sábado, 9 de abril de 2016

El pueblo de al lado


Desde lo alto de un monte, podíamos contemplar pequeños pueblos, casi medievales, con sus tejados, sus chimeneas humeantes y sus verdores periféricos, como sacados de los cuentos que nos contaron a la lumbre. Eran pueblos próximos, pueblos de al lado los unos de los otros, pueblos que compartieron los mismos claroscuros y las mismas inquietudes..., que compartieron, también, los mismos azotes de la historia, las mismas hambrunas y la misma cosmovisión provinciana del mundo. Pueblos, en fin, que vivieron condenados a una estrecha relación de amor y odio.

El pueblo de al lado tenía, básicamente, las mismas calles que el nuestro, los mismos soportales, las mismas caras curtidas a las puertas de las casas; los mismos niños con las mismas piernas flacas, llenas de cascarrias y mataduras; los mismos tábanos acosándonos en verano, y seguramente los mismos corrales con el mismo número de pulgas. En el pueblo de al lado veíamos nuestros defectos, que nos resultaba más cómodo verlos en el pueblo de al lado, que reconocerlos en nosotros mismos, como suele ocurrir en todo orden de cosas, cuando entra en juego la torpe condición humana. Lo que realmente veíamos en el pueblo de al lado, sí, era lo que menos nos gustaba de nosotros, pues, en el fondo, éramos clones de lo más básico, réplicas de aquello que nace de la escasez y deviene en temores y prejuicios. Así pues, “cagajón” arriba o garrapata abajo, compartíamos también las mismas cuitas y las mismas alegrías.

El primer contacto de un niño de aquellas aldeas con el mundo exterior, podía ser, tal vez, la entrada con el abuelo, a lomos de un burro, en alguno de aquellos pueblos cercanos. En la entrada siempre había algún anciano sentado al sol, viendo la vida pasar, o alguna persona deficiente, que nos miraba fijamente con sonrisa ingenua, y nuestra reacción era siempre temerosa, con esos miedos irracionales e infantiles hacia todo lo desconocido.

A la entrada de los pueblos era frecuente encontrar una cruz de piedra, humilladero de antiguos caminantes, y alguna pequeña ermita con nombres de santos o santas habituales luego en los nombres de los vecinos. A los pueblos de al lado se podía llegar igualmente por caminos silvestres, que daban entrada al casco urbano a través de andurriales y accesos secundarios, llenos de burros, cabras, gallinas y demás fauna local..., haciéndonos comprender, aún más si cabe, la similitud con todo lo propio, que era también de naturaleza menesterosa.

En el pueblo de al lado había un acento ligeramente distinto al nuestro, que incluso nos hacía cierta gracia y enriquecía aún más ese gran acervo lingüístico propio de aquellas comarcas. Lo del Castúo (que nadie se me enfade), no existió nunca como lengua o dialecto extremeño; fue un invento nacido al calor de la fiebre identitaria de los ochenta, con bellotas en pegatinas de coches (o en llaveros de bar de carretera), y otras muestras del extremeñismo exacerbado que nos fascinó repentinamente. Lo que por allí se hablaba (y en menor medida se sigue hablando) era “el extremeño”, sin más; ese dialecto nuestro, o tal vez lengua (en opinión de algunos expertos) con diferencias en las “hablas” según la ubicación geográfica, “hablas” condimentadas con localismos propios de cada aldea; todo ello sobre la base imponente del castellano antiguo. Cuando de adolescente cayeron en mis manos versos de Góngora, Quevedo, Arcipreste de Hita..., o libros como La Celestina o El Lazarillo de Tormes, pude descubrir el origen de aquella manera nuestra de hablar, y comprender, gratamente, que no estábamos tan alejados de la cultura, como lo estamos ahora. Nadábamos en la abundancia de un léxico generoso, ya fagocitado por un lenguaje pobre y superficial, abigarrado de anglicismos, neologismos y complejos de toda índole, mientras nos suministran por los medios la alfalfa necesaria para implantar la cultura de la incultura, que acaba siempre elevada en los altares de la mediocridad.

Las rivalidades juveniles entre pueblos vecinos, solían reducirse a lo más primario: estaba mal visto zurrarse la badana entre los mozos del propio pueblo, pero había una cierta aquiescencia entre el personal masculino, si el enfrentamiento era con forasteros (siempre los malvados forasteros). Eran disputas todavía propias de tribus prerromanas, cuando la desconfianza a invasiones por aquí o por allá estaba a flor de piel.

