sábado, 31 de enero de 2015

El comercio


La palabra comercio, tal vez nos rechine en los oídos como una actividad de compraventa y especulación sin límites; pero de niños conocimos otro tipo de comercio: “El comercio”, que era tan sólo la tienda pequeña de toda la vida, cercana en la distancia y cercana en lo humano, que a modo de miscelánea, abastecía a las familias de las pocas cosas que necesitaban.

Aquellos comercios de los pueblos no tenían un nombre específico, ni un cartel encima del dintel con el que llamar la atención de los transeúntes; era tan simple como ir “en ca´ tía...”, o “en ca´ tíu...” Con el nombre del dueño bastaba. Generalmente tenían el nombre de la mujer, pues eran éstas las que más tiempo atendían la tienda, mientras el hombre se ocupaba de tareas agropecuarias.

Al entrar en aquellos comercios, teníamos la impresión de entrar en una casa particular, invadiendo la intimidad de la misma, que a fuerza de ser visitada durante años, acababa siendo un poco como la nuestra. No había un horario establecido; podías llamar a cualquier hora del día. Llegabas allí, obedeciendo un recado (un mandado), y tocabas la madera con los nudillos, o entreabrías un poco la puerta y chillabas, por ejemplo: “Tíaaaa Lucíaaa....”; y al fondo de la casa se oía soltar la cuchara en el plato y gritar: “Yaaaa vaaaaaa..., qué quiérih, bonitu” / Que dici mi madri que me dé uhté mediu quilu de alubiah y un cuartu de galletah María... / Dili a tu madri que han subíu doh realih lah galletah...”

Aquel comercio que conocimos, nada tenía que ver con esa cosa abominable representada por las serpientes del caduceo. Era, más bien, una modesta y honrada forma de ganarse la vida. Las tiendas eran pequeñas, humildes, y tan personales, que cada una tenía su olor particular. No había tampoco una regla fija en la decoración, lo mismo podías encontrar un mostrador a la entrada, heredado de los antepasados..., un cuadro de un bisabuelo vestido de militar, un calendario con el busto de Gabriel y Galán, o unas estanterías hechas por algún carpintero de solera.

Algunos comercios se heredaban de unas generaciones a otras, pasando parte del mobiliario a la nueva empresa. Se pesaban los productos con básculas antiguas, de pesas, y en algunos comercios más rústicos, incluso en romanas. Luego fueron llegando aquellas modernas básculas de color blanco, con cristal, que recordaban un poco la estética de las motos Vespa, ya con un cierto aire de cultura americana de los sesenta.

Los niños, además de hacer recados, íbamos a los comercios para nuestro disfrute, que eran cuatro cosillas contadas: confites, caramelos, chicles de Bazooca, chupachús, “peonas” (peonzas), “bóluh” (canicas) y aquellas pastillas dulces de leche de burra, que podrían haber sido anunciadas por la mismísima Mesalina.

Casi todo se vendía al peso. Arroz, lentejas o azúcar, se servían en cartuchos de papel, portados por el propio cliente. Estos cartuchos tenían una larga vida; se colocaban a veces en el fondo de las sillas de nea, para disimular los agujeros de éstas, y después del contacto con las posaderas rurales, se reutilizaban una y cien veces, y nos mandaban con ellos al comercio a por más huevos o garbanzos. Íbamos corriendo a comprar, como íbamos corriendo a todas partes, y el riesgo de ver la mercancía por los suelos, estaba siempre latente. Todo era, ciertamente, altamente reciclable, sin necesidad de inútiles campañas medioambientales, ni contenedores específicos para cada cosa. Era todo mucho más sencillo y amable con el medio: los envoltorios no existían, la materia orgánica iba a las gallinas, cerdos, burros, cabras, perros y gatos..., y los escasos bártulos que se compraban, duraban veinte o treinta años. Era un desarrollo verdaderamente sostenible, sin cumbres planetarias de hipocresía, que tan sólo sirven para dar matarile al planeta.

