domingo, 28 de febrero de 2016

La penícula



Se abre el telón y aparecemos nosotros, con caras de panolis, extasiados, petrificados... mirando una pantalla en blanco y negro; tal vez en uno de aquellos Teleclubs de principios de los 70. Ya en aquel tiempo el advenimiento de las pantallas empezó a gestar, con bastante éxito, un proceso hipnótico sobre la población, que luego culminaría con pantallas de todos los tamaños, adaptadas a las distintas necesidades de idiotización. En los pueblos todo llegaba más tarde, pero llegaba. A través de aquellas primeras películas se nos fue descubriendo un mundo nuevo, desconocido, de una cursilería alambicada, que no cuadraba mucho con el mundo de zurriagazo y tentetieso al que veníamos acostumbrados por aquellos lares.

La modernidad, que no paraba de martillear y abrirse paso, cada dos por tres nos sorprendía con palabras nuevas que para nosotros eran neologismos del mismísimo demonio, difíciles de pronunciar, y que algunos niños adaptaban como Dios les daba a entender a la jerga muchachil usada en las calles salvajes y arbitrarias... Así pues, un buen día, algún muchachuelo cualquiera, incapacitado para pronunciar la palabra "película", a todo lo más que llegó es a pronunciar la palabra "penícula", y el resto de la tropa, cómo no, se lanzó a difundirlo, entre risas y choteo (véase "Las calles de la burla"). Esta palabra se introdujo en el acervo lingüístico local, como pieza de museo. A partir de ahí, las “penículas" y sus derivados, pasaron a formar parte de nuestras vidas.

Las películas de pistoleros jugaron un papel hegemónico entre los toscos varones extremeños, que empezaban a degustar las mieles del Séptimo Arte, con especial atracción hacia el Spaghetti Western, que tenía un aura de chulería imposible de ignorar, con un tal Sartana, que era un elegante pistolero de gabardina y corbata, con cigarro adosado a la boca..., o el mítico Clint Eastwood, con aquella especie de poncho de los Andes, poniéndole precio a la muerte...; todo ello aderezado con las músicas de un tal Morricone, y ese silboteo del oeste que se puso de moda, que escuchábamos luego en la soledad de los campos extremeños, o en la calma chicha de la siesta, cuando alguno de los hermanos Jones rurales pasaba por las calles a lomos de un pollino. Todo eran escopetas y pistolas, reales o imaginarias. Siempre estábamos por allí, apostados en algún lugar, apuntando con un palo a todo lo que se movía, o jugando con aquellos indios y vaqueros de plástico, que colocábamos delicadamente entre las canchos, o escondidos en ventanillas de corrales... Estos pequeños personajes cobraban vida delante de nosotros, y disparaban desde las piedras salientes de las paredes, o desde un montón de tarmas, a modo de montaña. Aún duermen por ahí en cajas de galletas María, en las trojes, y hace poco, al descubrirlos, después de décadas ocultos, me miraron, como si me conociesen de algo, desde su oscura y artrósica soledad de plástico a punto de quebrarse. Allí quedaron, con ellos, ya en la lejanía, aquellas continuas onomatopeyas de disparos, pañu pañu... piñu piñu..., que no eran sino un inconsciente mecanismo de defensa frente a los miedos infantiles que nos acechaban por todas partes.

