viernes, 27 de junio de 2014

Siesta y cabezá



Ni gritos, ni estallidos verbales, ni algarabía por las calles, ni estruendo de carros y cascos de las bestias golpeando los guijarros, ni trajín rural de ningún tipo..., nada de nada, sólo silencio. Tan sólo niños y chicharras teníamos licencia para dar por saco en aquellas horas sacrosantas, licencia para conculcar el silencio milenario de la siesta. El tiempo parecía detenerse, dando una tregua a la zozobra de la sufrida gente; un mísero y corto receso que permitía desconectar de una realidad demasiado áspera como para ser vivida sin interrupción.

Las calles y los campos eran lugares intransitables, hornos de tierra y piedra donde, en ausencia de sombrero, se cocían hasta los pensamientos. Temperaturas inhumanas que parecían mostrarnos un planeta más cercano al sol de lo que nos habían contado.

Los campesinos madrugaban para aprovechar la fresca, y aguantaban por la noche al fresco. Tanta fresca y fresco relegaban el sueño nocturno a la mínima expresión, haciendo obligatoria esa ancestral costumbre tan española y moruna de la siesta.

Los hombres llegaban del campo “ehcalamecíuh” (exhaustos), vencidos del calor y el trabajo, buscando, ávidos, el gazpacho de poleo y la justa y merecida entrega al descanso, que no era más que un breve armisticio pactado con la miseria, un instante de nada, que se hacía soluble en la dura jornada.

Podíamos dividir la siesta en dos categorías: la siesta fugaz, o “cabezá”, en escaño de madera, con ronquido y mosca cojonera rondando la boina del abuelo, y la excelsa siesta de “pijama y orinal”, que acuñara el insigne Camilo José Cela. Esta última, en los pueblos, se llevaba a cabo en habitaciones lóbregas de tabiques de adobe, con suelos de granito, más propios de ermitas románicas, y alfombras de corcha colocadas a los pies de gigantescas camas de hierro, que a veces ofrecían problemas de accesibilidad a los minúsculos pigmeos extremeños de edad provecta, que afrontaban la escalada como alpinistas artrósicos de calzoncillos de patera larga: “¡Ca´ veh me cuehta máh gateal a la joía cama, meee caaaguen toa la órdigaaaa!”

Las sobreprotectoras abuelas aconsejaban a los nietos no salir a la calle en esas horas proscritas de la siesta, con la eterna coletilla de: “No salgah a la calli, prenda, que cain cócuh en la cabeza”. Nunca supimos qué tipo de cocos eran los que caían, aunque, en cualquier caso, los cocos nos caían por todas partes, tanto al sol como a la sombra; nos caían en el resto de lances de la vida, en aquella jungla amenazante y recia que era, sin duda, la infancia rural. Algunas veces se echaban en siesta las abuelas, dejando a los nietos jugando en el sereno de la casa, bajo el expreso mandato de no pisar la calle. Recuerdo haberme salido en cierta ocasión a jugar por ahí, y haber experimentado luego la justiciera zapatilla en las nalgas que a todo infante otorgó natura.

A veces los niños éramos forzados a dormir la siesta, y andábamos por allí, echados en la cama, buscando musarañas o cualquier otro elemento de distracción, hasta que, poco a poco, nos íbamos quedando dormidos mirando aquellos bellos cuadros de San Miguel Arcángel, o de ángeles de la guarda protegiendo a niños que cruzaban pasarelas junto a precipicios.

En la trilla también podíamos ver raquíticas e improvisadas siestas, con trilladores echados a la sombra de las hacinas, y el gran sombrero redondo de paja puesto sobre la cara, como los mejicanos de las películas del oeste; aunque estos mejicanos de pueblo, ciertamente, trabajaban bastante más, y se movían con mucha más soltura que los chicanos despatarrados y perezosos que podíamos ver en los “spaghetti western”.