A la vuelta de la escuela, nos tirábamos largos ratos mirándonos en los escaparates de los comercios, esperando ver algo nuevo, que sólo aparecía muy de tarde en tarde. Aburridos de ver siempre lo mismo, quedábamos allí, hipnotizados, mirando nuestras caras de panolis en el cristal, como atontados, perdidos en la periferia de los pensamientos. Luego nos marchábamos soltando el aliento en el cristal y escribiendo, quizá, “iniciales, que son nombres de enamorados, cifras, que son fechas”, como en los célebres álamos machadianos.

También las madres nos mandaban a por pan a la tahona: “Prenda, veti a la tahona a por un pan”. Aquellas tahonas verdaderas, donde el pan no llevaba aditivos. Eran los grandes panes de hogaza que inevitablemente pellizcábamos al salir de la tahona, y a veces sin salir de ella. Quedábamos asombrados con aquella especie de hormigonera usada para la masa del pan, y muchas veces, ya por costumbre, o por enredar, le pedíamos al panadero que nos pesara en la báscula destinada a los sacos de harina: “Tiu Claudiu... ¿me pesa uhté...?”, y poníamos la misma cara de entusiasmo que ponen los niños ahora al subir a cualquier artilugio lúdico, esperando que nos dieran el resultado del peso, aunque sabíamos que era siempre el mismo.

Se pagaba todavía con monedas de dos reales, con el "agujerino" en medio (que servían también para hacer tope en las cuerdas de las peonzas), o con perras gordas y chicas de aluminio, con aquellos relieves de lanceros a caballo, ya desgastadas, como antiguos denarios romanos de una Roma mermada y bellotera.

Algunos comercios hacían las veces de farmacias, y vendían productos básicos, como pastillas de Okal para el dolor de muelas, Ceregumil para los niños “gajientos”, alcohol y algodón para las mataduras de las rodillas, Tanagel para las cagaleras estivales, o Calcio 20, para los niños flacos y huesudos, con la sombra alargada del raquitismo de los negritos de África, que ya veíamos por las primeras teles en blanco y negro.

La gaseosa seguía siendo el refresco por excelencia; tanto era así, que cada comercio era representante de una marca u otra: unos llevaban La Molina de Béjar, otros la Casera y otros la Revoltosa. Incluso había reparto de gaseosa por las casas, y hasta incluso reparto nocturno, con un carreto de madera, con ruedas de hierro, armando estruendo sobre los rollos de las calles, en las noches del fresco veraniego. Era todo mucho más hermoso, literario y poético que ahora.

Ya existía el binomio frutería - pescadería, que luego perduró en el tiempo. Cuando el pescadero traía sardinas, sonaba un pregón, y esa noche, ni que decir tiene, el pueblo cobraba un manifiesto olor a sardinas, y los gatos se mostraban más nerviosos que Don Quijote en un parque eólico.

Otra manera improvisada de comercio, que nosotros ya apenas conocimos, fue el trueque. Llegaban vendedores ambulantes con las bestias, y portaban alubias de El Cerro, que cambiaban por garbanzos o trigo; Castañas de Mohedas, o del Casar, también cambiadas por trigo. El barbero y el herrero, cobraban las “igualas” a base de trigo, demostrándose así la inútil necesidad del dinero; ese invento del diablo que alguien creó para perder las almas en favor de la usura. Con aquellos trueques, sin intermediarios ni impuestos añadidos, el comercio justo (ahora tan de actualidad), era una realidad cotidiana; de aquella manera, se daba a cada uno lo que era de cada uno, a Dios lo que era de Dios, y al César... nada.

La gente de los pueblos más pequeños se desplazaba andando a los pueblos de mayor tamaño, que servían de epicentro comercial. Todo eran caminantes hablando por los caminos, como en el "Viaje a la Alcarria" de Cela :Eh, vah pal Ahigal... / sí, ámuh pa´ llá a compral unah cosinah...” En estos pueblos más grandes, había incluso zapaterías, ferreterías, droguerías, tiendas de ropa, de telares, de vestidos..., mercería, etcétera. A través de este intercambio, llegaba a conocerse la gente de unos pueblos con otros, en medio de una camaradería ya menos frecuente en nuestros días.