El oeste peliculero marcó no sólo a niños, sino también a varones de una cierta edad. Algunos hombres y mozuelos leían desaforadamente novelas de pistoleros en la plácida y silente hora de la siesta. Un tal Silver Cane y otro tal Keith Luger, eran los autores más demandados por los lectores aldeanos; autores que sospechábamos americanos, y que resultaron ser españoles con el nombre en inglés...; para más señas, Francisco González Ledesma y Miguel Oliveros, respectivamente. El que sí era español, y con nombre propio, era Marcial Lafuente Estefanía, pero en aquellos pueblos era menos apreciado; tal vez por no usar un seudónimo en inglés, quedó relegado al ostracismo en aquellas horas veraniegas de sol y moscas... Entre las películas y las citadas novelas, los varones locales adoptaron un estilo chulesco y “westeriano”, asimilado del ambiente pistoleril, con el cigarro colgando de la comisura de los labios, la forma de entornar los ojos jugando a las cartas, y un tono, en general, displicente y matonil, que reinaba por calles y tabernas, y que tuvimos que sufrir desde la más tierna infancia, siempre en tensión, sin osar bajar nunca la guardia. El oeste nuestro, más que un oeste de película, estaba más próximo al “Cristo Versus Arizona”, de Camilo José Cela.

En verano nos llegaba el cine ambulante, donde las películas se proyectaban al aire libre, en grandes telas almidonadas, o en paredes blancas, sin más... Luego, las cobradoras (generalmente eran mujeres), pasaban la gorra al personal, excepto a los chavales, que se quedaban rezagados haciéndose el tonto en la lejanía. La megafonía era muy pobre, tan pobre que en ocasiones escuchábamos con más fuerza el ruido de los grillos (que indiferentes cantaban en los yerbajos próximos), que los propios diálogos de la película, que por otra parte tampoco nos importaban mucho, siempre que hubiese tiroteos de por medio y galopes de caballos por aquí o por allá.

Las mujeres buscaban emociones y lágrimas, y se inclinaban más por las antiguas películas sensibleras. Las llantinas estaban garantizadas con “Marcelino pan y vino” o “Genoveva de Brabante”, entre otras cintas, y con grandes actrices lacrimógenas, con Aurora Bautista a la cabeza..., o tal vez se embelesaban con el cine romántico de “Sissi Emperatriz...” Los hombres gustaban más del cine de cante y gorgoritos, tan demandado en aquellas tierras flamenqueras, con Juanito Valderrama, Antonio Molina y el incombustible Manolo Escobar, sin olvidar a los niños prodigio, Marisol y Joselito, con tómbolas y campaneras, que luego fueron la banda sonora de la vida rural, canturreadas hasta la saciedad por los caminos campestres, entre aguaderas, haces de trigo y cántaros de agua.

A falta de salas específicas para las proyecciones, el cine se abrió paso en salones de baile, con la bandera nacional pintada en lo alto, a modo de coso taurino, y unas banquetas de madera, generalmente cojas, para sentarse. La emoción estaba servida al comenzar el NODO, que a los niños se nos hacía interminable, con aquellas madrinas bautizando barcos y estrellando botellas contra el casco, mientras esperábamos impacientes la aparición fulgurante de nuestros ídolos macarrillas, pegando puñetazos y tiros por doquier. Así nos fueron sorprendiendo las primeras películas horteras de kárate y kun fu, con chinos saltando de tejado en tejado, emitiendo alaridos felinos y dándose una “tollina” detrás de otra. Los niños, al salir del cine, sufríamos una manifiesta incontinencia peliculera, que nos llevaba a imitar compulsivamente todo lo visto, a veces sin ser conscientes de nuestras limitaciones, con riesgo para la integridad física propia y ajena.

Delante de nuestros ojos pasaron caballos al galope..., pistoleros “farraguas” en posición de duelo..., apaches de rostro broncíneo..., romanos inmisericordes y espadachines de la más variada gama...; y cómo no, Tarzán, nuestro ídolo de aventuras. Con permiso de Tarzán nos pasamos la infancia “repicolgados” de todas partes, inventando selvas y lianas donde no había más que olivos, vigas carcomidas de corrales o cuerdas para tocar campanas.

Recordamos también aquellas películas un tanto surrealistas, del estilo de “El zorro contra Maciste”, o aquellas otras de temática bíblica, con Sansón derribando las columnas del templo, o la legendaria Ben-Hur, donde alguien siempre comentaba que fulanito, del pueblo de al lado, estuvo allí de extra, aguantando firme el sol impiadoso entre las huestes romanas; seguramente un sol bastante llevadero, puesto en balanza con el sol extremeño de la era.

