sábado, 15 de noviembre de 2014

Los oficios perdidos



Por una calle de piedra, hierba y "cagajones", avanzaba un niño con su abuelo, camino del zapatero. El zapatero era uno de aquellos hombres afables que ya casi se perdieron, charladores y joviales. Ambos se sentaron en una banqueta, al calor humano del humilde zapatero, que machaba el calzado sobre la bigornia, al rescoldo de un brasero de picón encastrado sobre una oquedad hecha en el suelo, todo bajo un techo de teja vana. Este hombre podía llamarse tal vez... Venancio, no importa, era el antiguo zapatero de un pueblo cualquiera, un batallador de aquellos oficios perdidos que hicieron de la honradez y el trabajo bien hecho, la mejor garantía de calidad, sin papel alguno que sellar. El niño, claro está, desde ese mismo instante, soñó con ser un honrado zapatero, exactamente igual a lo que vio, y hacer un día “bordeguines” (borceguíes) campestres, botas de piel de hierro con cordones, sandalias de piel calada para niños... calzados, en fin, para pisar los guijarros de una tierra extremeña tan bizarra como bella.

Fueron oficios diluidos en el tiempo, donde nada había “made in China”, pues todo era “made in pueblo”; una suerte de autarquía en la que todo se fabricaba a muy poca distancia, todo lo más en algún pueblo de las cercanías, sin residuos sólidos urbanos con que dañar el medio, ni obsolescencias para esquilmar los bolsillos de la gente cabal.

En los días de lluvia y tormenta, los herreros herraban las bestias con una corrobla de hombres a su alrededor, disertando sobre lo más rudimentario de la filosofía popular. Cada herrero era especialista en distintas variantes del oficio: algunos estañaban cacharros de toda índole y procedencia: orinales, pucheros, tazas o fuentes de porcelana; otros eran diestros en hacer “engarillas”, otros arreglaban y aguzaban con maestría las rejas de arar... El ambiente de la fragua era sombrío y antiguo como ninguno, con fuegos infernales que a los niños nos servían para dar imagen a las famosas calderas de Pedro Botero, de las que tantas veces habíamos oído hablar. Los herreros machaban hasta la saciedad los hierros incandescentes, no haciéndose recomendable vivir al lado de la herrería, como le pasara al pobre Favio, de Quevedo, entre otras muchas tribulaciones.

En la misma línea, los caldereros se afanaban en sartenes, trébedes y demás menaje rural de hierro, que abastecía a las casas de la más elemental logística destinada a la subsistencia.

Otros ilustres machadores eran los carpinteros: fabricantes de escaños, puertas, camillas, banquetas para niños, ventanas, sobrados... y hasta algunos, incluso, cajas funerarias. El ambiente de las carpinterías rurales era similar a aquellas carpinterías de las antiguas películas en blanco y negro de Pinocho; aquí, en cambio, con un Gepetto aldeano que tenía, tal vez, a un muñeco de carne y hueso como ayudante.

Un día cualquiera sonaba la voz del pielero: “¡¡El pieleeeerooooo, piel de conejoooo, quién vendeeeeee...!!” El pielero era lo más parecido al tío del sebo que pudiéramos imaginar los más pequeños, y no podía ser de otra forma, con aquellos pellejos colgando del hombro y la tétrica imagen de asesino en serie de la España profunda, con su blusa de dril manchada de sangre y sebo, y esa imagen de conjunto que podría encajar perfectamente en el entorno de la familia de Pascual Duarte; aunque quizá, el pielero, hasta fuese buena persona, mira tú.

Otro buen día, como llevado por el viento, sonaba el inconfundible silbato del afilador, venido desde tierras galaicas, con su bicicleta adaptada a la piedra de afilar, y las cubiertas de las ruedas raídas de andar por mil caminos. Los niños se arremolinaban en torno al afilador, frecuentemente bromista y dicharachero. Las mujeres aparecían con sus tijeras, cada vez más desgastadas: “Cuántu cuehta... hay que vel... ca´ añu eh máh caru...”

También estaban los albarderos y los guarnicioneros, encargados de albardas, cinchas, cabezadas, colleras y toda suerte de aparejos asnales tan propios de aquel tiempo.

De vez en cuando surgían unos pequeños Leonarnos Da Vincis por los pueblos, como salidos de un famélico Renacimiento español, capaces de hacer artesanías y apaños de lo más variado, adaptándose, claro está, a las necesidades propias del momento. Estos Da Vincis, lo mismo hacían cortinas de papel de periódico, ramos y cintas para las defunciones, que arreglaban transistores y radios viejas, todo ello con especial maestría y esmero, con amor al trabajo bien hecho.

Aún quedaban estancos con un pequeño mostrador, donde vendían paquetes de ideales, celtas cortos, cajas de cerillas (aquellas minúsculas cajas del gallino), sellos del generalísimo, sobres, papel de fumar y tabaco de liar. La estanquera compaginaba el estanco con sus tareas domésticas, y al entrar por la puerta, el tiempo se ralentizaba, transportándote, no sé, a una especie de Macondo, de García Márquez, donde el estrés no formaba parte de lo cotidiano. Los niños íbamos a hacer recados al estanco. Abrías la tranca de la vieja puerta y pronunciabas, con voz de pito, el nombre de la dueña, y al cabo de un rato, desde el fondo del pasillo, aparecía una sombra sigilosa, que iba cobrando forma y te decía: “Qué quierih, bonitu”, / “un paqueti de Idealih pa´ tíu Eduardu”..., dejando claro que no era para nosotros... qué inocentes. En los pueblos todo tenía un dueño o un destinatario; era algo que formaba parte de un protocolo, donde cada cosa tenía que tener, indefectiblemente, sus propias señas de identidad.