Algunos comercios eran tan sólo de alimentación, y otros se atrevían incluso con sencillas ropas, alejadas de modas o extravagancias; o tal vez vendían calzado, adaptado a las necesidades más inmediatas: preferentemente botas katiuskas para los grandes barrizales, zapatos de charol “pa´ remualsi” el día del patrón, o zapatos Gorila, con la pelotina verde y maciza de regalo, que en no pocas ocasiones acababa encalada en el tejado de algún corral castizo, no sin antes haber hecho la oportuna gotera.

Aún conservo en la retina de mi más tierna infancia, algún viejo comercio de la generación de mis abuelos, con sachos y hoces en el techo (como en El embargo galaniano), sartenes, calderos, trébedes, tripas para la matanza... Todo de lo más sobrio, artesanal y semioscuro, pero con un halo de honradez antigua, imposible de encontrar hoy en la bazofia publicitaria que nos asedia.

De tarde en tarde llegaban los charlatanes, y aparcaban la camioneta en cualquier plazoleta, vendiendo ropa, billeteras, correas y, sobre todo, mantas para sustituir a los antiguos “cubertónih”. Se colocaban allí, en calles y plazas, como los políticos de nuestro tiempo en los mítines, y soltaban una larga perorata, con una verborrea desconocida para los aldeanos, ofreciendo casi todo, a cambio de casi nada. Hablaban de regalos y más regalos... bla, bla, bla. A pesar de nuestra corta edad, ya sospechábamos que eso de tantos regalos no podía ser cierto. Así fuimos aprendiendo, desde niños, que la supuesta gratuidad de las cosas, casi siempre lleva aparejada una mentira.

Aún quedan pequeñas tiendas en los pueblos, ya lejos de las aquí referidas. Las tiendecillas de las grandes urbes fueron desapareciendo poco a poco, siendo la triste y fiel crónica de una muerte anunciada, fagocitadas por los grandes centros comerciales, que son los actuales Gargantúas del consumo insaciable. Todo está al servicio de los adoradores del demonio Mammón, servidores de un dios apócrifo que, con la connivencia de las clases dirigentes, han ido diseñando un mundo a su imagen y semejanza; un mundo descreído y sin alma, que no tiene más dios que el dinero.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com

domingo, 18 de enero de 2015

Tirando tiestos




Entre la niebla mañanera de un día cualquiera de diciembre o enero, desfilaba un pobre gorrino ibérico hacia su altruista inmolación en favor del hambre comunitaria, hambre de un pueblo que no hacía tantos años que acababa de “echar la gajera”. En plena calle se disponía la mesa matancera y la chamusquina. Los niños más sensibles corríamos lejos de la escena del sacrificio, para no oír, ni siquiera en la distancia, la acústica del sacrificio de un cerdo que a buen seguro un día asistimos con “berbajos”, mondajas y alguna carantoña desconfiada. Luego, todo transcurría en detalles que no son objeto de esta crónica, pues aquí me recrearé más bien en los aspectos amables de las jornadas matanceras, que tanta magia desbordaban para los críos, ávidos siempre de novedades y aventuras.

El mismo día de la matanza, íbamos con madres y abuelas a los arroyos de las cercanías a lavar las tripas. Una vez más, las corrientes generosas se llevaban la inmundicia y nos limpiaban de todo lo que nos sobraba, que era bien poco.

Los niños marchábamos con la lengua del cerdo en un plato de porcelana, hacia el veterinario, con sumo cuidado de que no se cayera. La lengua iba tapada con un trapo, como un cadáver mínimo, camino del ayuntamiento. Antiguamente, cuando salía un cerdo con triquinosis, era un drama para la familia afectada, pues suponía la pérdida de gran parte de los recursos alimentarios para el resto del año. Posteriormente se decidió crear una sociedad, donde cada vecino abonaba una cantidad de dinero por quilos, al objeto de recibir una indemnización, llegado el caso.