Cuando no podíamos tener acceso al cine, por cuestión de rombos o por falta de presupuesto, los niños intentábamos asomarnos por las “talleras” que dejaban las ventanas de madera entreabiertas, pero, una vez más, los muchachones mayores nos desplazaban, privándonos de la furtiva ración de rendija cinematográfica, mientras apenas nos daba tiempo a ver, quizá, cómo algún pobre centinela era abatido desde lo alto de un fuerte. Luego, al salir los adultos del cine, preguntábamos emocionados: “¿Quiénih han ganáu, loh buénuh o loh máluh...?”, y reaccionábamos perplejos y sonrientes al comprobar que, ¡oh sorpresa!, habían ganado los buenos, lo cual era un bálsamo para nuestras vidas, en las que casi siempre (y en eso nada ha cambiado) ganaban los malos.

Al llegar el cine al pueblo, había un revuelo importante entre la población menuda, y siempre aparecía algún niño preguntando emocionado por el título de la película que iba a proyectarse, y en ese momento, un mozo socarrón, de sonrisa etílica y canalla, solía contestar: “La perseguida hasta el catre”, con las inevitables carcajadas cromañonescas del resto del mocerío, apurando la copa de Sol y Sombra, “sostribados” en la barra del bar, absorbiendo con el codo las manchas de vino peleón sobre el mármol raído.

El Teleclub era un lugar de encuentro, con tele, juegos de mesa y relación social, tal vez como única alternativa a los bares en las noches invernales, donde las calles quedaban desiertas. La sala del Teleclub, en cambio, se mostraba repleta contemplando a Don Juan Tenorio, en la fecha de Todos los Santos..., o las obras de Estudio 1: “Vamos a contar mentiras”, de Alfonso Paso..., “Maribel y la extraña familia”, de Mihura..., “Eloísa está debajo de un almendro”, de Jardiel Poncela..., o aquellos “Doce hombres sin piedad”, con Fernando Delgado, Jesús Puente, José Bódalo y otros actores de enjundia ahora más difíciles de encontrar.

Un paisano de aquellas tierras, apodado Cachibola, se hizo célebre llevando el cine por los pueblos norteños; cine que se proyectaba en las salas habilitadas al efecto. Portaba un viejo cinematógrafo de segunda mano, y a los niños más pequeños, si iban acompañados por adultos, a veces los dejaba entrar de “baldi”. Cachibola proyectaba “Un indiano en Moratilla”, y otros filmes de la época. Las cintas eran viejas y un tanto usadas, y las películas se cortaban cada dos por tres, casi siempre, cómo no, en el momento más inoportuno.

A partir de los 60, en los pueblos más grandes, empezaron a aparecer los primeros cines propiamente dichos, con el ambiente típico de los cines de ciudad, provistos de butacas aterciopeladas y cáscaras de pipas Churruca cayéndote por todas partes. Allí acudían los cinéfilos de los pueblos colindantes a pasar las soporíferas tardes dominicales de quiniela y cerveza El Gavilán.

Mi abuelo tuvo taberna y salón de baile. Desde niño escuché que en el citado salón, muy de tarde en tarde, proyectaban cine mudo, allá por los años cuarenta, sobre una pared encalada entre dos viejos ventanales. A mi madre, pequeña niña de posguerra, le quitaba el sueño una tal Doña Concordia, que debía de estar a caballo entre la bruja Agripina y la Rottenmeier de Heidi.

