lunes, 27 de octubre de 2014

Las lavanderas


Marchaban los burros cargados de serones con baños de cinc, portadores de la inmundicia y el resuello de aquellas vidas entregadas al polvo de los campos. Las mujeres llevaban el cabestro de las bestias, camino de los ríos, arroyos o regatos de aguas bravas, para lavar las ropas almidonadas de sudores, y entregar los esfuerzos a las alegres aguas viajeras. Otras marchaban con el baño a la cabeza, sobre “la rodilla” (rosca de trapo acolchada y circular), y el lavador sobre el costado. Todas caminaban por las rutas del agua, que eran, quizá, como rutas medievales en pleno siglo XX.

Hasta principios de los ochenta, como ya sabréis a estas alturas, aún quedaba un puñado de aquellos pueblos de la alta Extremadura, sin noticias del agua corriente. Las mujeres emprendían una constante peregrinación al agua: al agua de beber o al agua de lavar. Se encontraban por los caminos entre ellas, tanto o más que en el casco urbano de los pueblos: “!Eh, María, ¿también vah pa´ la laveria?, / Sí, habrá que aprovechal ahora ehtuh díah que han veníu algu bueninuh!”

En verano se lavaba la ropa en los ríos, y el resto del año, ya más pluvioso, en los caudalosos arroyos de las cercanías. Las mujeres colocaban junto al agua el lavador de madera con almohadilla, o con espuma, donde arrodillarse, hecho por el carpintero del pueblo, pues aún quedaban carpinteros y otros oficios propios de aquellas necesidades.

El jabón de sosa castigaba una y otra vez las cascarrias agrestes de las telas; era el único detergente disponible, y el único azote de mugres y zurraspas adosadas a las ropas interiores. Estas zurraspas en los pueblos recibían el nombre de “palominos”, y ofrecían una obstinada resistencia, obligando a las esforzadas lavanderas a emplearse a fondo sobre la roca, una y otra vez, contra los insurrectos palominos.

Algunas mujeres tenían todo el día la misma canción en la boca, como una letanía..., dale que te pego escurriendo el lienzo sobre el agua y canturreando hasta la saciedad la misma pieza. Las mujeres mayores, cantaban... no sé: "Eres más chica que un huevo y ya te quieres casar, anda ve y dile a tu madre, que te prepare el ajuar..." Las mujeres un poco más jóvenes, y afectadas de modernidad, tal vez cantaban alguna de aquellas canciones de Luis Aguilé, que irrumpieron de golpe en la España antigua de jota y alborada. Podían pasarse horas sobre el arroyo cantando: "Cuando salí de cuba, dejé mi vida, dejé mi amor, cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón..." A su vez, los pájaros entonaban también sus trinos de siempre. Todo era un festival de melodías más o menos disonantes.

Las grandes sábanas se tendían sobre canchos y paredes; a veces las defecaban los pájaros ante el disgusto de las lavanderas: “¡Alaaaalma quien loh criooo, ya me cagarun lah sábanaah loh tíuh joíuuuh!” El resto de la colada, quedaba también expuesta a los viandantes: camisas blancas que sudaron lo insudable en la era o en la siega; calcetines de lana llenos de “tomatinos” (agujeros); colchas con dibujos de frutas u ornamentos de la India, o de sitios imposibles de precisar; enaguas zurcidas con esmero; calzoncillos de patera larga con los citados palominos ya al fin defenestrados... La ropa, allí tendida, perdía su recato en favor del sol y el viento.

De niño, y en estos días de "laveria", me apartaba a zonas alejadas, arroyo abajo, quedándome extasiado escuchando el ruido relajante del agua sobre la piedra, la constancia milenaria del agua a su paso hacia la eternidad. Momentos de paz y silencio que también vivieron los místicos en sus retiros, como Gonzalo de Berceo..., o San Juan de la Cruz, y que debieron inspirarles cosas tan bellas y profundas como: “Entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”.

Las conversaciones afanosas y los chismes, eran moneda corriente mientras se lavaba: “Poh he oíu decil... a mi tampocu me creáih... peru dicin paí que la muchacha de... la que se fue a servil a Madrid, ya se habrá echau un mediu noviu... / Sí, peru creu que eh algu rajamantah...”/ Poh a mí tampocu me creáih, peru contarun ehta mañana en el comerciu que...”