Los Barberos/peluqueros apuraban las fieras barbas extremeñas. Aquellos hombres polivalentes, que podían ser barberos y albarderos, al tiempo que hacerse cargo del correo del pueblo, todo con la misma probidad y buen hacer. A los niños nos dejaban el pelo casi al cero, por recomendación de nuestras madres, y con un gallino en la parte delantera del flequillo, con el consiguiente cabreo por nuestra parte, que veíamos ya triunfar en la tele a Camilo Sexto, Nino Bravo, Pirri, Johan Cruyff y otros melenudos de postín. Los padres tardaron en aceptar el mundo yé yé, que llamaba a las puertas con insultante arrogancia anglosajona, pero al final, como era de esperar, pudieron más las cosas del mundo que las cosas de siempre.

El esquilador de burros, que no era el mismo que el esquilador de ovejas, grababa filigranas en el lomo del pollino, logrando que el burro pareciese una alfombra persa andante, falseando la realidad del jumento, con unas galanuras que nada tenían que ver con su triste vida “desgalanada”.

Por los barrios de piedra y soportales, sonaba la trompeta de los antiguos alguaciles: “Con permiso del señor alcalde, se hace saber, que durante dos días estará el cobrador de la luz en la posada de...” Después del ruido de la trompeta, se hacía un silencio sepulcral, y hasta los niños intuíamos que algo muy solemne e importante estaba a punto de escucharse. Nunca faltaba la exhortación al silencio por parte de algún rudo viandante, con un seco y cortante: “¡¡Callálsuh , hohtia!!”

Los cabreros de concejo partían con las cabras por las mañanas. La gente le llevaba las cabras, y éstas se encargaban de volver solas a casa, al atardecer. En cierta ocasión, aún siendo un chaval, me presté a llevar unas cabras de alguien que llegaba ya tarde, y tuve un largo peregrinar por caminos y veredas, detrás del cabrero al que nunca encontraba. Preguntaba a la gente, y me decían: “Por ahí mihmu va, corri que lo cogih”, y nada... al cabo de un rato, otra vez: “Ahí mihmituuuu acaba de pasal, corri que le echah manu...”, y tampoco. Así estuve hasta bien entrado en la dehesa, cuando por fin di caza al cabrero, ya al borde de la desesperación.

Al llegar las fiestas aparecían los buhoneros, que vendían golosinas en modestos puestecillos, o aquellos otros que venían con la pequeña ruleta de la suerte, donde lo más que te tocaba era un cigarrillo de caramelo, que te ponías en la boca, a caballo entre el niño goloso que aún eras, y el hombre chulesco del oeste que te obligaban a ser.

En los pueblos había siempre alguna mujer encargada de las chucherías: pipas, globos, cromos... Las vendía en una humilde cesta los domingos, y luego en su propia casa. Salíamos por la puerta de su vivienda, mascando chicle americano y cambiando el cromo de Santillana por el de Asensi, que estaba siempre repetido.

Los "luceros" (electricistas) aparecían con largas escaleras para arreglar los cables que habíamos fastidiado los niños con algún balón. Llegaba el lucero al atardecer, y gateaba a las alturas, escoltado por golondrinas, con un fondo de chimeneas y un cielo lírico, entre rojizo y gris.

Aún quedaban parederos de aquellos que sembraron de paredes de granito, o de pizarra, los campos extremeños, ahora ya casi derruidas en los montes, como en un Machu Pichu propio ofrendado a los falsos viracochas. También vimos silleros que venían a las plazas a arreglar los hondones de las sillas de nea, desvencijadas por las ásperas posaderas campesinas y las uñas de los gatos. Panaderos que amasaban con amor un pan sin antioxidantes ni química alguna... Alfareros embadurnados de arcilla, que llenaron las casas de cántaros y tinajas para beber el agua de los pozos y las fuentes, y que recordamos como auténticos hombres de barro, dándole al torno, con niños y vecinos a su alrededor... En fin, y junto a éstas, otras tantas ocupaciones que dejaré sin duda en el tintero.

Por detrás de nosotros hubo oficios de los que sólo supimos por boca de nuestros mayores. No llegamos a conocer a los legendarios ciegos que venían con sus coplas, casi sacados del Lazarillo de Tormes. Me cuentan cosas sobre el ciego del Casar: con gafas negras, alto y delgado, y un niño que tocaba un triángulo, mientras el ciego, con voz trémula, canturreaba coplas con argumentos lacrimógenos: “En la estación de Alicante, / a un tren subió un militar, / en un coche de segunda que para su casa va, (…) Señora no tengo madre, / pero buena no será, / que siendo yo muy pequeño me entregó a un militar...”

Tampoco conocimos a los porqueros de concejo, boyeros de concejo, pescadores en los ríos, ni a sus barcas o balsas hechas con planchas de corcho... ni a los loberos... ni a los rabanes en las montaneras... ni a los vendedores de especias que llegaban por las matanzas pregonando: “Anísss, cominooooo, pimieeeeeeeeeeenta y clavoooooo! También se nos escaparon los fotógrafos en las fiestas, que hacían retratos familiares con el reclamo del pajarillo para los niños. Son esas fotos ajadas que ahora duermen dentro de cajas de camisas, en el fondo de un baúl, y que algunos un buen día tuvimos a bien rescatar para gloria de un libro que circula por ahí.

Era un tiempo manufacturado, de entrega, rectitud y denuedo, donde el trabajo, aunque duro, aún era patrimonio de las personas, y donde la honradez, aún con salvedades, era moneda corriente. Casi todos eran pluriempleados de las pequeñas cosas, ajenos a un mundo que había de llegar luego, parasitado de opulencias e injusticias, y ofrecido a los dioses paganos de la usura.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com