domingo, 27 de julio de 2014

Al fresco



Si tuviera que elegir un momento de aquella vida echada al viento y a la naturaleza, tal vez elegiría el fresco en las noches de verano, con sensaciones, olores y silencios dignos de ese hedonismo escaso que a veces nos brindaba la justicia divina. Las noches de verano tenían un punto que tocaba el cielo, y nos alejaban de aquella rácana y cicatera realidad que la emprendía contra nosotros durante las interminables horas del día. Al caer la noche, la arquitectura popular se mostraba distinta, con un rostro más afable. Se diría que, los poyos, las parras o los pozos, en las horas afanosas del día, eran el decorado de un mezquino Míster Hyde, un tanto gañán y “farraguas”, que, por las noches, en cambio, se trocaba en un amable Doctor Jekyll, reposado y comprensivo.

Los aldeanos encontraban en el fresco un rato de placer inesperado. Se sentaban por allí, en poyos de cantería, o en sillas de nea, y se enganchaban en redundantes conversaciones agropecuarias, los unos, y en pláticas hacendosas, o de actualidad rural, las otras.

Antes del fresco, con las últimas luces de la tarde, podíamos ver la figura de un viejo chepudo con una calderilla de cinc, regando la puerta de la casa con agua del pozo, salpicando con la mano allí o acá, buscando, sin mucho éxito, robarle unos grados celsius a un suelo calcinado de soles inmisericordes..., buscando, quizá, una limosna de frescura, una perra chica de refrigerio.

El fresco que conocimos de niños, tenía poyos y lanchas de cantería, bombillas de plato, calles de rollos y una vitalidad incomprensible para nuestros días.

Los viejos, ya digo, hablaban de su tiempo y de sus cosas: "Me acuerdu yo de tíu Venanciu..., esi hombri sí que sabía canteal..., fue el que me enseñó a mi...; tiraba la paja doh o treh metruh pa´rriba con una desenvoltura..., ¡buaggg!, no he vihtu otra cosa igual".

Los gatos subían y bajaban de las parras, cazando langostos, como finos acróbatas de su tiempo... El nieto obedecía los mandatos del abuelo, y le traía agua fresca de la tinaja, con el puchero a prueba de escrúpulos... Algún perro pasaba raudo por la calle, sospechando hostilidad en el ambiente... Una vieja se quitaba la zapatilla para darle a un "arañón" inexistente... Un hombre volvía de la taberna canturreando una copla de Farina... en fin.

A veces se hacía un breve silencio cuando pasaba gente por la calle: "Eh ¿vaih pa´llá? /"Siiii, vamuh a vel si moh recogemuh yaaaa".

Uno de los momentos más tragicómicos del fresco era, en los calores asfixiantes, la expectación generada por el aire canalla que no se dignaba en moverse un ápice: “Ahora paeci que se muevi... ahora paeci que no... laaaa maaaadri que lo pa.... ahooora, ahoooooora ya paeci que quieri venil una mareinaaaa / Uyyy, cómu se agraeci, poh yo creu que vieni algu solanu, lo mihmu trai agua...”

Los campesinos más castizos, desafiando al termómetro, hablaban de irse a dormir a la era, o con el burro al cortinal; claro que muchas veces era una simple declamación de tradición oral, que se quedaba en nada..., no más allá de la puesta en escena del anciano octogenario que gustaba vacilar a los contertulios.

Por las paredes blancas de jalbiego los saltarrostros posaban estáticos, elegantes, majestuosos, deteniendo el tiempo, ya de por sí lento y paciente, a la par que los cortos silencios del fresco eran rotos por el bostezo estentóreo de algún viejo, que acto seguido decía: “Habrá que recogel loh bártuluh y acohtalsi.”

En las noches de calores tórridos, algunos argonautas emprendían paseos nocturnos por el campo, buscando al esquivo aire fresco, en noches iluminadas por gigantescas lunas llenas, que mostraban un paisaje como sacado de otro planeta..., planeta, sin duda, más tranquilo y amable que éste; de otro planeta que, como quiera que fuese, nos hacía sospechar otras formas de vida sitas en las antípodas de la viriata tierra que nos vio nacer. Nosotros, mientras tanto, seguíamos anclados a una vida bajo mínimos, tirando más bien a extremófila..., de curioso parecido fonético con Extremadura, ciertamente..