Por las noches, alrededor de una mesa camilla, y bajo una luz timorata, se jugaba a la lotería con unas fichas de madera ajada y unos cartones descoloridos; o quizá al Cuco, con viejas cartas desgastadas, que tal vez pertenecieron a alguna antigua taberna de la familia. Allí se compartían ratos entrañables, en un entorno hospitalario y netamente humano. Mientras tanto, hasta la mesa llegaba el calor y el resplandor de la lumbre, y un olor a ajo y guisos matanceros impregnaba el ambiente.

Los escasos placeres gastronómicos, venían de la mano de los dulces caseros: tortas de anís, jeringuillas, buñuelos de caña, roscas fritas, perrunillas y demás repostería rural, combinando lo más rudimentario con lo más exquisito de las cosas naturales.

La gente joven de la matanza recorría el pueblo con pequeños y adaptados instrumentos caseros, dando pasacalles al estilo navideño, y en ocasiones coincidiendo con la propia Navidad. Los más pequeños iban detrás, con los ojos como platos y el entusiasmo que llevan los niños a todas partes. Se entonaban bellas canciones del folklore más añejo, que retumbaban por las calles medio oscuras, como salidas de un coro descompasado de antiguas tradiciones y miserias: “Esta noche ha llovido mañana hay barro, pobre del carretero que está en el carro, quítate niña de ese balcón...”

Por las mañanas, temprano, los anfitriones de la matanza agasajaban a los vecinos con un chupito de aguardiente, higos secos y algunas “dulzainas” matanceras, y al terminar la matanza invitaban a “asar un cacho” a la gente allegada. Se compartía lo poco que se tenía, pues, como es sabido, los más pobres han sido siempre los más generosos; así parece repetirse esta máxima desde el principio de los tiempos.

A los niños los mandaban las madres a llevar huesos a las familias de confianza, para dar curso a los diversos compromisos. Algunos niños detestaban los guisos de huesos, y se alegraban viéndolos salir en una u otra dirección, con la esperanza de que nunca más volvieran..,, pero los huesos eran de ida y vuelta, y regresaban con las matanzas de los propios beneficiarios, como un vengativo boomerang extremeño que acababa devolviéndonos siempre las cosas menos deseadas.

Sobre algún árbol de las cercanías, los mayores nos colocaban columpios hechos de soga, con algún aparejo de asiento. Algunos de los niños más pequeños quedaban marginados, y lloraban amargamente reclamando al hermano mayor su derecho al columpio: “¡¡Me quieeeeeru ehcolumbeaaaaal...!!” El columpio era una de las cosas más esperadas en las matanzas por parte de los críos. Allí, en aquella cuerda de magia repentina, volábamos al viento entre pájaros y cielos interminables, y nuestros pies parecían tocar las nubes, como Heidi en las montañas de los Alpes. Mientras tanto, al compás del balanceo, las niñas cantaban: “Este columpio está abierto, nunca lo veo cerrado, pasa la Virgen María, vestida de colorado...”.

Pero tal vez el acontecimiento más esperado por los muchachos de la matanza, era el momento nocturno y alevoso de ir a “tirar los tiestos”. Esta tradición nada tenía que ver con devaneos amorosos, como la conocida expresión de “tirar los tejos”, asociada al galanteo pueblerino, que parece tener su origen en un antiguo juego segoviano, llamado "El tejo", consistente en lanzar un trozo de teja contra un palo de madera clavado en el suelo. Los mozos que jugaban en las plazas de los pueblos segovianos, aprovechaban para lanzar el tejo cerca de la moza deseada, para acercarse a ella con la excusa de recoger el tejo... Ni nada que ver con aquella otra que escuché un buen día, de un pueblo de la España profunda, donde el pretendiente de alguna moza en cuestión, una vez llegada la noche, se acercaba de incógnito a la puerta, y tiraba la boina en casa de la pretendida, esperando, con el corazón en un puño, a ver si la boina salía disparada otra vez por la puerta, o si en cambio era bien recibida, y le era entregada en mano al día siguiente, dando lugar a la oportuna formalización, una vez dilucidado el asunto en el pequeño sanedrín familiar...