En las mañanas gélidas de invierno, las mujeres rompían el carámbano con las manos, y en los meses de calor se tapaban la cabeza con pañuelos dispuestos contra el sol. Todo era una lucha contra los imponderables de la naturaleza. Algunas lavanderas, incluso, lavaban ropa de encargo para otra gente. Lavando y lavando... siempre lavando. Las manos curtidas y agrietadas de viento, agua y jabones; manos que no recibieron crema hidratante alguna, más allá del adobo en la matanza.

Los burros lavanderos quedaban atados a una higuera, y a veces las ovejas se acercaban por allí a comer las hierbas de los verdinales, quedando una perfecta estampa de belén navideño, con ovejas sobre el musgo verde, pastores con albarcas y lavanderas sobre ríos de papel de plata. Todo era hermoso y bucólico, si no fuera porque se desarrollaba en el marco de la lucha áspera de siempre, arrostrando inclemencias de la más amplia gama existencial.

Si la ropa iba muy sucia, se dejaba enjabonada hasta el día siguiente. Me cuentan de un generoso molinero que permitía a las mujeres dejar la ropa de un día para otro, al lado del molino, para evitarles un pesado viaje de ida y vuelta. Allí, en el gran río de lavanderas y pescadores, un molinero, sí, mirando por el prójimo, y convirtiendo las orillas del Alagón en las márgenes de un Cafarnaum de bondades y evangelios. Eran otros tiempos donde mucha gente aún vivía la vida desde la buena intención hacia los otros.

Había preferencia de unos lugares a otros por parte de las lavanderas: unas gustaban de arroyos aquí o allá, y otras de ríos. En los meses lluviosos, cualquier pequeño regato cercano al pueblo era válido para estos menesteres. La elección del lugar, poco alteraba la suerte de aquellas mujeres que entregaron tanto con tan poco a cambio; aquellas sufridas mujeres y niñas de posguerra, heroínas anónimas de un tiempo de más “pulgas que esperanzas”.

En época de vacaciones, algunos niños se iban por todo el día con la madre o la abuela. Se pasaban la jornada entera entretenidos con los juguetes que ofrecía la industria lúdica y rupestre de los campos. En todo caso, como mucho, se llevaban un minúsculo barquillo de corcha que servía para surcar mil veces los arroyos. No era extraño que un niño, accidentalmente, metiese el pie en el barro camuflado por las hierbas de los humedales, y una abuela enfurecida le gritase: "¡Uyyyyy comu se ha puehtuuuuu, poh no te diji que no te desapartarah de pa´quí!". Otra de las lavanderas salía siempre en defensa del infante: “Déjilo, tía, no ve que ehtá paí solinu y aburríu, probecitu”. Y parecía surtir efecto la exhortación a la compasión de aquellas improvisadas samaritanas, pues la abuela se ablandaba por momentos.

Por los regatos corría el agua primaveral junto a las margaritas, y los pájaros cantaban en las frondosidades de los álamos cercanos. El agua se llevaba la cochambre de las ropas en un corto tránsito de aguas que bajaban a los ríos..., ríos que a su vez, al igual que la vida, iban a dar a la mar, como dijese siglos atrás Jorge Manrique.

Con la llegada del agua corriente se acabó el suplicio de las lavanderas. Ya entrados los ochenta, llegaron las televisivas lavadoras de los anuncios a poner fin a aquellas caravanas de la “laveria”, que así se decía en el lenguaje coloquial.

Caía el sol sobre las montañas extremeñas, y regresaban las mujeres, con el olor del poleo impregnado en las faldas, y el reloj del campanario marcando el final de la jornada. Volvían, lentamente, con los días vencidos y el sudor de las prendas ya entregado a las corrientes. Los burros, con el serón de la ropa a cuestas, marcaban una sombra alargada sobre un suelo de tierra hollada de pezuñas. Las ropas blanquecinas volvían dobladas y prestas de nuevo a la rueca incesante de los trajines, en un constante bucle inevitable y excesivamente dilatado en el tiempo.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com

sábado, 4 de octubre de 2014

Periquillo el aguador


Por las calles, plazas y rincones, podíamos escuchar canciones infantiles asociadas a los juegos, canciones del más absoluto arraigo popular, con algunas variantes locales que alguien, sin duda, sobrescribió algún día, para darle un tinte personalizado a aquellas cancioncillas que se cantaban de papagayo en los juegos de la España rural, y llenaban de contagiosa alegría los espacios abiertos. Eran un hermoso legado acústico, un regalo para los oídos acostumbrados a groserías y exabruptos de toda índole. Estos “juegos/canciones” eran, tal vez, parte del azúcar que endulzaba el café de puchero que se vertía por todas partes sobre el mantel de la vulgaridad.