Algunas noches nos llegaban los titiriteros, arrastrando caravanas de desaliño indumentario, que diría el poeta, y vidas rotas por los caminos de la convulsa España. En el pueblo se comentaba: "Ehta nochi hay títarih en la plaza". La gente caminaba hacia la plaza con la silla de palo en la mano. A la vuelta de "loh títarih" siempre preguntaba algún viejo: “De qué ha síu la función...”, y una vieja muy resuelta contestaba: "Naaaa, bobáh..., cosah pa´ la genti nueva."

El día después de los “títarih”, los niños emulaban a los titiriteros con inocentes actuaciones al fondo de calles sin salida, e invitaban a la vecindad, anunciando por las casas, a bombo y platillo, el sitio y la hora de la función; y allí luego obsequiaban a los pacientes espectadores con saltos, “perinaltas” y "ñáñaras", y hasta incluso canciones ya demasiado ye-yés para los gustos de posguerra de unos ancianos que esperaban ser deleitados con "La hija de Juan Simón", de Juanito Valderrama.

En otras ocasiones era el cine de verano el que venía a ponernos un punto moderno y americano. Era un espectáculo de baja intensidad, con películas desgastadas por miles de sesiones, que aquellas pobres gentes conseguían de saldo; así como un cinematógrafo casi heredado de los hermanos Lumière, proyectado sobre la pared de alguna centenaria ermita. El resultado de todo aquello era un corte cada media hora, siempre en el momento más emocionante, cuando los Siete magníficos avanzaban en hilera, como jinetes horteras del Apocalipsis, levantando el polvo del desierto, que no era más que un polvo mínimo añadido al terregal nuestro. Y tocaba esperar, sí, durante largo rato, a que uniesen la cinta desgastada y cenicienta. La espera, claro está, no nos pillaba por sorpresa, pues lo nuestro, siempre, era un gozo “interruptus”, y la paciencia formaba parte del hatillo con que el destino tenía a bien obsequiarnos cada día.

Los incipientes televisores emitían por las noches las obras de teatro de “Estudio 1”, y alguna gente empezó a ser infiel al fresco, acudiendo a las casas de los pocos vecinos que ya incluían la bien llamada caja tonta entre los escasos muebles de la casa extremeña. Aquellas primeras teles de los pueblos, con un toro de terciopelo asaeteado de banderillas, encima del aparato, junto al souvenir de las cuevas de Arenas de San Pedro. La tele de aquellos años ya era una leve avanzadilla de la pandemia que vendría luego idiotizando y alejando a las familias de algo tan esencial como la comunicación. Curiosamente, ya el sistema empezaba a jugar el tocomocho de las palabras, calificando a la tele como “medio de comunicación”, cuando era, abiertamente, un medio de “incomunicación” entre las personas, y el fresco comenzó a ser una de las primeras víctimas de todo aquello. Luego, afortunadamente, la gente empezó a estar un tanto saturada de tele, y, al cabo de unos años, volvió a reverdecer la milenaria costumbre de sentarse por las calles en las noches de verano. Eso sí, la ergonomía cambió sustancialmente, pasando del poyo y la silla de palo, a las acolchadas hamacas regulables, que hasta los más viejos, a día de hoy, lucen orgullosos como regalo de hijos o nietos.

A partir de cierta hora no se escuchaba nada más que el coro relajante de las ranas en las lagunas, y los conciertos de ronquidos inarmónicos provenientes de las ventanas abiertas; ronquidos propios del gigante Gargantúa, que espantaban a los gatos que osaban subirse a las ventanas.

Cualquier noche de septiembre, el aire cierzo nos dejaba vacías las calles, y el pueblo se perdía en un grisáceo letargo nocturno, tan sólo con árboles y poetas de bronce expuestos al viento, en una terca soledad de granito y pizarra. El fresco estival iba tocando a su fin, hasta acabar, poco a poco, diluido en “El sueño de una noche de verano”.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com