“Tirar los tiestos” era otra cosa, era sencillamente lanzar objetos de barro por las puertas de las casas, aprovechando el descuido de sus moradores. Era un acto de travesura, de vandalismo de baja intensidad, integrado en las costumbres de aquellos pueblos norteños. Se arrojaban por las puertas cacharros rotos de lo más variado: cántaros, botijos, tejas, bombillas fundidas, e incluso alguna tinaja de pequeño tamaño..., quizá la tinaja donde estuvo el puchero de beber el agua, el mismo que aguantó con paciencia las babas de un par de generaciones.

El cántaro roto que se tiraba, puede que fuese el cántaro que se le rompió a la lechera en la fábula de Samaniego, pues eran muchos los planes que aquella pobre gente hacía, y muy pocos los que fructificaban.

Nos acercábamos a las puertas con un silencio monacal, y una vez lanzado el tiesto, éste se estrellaba con estrépito sobre el suelo de cemento pulido del patio. Después de la emoción del tiesto lanzado, esperábamos la respuesta inmediata, que casi siempre llegaba en forma de mujerina chillando: ¡Qué ha sonauuuu paíííí!; y una voz tosca y hombruna, que a continuación contestaba: “Qué hóhtiah va a sel... poh algún tiehtu que habrán tirau...” Emprendíamos la carrera de manera desaforada, entre risas y nervios, mientras se oía en la lejanía la voz amenazante de la mujer: ¡¡Uyyy si loh cojuuuu..., uyyyyyyy si loh cooooojuuuuuu!!

A veces salían viejos encolerizados corriendo detrás de los muchachos gamberros, a los cuales no podían coger (y ni siquiera identificar), despotricando y blasfemando hasta la extenuación. La gente solía reaccionar con irritación, a pesar de que el tiesto se tiraba en el marco de un contexto puramente matancero, que contaba con la aquiescencia de los mayores, y estaba relativamente asumido. Me cuentan, incluso, de una mujer que iba a tirar tiestos con los niños más pequeños, y, una vez lanzado el tiesto por ella misma, caminaba con los infantes cogidos de la mano, y al asomarse a la puerta los receptores de la maceta perturbadora, esta mujer gritaba: ¡¡Uyyyyyy, loh tíuh joíuuuu, por ahí van corrienduuuuu ahora mihmuuuu!!

De peor gusto que los tiestos eran los “zahumerios...”: un bote de lata lleno de trapos sucios, plásticos y pringues de toda índole, que, una vez prendidos, soltaban un humo maloliente dentro de las viviendas.

Esta broma de los tiestos se daba también entre gente de la máxima confianza. Contaba mi abuelo que, en cierta ocasión, llevó una tinaja pequeña a un corral que tenía próximo a la casa de un amigo (participante en la misma matanza), con el pretexto de desecharla y confinarla a un rincón mugriento del citado corral; pero este buen hombre, al ver a mi abuelo de esta guisa, sospechó que la tinaja llevaba como destino la entrada de su humilde vivienda, y acto seguido cerró todas las puertas a cal y canto. Mi abuelo lo contaba muerto de risa, pues, evidentemente, le habían adivinado las intenciones.

A mi abuelo lo enseñó a tirar tiestos su abuela, quedando de manifiesto que era una tradición centenaria, heredada y aprendida (pues tenía su arte). Los tiestos, cántaros, tinajas o vasijas, estuvieron siempre presentes en la historia de la sufrida gente rural. Aquellos tiestos representaban, quizá, el barro frágil de la existencia, la metáfora misma de la propia vida, hecha añicos sobre un suelo de granito o pizarra..., representaban, en fin, las semblanzas de unas biografías forjadas en el barro, y como el barro, un día, precipitadas.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS