lunes, 7 de diciembre de 2015

Tras la cortina



Tal vez la curiosidad haya sido una de las debilidades humanas más acusadas a lo largo de la historia, desde las cavernas hasta nuestros días, pero el cotilleo que se daba en aquellos pueblos nuestros tenía unas señas de identidad que lo hacían particularmente cómico y literario.

Hasta la ciencia ha sido siempre, en gran medida, hija de la curiosidad; incluso el propio Albert Einstein llegó a justificar sus dotes científicas diciendo: "No tengo talentos especiales, pero soy profundamente curioso". Y así, con esta inconfesable debilidad, que ni los genios pudieron eludir, fuimos creciendo y deambulando por las calles empedradas, metabolizando aquella cultura del chismorreo, desde nuestra naturaleza infantil, tan dada a imitar toda clase de tachas humanas.

Muchos eran los escenarios y atalayas del curioseo, pero si había un clásico por excelencia, ese era, sin duda, la cortina de la puerta, y aquella forma sutil de desplazarla hacia un lado con los dedos índice y corazón. Aquella cortina remendada permitía a las detectivescas ancianas observar de incógnito cualquier lance del trajín callejero. Las “viejinas” sentían en la cortina un fortín inexpugnable, que les daba una sensación de invisibilidad tan sólo superada por el anonimato cibernético de nuestros días.

Los niños íbamos de un lado para otro, como correveidiles de un reino cizañero, portando mensajes fantasiosos que se iban deformando de boca en boca, con la ilusión de poder ser el primero que añadiese más pólvora al bulo..., el que engordase aún más la bola de nieve que iba creciendo sin miramientos, y que a su paso aplastaba todo lo que encontraba por el camino, en un incontenible avance incisivo y lenguaraz.

Las mujeres más dadas al cotilleo, ponían cara de sorpresa al hablar. Usaban un tono grandilocuente, a la par que iban susurrando sus noticias novedosas a la mujer de enfrente, que no paraba de decir constantemente: “Uyyyy, uyyyyyyyy”. Ambas miraban de reojo hacia los lados, para confirmar la ausencia de “curiosos”, sin advertir que posiblemente cualquiera de las dos fuese la primera en dejar en evidencia a la otra, una calle más abajo, con una tercera confidente, que esperaba al acecho, en un cómico e interminable carrusel de confidencias.

Algunas de las frases con las que las mujeres iniciaban la conversación en las solanas, podían ser: “Pueh te quieru decil...", "Dicin que el otru día...", "Creu habel entendíu...", "Pueh a lo que te voy...”, etc. Luego, acto seguido, la conversación se precipitaba como un tranvía sin frenos, degenerando en un estruendoso charloteo polifónico, hasta que la caída del sol corría el telón del teatro de la solana, poniendo fin, tan sólo por ese día, al “cuenterreteo”.

Además de las “alcahuetillas” de pañuelo negro a la cabeza, desplegaban también sus artes por las calles los “alcahuetillos” de pana y boina, a los que las malas lenguas denominaban “Alcahuétih de pútah póbrih...” Estos últimos ponían un tremendo énfasis al hablar, colocando el dedo en forma de garfio entre ambos interlocutores, a la vez que entornaban ligeramente los ojos y torcían la boca desdentada, justo antes de lanzar su clásico e inevitable: “Creeeeeuuu queee...”

Muchas veces oí de niño la frase: “Tieni una vasija mu chiquina...” para referirse a la gente que, apenas era conocedora de un hecho, le faltaba tiempo para salir a contarlo a diestro y siniestro, casi siempre, claro está, sin tiempo para contrastar la certeza de la noticia.

No podía faltarnos la figura del cuentista vocacional, que aparecía en el sitio más insospechado, tanto en el casco urbano como en recónditos parajes silvestres. Podías encontrarlo en cualquier esquina, de tal forma que, al intentar esquivarlo, como por bilocación (cual Sor María Jesús de Ágreda) aparecía también en la calle opuesta, nuevamente sonriéndote y condenándote indefectiblemente al tostón, con la noticia que recientemente le había llegado (o se acababa de inventar), y que ofrecía a todos, nervioso e impaciente, en su inestimable papel de divulgador social.

La frase que más oímos desde niños, a la hora de contar secretos, era: “Éhtu que quéi aquí entre nusótruh...” (esto que quede aquí entre nosotros); y efectivamente, quedaba entre ambos, exactamente el tiempo necesario para que el receptor se convirtiese en emisor una esquina más arriba, con la sorpresa de que el nuevo oyente... ¡oh, casualidad!, era ya conocedor de tan inquietante revelación, y hasta incluso añadía una serie de matices desconocidos con aportaciones de cosecha propia.