La fiebre pantallera hizo que algunos niños ingeniosos reinventaran el cine en cajas de zapatos, con un elemental mecanismo, consistente en dos palos taladrando los extremos, y una tira larga de papel encolado, con imágenes de tebeos: El Jabato, Capitán Trueno, Rompetechos... La luz del cinematógrafo era una linterna de petaca colocada por detrás de la tira de papel. El cine se proyectaba normalmente en alguno de aquellos corrales adosados a las casas labriegas. A la puerta estaba un pequeño taquillero, cobrando una perra chica a los espectadores infantiles, que pasaban con cara de asombro, sin saber muy bien el magno espectáculo que iban a contemplar. Una voz de pito, en extremeño, iba relatando las aventuras y desventuras de los protagonistas, con alguna que otra aportación de cosecha propia.

Primas hermanas del cine eran las actuaciones variadas que venían de tarde en tarde. La palabra “títarih” aglutinaba a un amplio espectro de este tipo de funciones. Comediantes, circos y magos se daban cita por allí de manera ocasional. Desde los años de posguerras, los comediantes fueron habituales por los pueblos, como en “El Viaje a ninguna parte”, de Fernán Gómez. Se alojaban en alguna de aquellas improvisadas posadas rurales, sin agua corriente, con derecho a cama y palanganero. La gente llevaba sillas para cualquier acontecimiento, callejero o cubierto. Según pude saber, antiguamente había gente que llevaba las sillas por la tarde, antes de la actuación, y las dejaban juntas, atadas con una cuerda. Me cuentan también de unos comediantes de posguerra, que estuvieron un mes entero en el pueblo, con repertorio distinto para cada noche... algo verdaderamente meritorio. Estos comediantes inspiraron luego a los autóctonos en una fiebre posterior por el teatro y las comedias locales... El término “títarih” (en plural), tenía también una acepción rural menos amable, referida a discrepancias y trifulcas variadas: “Han teníu títarih ehta tardi.”

Luego, ya por los 70, las teles se fueron adueñando de los hogares, poco a poco, en una suerte de invasión alienígena controlada, y las "penículas" entraron dentro de las casas, a usurpar las tertulias familiares; y de esta forma, la tele, como un vampiro sutil, consiguió monopolizar el ambiente de los hogares, en un perfecto plan de atontolinamiento trazado a largo plazo, con esa paciencia sibilina que siempre tienen los malos para urdir sus trampas. Desde entonces las pantallas pasaron a ser herramienta imprescindible para el ingenioso tocomocho de las libertades tuteladas.

Al acabar la película, después de haber visto rugir al león de la "Metru Goldin Mayi", salíamos a la calle, y mirábamos a la puerta de cualquier corral; allí encontrábamos a un burro asomando la cabeza (y tal vez rebuznando). Entonces comprendíamos cuál era nuestro sitio real, tan digno o más que cualquier otro... Nuestro sitio estaba allí, entre higos pisados por los suelos y puertas cenicientas de corrales, mientras en el cielo, un trueno repentino y algunos nubarrones de tormentas veraniegas, nos hacían volver a la realidad, y de esta forma, como sin darnos cuenta, se nos pasaba la tontería peliculera, que nos había enajenado por un rato... por un rato, no más.

Siempre tuvimos la sospecha de que los hermanos Lumière no nacieron en Extremadura, y de que todo por allí nos llegaba con retraso, salvo la fiesta de la naturaleza, que llegaba puntual, dejándonos primicias de olores y colores majestuosos, y escenarios imposibles de igualar con todos los gigabytes del mundo mundial, pantallas tridimensionales o realidades virtuales del mismísimo diablo, que para nada sirven cuando llegue la película final, esa que pasará veloz delante de nosotros, cuando un día, según los viejos más castizos, “doblemos la servilleta”.

Con estas cosas y otras muchas por aquí contadas, nos fuimos distrayendo y navegando por la España invertebrada de Ortega, entrelazando fotogramas de alegrías y tristezas, que fueron configurando las luces y las sombras de aquel tiempo que muchos conocisteis. El final de la “penícula”, todavía no está escrito.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com