, en las películas de Arturo Fernández y Manolo Escobar. Tal vez fuese el carro que perdió este último, de noche, mientras dormía, y que llevamos años buscándolo entre todos por ahí.

Un buen día, el anciano, dueño del burro y el carreto, se marchó con los hijos a la urbe, echando de por vida la tranca del corral, a la espera de algún comprador veraniego de los que buscan volver a sus raíces procurando casa propia. El burro fue vendido, con un futuro incierto que mejor no contar, y el carreto quedó patas arriba, como un triste acróbata de las tinieblas, entre murciélagos y telarañas. Quedó allí, como parte de una estampa burlesca de un pobre y directo humor extremeño de matanza y pandereta.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com