Otro de los riesgos del cuchicheo era ser escuchado, a corta distancia, por algún familiar del individuo damnificado..., familiar que luego iba contando y distorsionando el mensaje inicial, dando lugar a malos entendidos, que acababan en largos años de enemistad entre unos y otros, evitándose luego por las esquinas, o situándose en extremos opuestos de la barra del bar. También se daba el caso donde el propio interlocutor era pariente del hombre o mujer objeto del chisme, sin que el cuentista hubiese reparado en ello... Todo esto obligaba a depurar el cotilleo hasta límites insospechados, donde los reflejos valían su peso en oro, calculando parentescos de un lado u otro con una agilidad mental de tal calibre, que obligaba al cotilla rural a no bajar nunca la guardia, o, como diría Baudelaire, “a ser sublime sin interrupción”, en sus farragosas artes del cacareo.

Ante la posibilidad de que el mensaje lanzado fuese un infundio, o incluso un invento sobre la marcha, el propio emisor se curaba en salud advirtiendo a los oyentes de que no daba garantías de veracidad sobre lo que iba a contar, excusándose previamente ("excusatio non petita...") con frases como: “A mi tampocu me creáih...", "No sé si será verdah, peru dicin paí que...”

Estaba también el mentiroso compulsivo, que no se agachaba a recoger las trolas; algunas de ellas pasaban al acervo popular como parte de una original antología del disparate local, en ocasiones rozando el surrealismo, como, por ejemplo, una supuesta avioneta que paró en el aire, en pleno campo, asomándose el piloto por una ventanilla y preguntándole a un campesino por dónde se iba a Plasencia...; dejándonos, de paso, claras muestras de una desconcertante tecnología antigravitatoria.

El espionaje clandestino también contaba con múltiples seguidores. Se espiaba desde lugares variados y pintorescos: ventanillas de trojes y corrales..., ventanas con o sin visillos..., la susodicha cortina de tela, o de palillos..., y hasta se podía dar el caso de algún que otro espía especialista en letrinas campestres, apostado detrás de una higuera o zarzal, con propósitos inconfesables que hubieran dejado mojigato al mismísimo Marqués de Sade.

Había pueblos pequeños, sitos en las sierras cacereñas, donde la carretera subía y moría en la propia aldea. Allí no pasaba una mosca sin ser requisada, como si de una aduana se tratase, a base de largos interrogatorios que dejaban a la víctima sin energía, y desprovista de intimidad.

Hablaban las mujeres en las calles, resueltas y dicharacheras, lavando en el charco de agua..., en los poyos de granito..., a la salida de la novena...; hablaban los hombres tomando el chato en la taberna..., en los trascorrales..., al calor de la fragua...; hablaban los niños a la salida de la escuela..., en los juegos callejeros..., en las afueras del pueblo, entre hierbas y olores... El lenguaje era un río ingobernable, una corriente de agua brava que arrastraba a su paso todo lo que encontraba, sin conmiseración con nada ni con nadie, llevándose por delante incluso a los sabios y antiguos refranes que invitan a la prudencia.

Poco hemos cambiado en este mundo tecnológico que ha fiado nuestra espiritualidad a una suerte de cachivaches perecederos, y sigue dando pábulo a vulgares chismes de un famoseo de baja estopa, contribuyendo a moldear una sociedad iletrada y bajuna... aunque eso sí, con los “afeites de la actual cosmética”, que diría Machado.

Ya en las cuevas del período magdaleniense peninsular, si pudiéramos rebobinar, encontraríamos, por ejemplo, a alguna moza rupestre, sapiens sapiens, cuchicheándole a la amiga sobre lo mal que le sentaba el abrigo de mamut a la vecina de cueva... la misma que no iba nunca a la peluquería, y parecía, en vez de cromañona, una vulgar neandertal despelujada; confirmándonos que sí, que esta epidemia del cotilleo es consustancial al ser humano, como tantas otras flaquezas, que a falta de poder dominarlas, nos debería quedar al menos la nobleza de reconocerlas.

Dos comadres, de pañuelo negro a la cabeza, charlaban al oscurecer, repasando la crónica rosa de un tiempo gris, navegando entre dimes y diretes, mientras en el cielo de la agreste Extremadura, iba apareciendo una media luna anciana, con barbilla puntiaguda y cara de alcahueta, apartando suavemente con los dedos la cortina estrellada del firmamento aldeano.

Así, desde pequeños, fuimos teniendo noticias de las miserias humanas que hicieron parada y fonda en nuestras vidas, aquellas que estuvieron desde el principio de los tiempos, y estarán hasta el final de los mismos.

Sólo me resta deciros, que a mí tampoco me creáis nada de lo que aquí os he contado, pues tan sólo fueron cosas que dicen..., creo..., cuentan..., parece ser..., que fueron ciertas, y yo tan sólo fui testigo, como vosotros, de aquello que vi y escuché en los turbios e imprecisos mentideros del pasado.


JORGE SÁNCHES MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com