En los campos castigados por el sol cruel y despiadado del verano, las vacas se “amosquilaban” bajo las encinas, las ovejas buscaban sombras por doquier, y todo era una continua lucha de sombra y sol. Aquella brutal dicotomía estaba tan interiorizada entre la gente, que incluso el cubata rural de los bares (anís y coñac), adoptaba el nombre de “sol y sombra”, para expresar la frontal dualidad del bien y el mal, de la verdad y la mentira, de la paz y la guerra, del blanco y negro de un tablero de ajedrez con un jaque constante a la existencia convulsa de aquellos habitantes. Todo allí, en una tierra donde no había medias tintas, donde todo era, sin más, o sol, o sombra.

Pastores y cabreros dormían la siesta en los chozos, o bajo los árboles de copa extensa; o a la sombra, quizá, de algún cancho generoso, o tal vez junto a la orilla de arroyos con chopos frondosos que dejaban el bello canto de los ruiseñores al atardecer. Nadie usaba despertadores ni relojes, ni falta que hacían. El único reloj era el propio sol marcando su posición en las alturas, o el fiel compromiso que nace del deber, que es el reloj más preciso y fiable de todos.

Aún era posible, en aquel tiempo, encontrar octogenarios echando un “pabilu” en los poyos de las calles, con sus almidonadas camisas blancas y alguno de aquellos antiguos chalecos negros. Cerraban los ojos, pañosos de cataratas, y se quedaban quietos, como en un ensayo de la ausencia definitiva que intuían ya cercana.

Otra escena frecuente en los hogares, era un padre, o un abuelo, dando una cabezada en la silla coja y destartalada que había en todas las casas, y, cuando la pata de la silla fallaba, se despertaban, con sobresalto incluido, diciendo frases del estilo: “Me he queau trahpuehtu..., me cagüen sane, habrá que echalsi un ratu en siehta.”

La siesta también se llevaba a cabo en lugares surrealistas e imprevistos: en pajares, en las trojes de las casas, encima de viejas mantas zamoranas, con alforja por almohada, o en algún viejo cuarto lleno de melones, junto a higos secos colocados sobre telas de esparto..., y eso sí, todo ello acompañado de un zumbido constante de moscas y moscones que provocaban un efecto somnífero imposible de aguantar más allá de dos o tres minutos, sin acabar, al fin, entregando la cuchara en favor del desalmado de Morfeo.

A finales de los setenta empezaron a ser habituales los televisores en las casas, y con ellos nos llegaron las primeras telenovelas de sobremesa. Durante la emisión de tan novedoso acontecimiento, desde el fondo de la alcoba oscura, se oían los ronquidos del ciclópeo padre de familia, que a veces, desde el cuarto, asustaba a los televidentes con un seco vozarrón: ¡Ponel esu máh baju de una puta veh, que no hay quien pegui oju en ehta casa!

Sobre las cinco y media de la tarde, iban llegando los primeros ruidos callejeros, desperezándose la oxidada maquinaria acústica de la vida rural, con labriegos que no engrasaban los ejes de las carretas, como en la canción. Alguna que otra tarde, una vez concluida la siesta, nos sorprendían las repentinas tormentas de verano, con olor a tierra mojada y mujerinas asomadas a las cortinas diciendo: ¡Uyyyy, vaya revolturiu que se ha formau en pocu ratuuu!! Y la vecina contestando desde la puerta de enfrente: ¡¡Uyyyy, dioh míuuuu, la ropa que tenía tendía en el canchu, cómu se habrá puehtuuuu!!

Todo volvía a su ritmo, un extraño ritmo entre cansino y eléctrico, pero siguiendo el curso de las leyes naturales. La vida seguía después del paréntesis de la siesta, con sus claroscuros, y el tiempo no era más que un trilero, un tahúr insobornable, que nos dejaba, siempre, ausencias imperdonables y expresiones en el rostro que alternaban, sí, a veces sol, y a veces sombra.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com