Por aquí citaré tan sólo algunas de estas piezas, pues otras muchas las recordaréis sin demasiado esfuerzo, e incluso versiones distintas a las aquí citadas. Ya Joaquín Díaz y otros folcloristas, hicieron un trabajo ímprobo rescatando muchas de estas joyas, y poniéndolas otra vez al servicio del recuerdo.

Las canciones iban aparejadas a juegos de lo más variado. Recuerdo aquella, por ejemplo, en la que nos colocaban boca abajo, sobre las rodillas del que hacía de “la madre”, como si fueran a azotarnos, y dándonos diversos golpes con palmas y nudillos sobre la espalda, nos cantaban: “De codín de codán, / de la cabra coneján, / del palacio a la cocina, / cuántos dedos tienes encima”. Y si fallabas, que era lo más corriente, seguía la misma secuencia de golpes, cantándonos, acto seguido: “Si hubieras dicho... cuatro, / hubieras acertado, / de codín de codán, / de la cabra coneján...” Nunca entendí aquello tan absurdo de la “cabra coneján”, tal vez fuera un extraño híbrido entre cabra y conejo, no lo sé, pero luego comprendí que las cosas más disparatadas, sencillamente tienen que ser así, y nada más, sin un ápice de raciocinio que las contamine.

Los muchachos saltaban al brinquillo desentonando cancioncillas repletas de atontadas retahílas y frases inconexas, inventando el vocabulario al más puro conceptismo rural, que hasta el mismísimo Quevedo hubiese aprobado: “Felipe Sánchez, / lo que no quitante, / lo que no quita tiña, / lo de mi primo burriña...”

A los niños más pequeños, a falta de juguetes, se les agasajaba también con alguna de estas perlas tratadas hoy aquí. Recuerdo una tierna versión del “Pinto pinto gorgorito”, tomándoles las diminutas manos: “Pinto pinto gorgorito, / que viene la vaca del veinticinco, / qué calleja, moraleja, / que tiene un buey que sabe arar y cantear, / da la vuelta a la redonda, / que dice el rey que esa manita que se esconda...”

De punta a punta de la calle nos cogíamos de las manos para cantar la mítica: “A tapar la calle, / que no pase nadie, / que pase mi abuelo / comiendo buñuelos...”, pero un vozarrón de aquellos a los que ya estábamos por suerte acostumbrados, destrozaba la magia del momento: “¡¡Quitalsuh de ahí a tomal por culu, ¿no veih que tienin que pasal lah behtiah...?!!” Inmediatamente rompíamos la cadena solidaria para dejar paso a las bestias, las pobres bestias aquellas, que no eran más que nobles animales, muy alejadas de las bestias apocalípticas que hoy nos tocan en suerte, y que no piden permiso para pasar la calle, ni para entrar en nuestras vidas.

Al acabar el juego, a través de una ventana, bajo la parra de una casa, nos llegaba el cántico meloso de una abuela, que acunaba al nieto con una antigua nana que llevábamos impresa en lo más arcano de nuestra infancia: “Pajarillos que cantáis en la laguna, / no despertéis al niño que está en la cuna; / ea la nana, ea la nana, / duérmete lucerito de la mañana...” Pero el niño que estaba en la cuna, un día despertó a un tiempo de memeces, y despertó para seguir durmiendo, en un mundo de dormidos con muy pocos despiertos.

Había unos curiosos artilugios de papiroflexia, compuestos de cuatro pequeñas pirámides de papel, que se insertaban en los dedos de la mano, y se movían abriendo y cerrando, a la manera de una flor. El extraño objeto de papel servía para elegir distintas opciones de lo más variado. Mientras se abría y se cerraba, se canturreaba: “Ehta eh la nochi, / ehti eh el día, / y ehti eh el culu de tía María...” Las niñas lo usaban a menudo para especular con novios y novias, en un traicionero sorteo donde siempre se escondía alguna sorpresa entre malévola y desternillante.

O tal vez las canciones se centraban, quizá, en la trágica vida de años precedentes, donde la muerte, en particular la de los niños, convivía con la propia vida (qué contradicción) como dos colegas de macabras aventuras. Hubo un personaje, “Periquillo el aguador”, del que siempre tuve compasión, y al que otorgo el homenaje póstumo de dar título a este relato, pues no hay nada más cruel que, una vez finado, tengas que andar por ahí como un muñeco de trapo, sin hallar reposo alguno, tal como debió acontecerle al pobre Periquillo: “Periquillo el aguador, / muerto lo llevan en un serón, / el serón era de paja, / muerto lo llevan en una caja, / la caja era de pino, / muerto lo llevan en un pepino, / el pepino era de a cuatro, / muerto lo llevan en un zapato, / el zapato era ya viejo, / muerto lo llevan en un pellejo...”

Las niñas chocaban las palmas de las manos, nerviosas y pizpiretas, cantando, desde su inocencia, canciones crueles camufladas de comedia: “Don federico mató a su mujer, / la hizo tasajos y la fue a vender...” Claro que el tal Don Federico, cual psicópata de pacotilla, seguía buscándose la vida por ahí, sin el más mínimo remordimiento, y hasta incluso acababa triunfando: “Don Federico perdió su cartera, / para casarse con una costurera, / la costurera perdió su dedal, / para casarse con un general, / el general perdió su espada, / para casarse con una bella dama, / la bella dama perdió su abanico, / para casarse con don Federico”.

No sé por qué, los juegos de palmas, abundaban en una extraña fusión de crueldad y jolgorio: “En la calle-lle / veinticuatro-tro, / se ha cometido-do /un asesinato-to. / Una vieja-ja / mato un gato-to / con la punta-ta / del zapato-to”. Era, tal vez, el viejo instinto de poner al mal tiempo buena cara, o soslayar, quizá, lo más cutre del ser humano, con una envoltura tragicómica. Algunas de estas canciones tenían un tono más simpático, y se nos revelaban como interculturales: “Soy el chino capuchino mandarín, chin chin, / que he venido del país de la ilusión, chon chon, / mi coleta es de tamaño natural , chan chan, / y con ella me divierto sin parar...”

Alguna vieja pasaba por la calle, con una calderilla de patatas, interrumpiendo el juego, y con cara de alcahuetilla, aunque con gesto de una cierta ternura, preguntaba: “¿A que ningunu se sabi ehti reflán?, y entonces, en un forzado castellano “fisno”, que usaban siempre las viejas cuando recitaban algo de memoria, decía: “En el monte hay una cabra ética, perlética, pelambrética, peluda, pelapelambruda. Y tiene unos hijos, éticos, perléticos, pelambréticos, peludos, pelapelambrudos...” Nosotros nos reíamos a carcajada limpia, con la misma inocencia de la anciana. A estas alturas, y en estos tiempos pelambréticos, echamos en falta aquellos tiempos en los que, hasta las cabras, por lo que se ve, eran éticas.

Por las matanzas próximas a la navidad, había costumbre de colocar columpios en las vigas de los corrales, y todos los niños, como locos, pugnábamos por “ehcolumbealnuh”, que así se decía en extremeño. Las niñas, a la vez que chirriaban las sogas en la majestuosa viga, cantaban villancicos reservados para aquellos eventos: “Dime niño, de quién eres, / todo vestido de blanco, / soy de la Virgen María / y del Espíritu Santo...” Mientras tanto, el trajín matancero seguía su curso, ignorándonos por completo, con el olor al adobo de la artesa, impregnando todo el ambiente.

Y allí andábamos, por todas partes, en aquellas concavidades de piedra, barro y sol, como Antón Pirulero, atendiendo cada uno a nuestro juego y pagando nuestras prendas. La mayor prenda que pagábamos, sin lugar a dudas, era despertar bruscamente del juego, y volver a la atroz realidad de un mundo adulto y descarnado.

Un día, escuchando una bella canción de Pablo Guerrero, recordé de golpe todas estas melodías perdidas de mi infancia: “A la ronda ronda del anillo dentro del agua. / Pagaré señal y prenda antes jamás pagadas. / Te traeré postales verdes de ciudades olvidadas. / A la ronda ronda del anillo dentro del agua”.

Unas niñas cantaban, saltando a la comba, en algún lugar de las afueras. Podíamos escucharlas desde lejos, subidos en un cerro, divisando el pueblo, con un fondo de tejados y montañas hurdanas en lontananza. Desde lo alto, nos llegaban las voces como una brisa intermitente, que a veces el aire se llevaba... y luego nos devolvía, como si el aire, en su lado más infantil y lorquiano, se prestara a jugar un rato por ahí, mientras duraba el atardecer... “Soy la reina de los mares, / y ustedes lo van a ver, / tiro mi pañuelo al agua / y lo vuelvo a recoger”.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com