Las muchachas de los años 40 y 50 de los pueblos cercanos, en cambio, me cuentan que algunas eran amigas entre sí, y se juntaban en las zonas limítrofes para charlar entre ellas de sus cosas de entonces, sentadas sobre piedras de granito, en tardes primaverales de domingo, viacrucis, flores y mariposas blancas revoloteando alrededor.

Nuestros antepasados se trataron con vecinos de los pueblos cercanos mucho más que nosotros, que tuvimos una relación menor y un tanto hostil. Los tratos en las ferias de ganado, o el intercambio de productos de la tierra, mutuamente demandados, abrían las puertas al contacto social, con una relación bastante jovial, convirtiéndose en una especie de fenicios con alforjas y banastas de castaño.

Todo un clásico eran (y aún siguen siendo) las pintadas en las señales de carretera, contenedoras de topónimos cercanos, siempre con letras tachadas aquí o allá, buscando el chiste facilón y grotesco hacia el pueblo vecino. De la misma naturaleza conflictiva eran las líneas divisorias entre municipios, que podían ser ríos, arroyos, paredes de granito, una piedra de gran tamaño o una cruz de madera colocada junto a un camino. Eran lugar de encuentro para las pueriles disputas fronterizas. Allí, los chavales, artificialmente envalentonados, nos llamábamos de "nombri" (nos insultábamos), “jaciéndunuh muécah” (burlas). Frente a frente, las hordas muchachiles llamadas a la contienda peliculera, se citaban en las fronteras, y al final todo quedaba en improperios de trinchera a trinchera, y unas cuantas piedras lanzadas hacia algún sitio indefinido del espacio. Una vez curados de la mostrenca e impulsiva pubertad, nuestra relación con los habitantes cercanos iba mejorando con el tiempo, en la medida en que íbamos comprendiendo que, al igual que aconsejara Don Quijote a Sancho: “Sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún discreto edificio”.

Un buen día, incluso, descubrías que algunos de los chavales del pueblo de al lado te caían bien, y que, a nada que hubiera una mínima predisposición por ambas partes, era tan fácil hacer buena gavilla con ellos como con cualquiera de tus paisanos. Allí empezabas a entender lo absurdo de las barreras que nos imponemos, o nos imponen, y que con frecuencia nos arrastran hacia el fango viscoso del espíritu gregario.

Cuando ocurría cualquier "azurzu" (trastada, gamberrada) perpetrado por infantes o jovenzuelos, y aparecía, verbigracia, una puerta rayada, pintada, meada..., o un canalón roto, sin encontrar al culpable, siempre había algún vecino que, con gesto trascendente y cara de alcahuete, se aventuraba a especular con supuestos visitantes furtivos de tal o cual pueblo, que fulanito vio pasar con malévolas intenciones; pero al final, los culpables, como ocurre casi siempre, estaban mucho más cerca de lo esperado.

Ni que decir tiene que los varones jóvenes de cada pueblo no tenían el más mínimo interés en presumir de educación o sapiencia; por el contrario, estaba mucho más cotizado ser grandes bebedores y valerosos contendientes frente a las tropas forasteras... Tener a los mozos que más trasegaran, y a los más guerreros, era todo un orgullo para el mocerío local. En las noches parranderas retumbaban en las tabernas gritos y proclamas cavernarias de autoafirmación: “¡¡No hay naidi que beba máh que musotruh, ni naidi con máh güevuh que loh del nuehtru pueblu...!!” En cada pueblo había algún mozo especialmente grande y forzudo, como sacado del Capoulicán de Rubén Darío, capaz de arrastrar troncos o cargar costales de trigo como el que coge pañuelos de seda, desatando la admiración del resto del batallón, y siendo siempre uno de los baluartes exhibidos en las trifulcas vecinas. Luego la rivalidad acabó canalizándose a través de partidos de fútbol entre aldeas, donde la fuerza fue declinando en favor de la maña, aunque los gritos y expresiones “barquinas” seguían resonando en el eco aldeano de la tarde extremeña.

Los tamborileros y músicos de aquellos lares, conocieron a gente de muchos pueblos diferentes. Supieron relacionarse con gran tacto y diplomacia, a pesar de ser conocedores de las luces y sombras de cada lugar... Nos contaban luego infinidad de historias y anécdotas, y nos hacían descripciones muy certeras de los habitantes de cada sitio, con sus hábitos más pintorescos y sus pecados inconfesables.

Eran también habituales las canciones ofensivas con rudimentarias adaptaciones de músicas populares y absurdas rimas simplonas sobre los pueblos cercanos. También surgían por doquier los chascarrillos, a veces un tanto escatológicos, donde tu pueblo salía siempre bien parado en detrimento de los otros, que acababan en estercoleros y sitios parecidos. De la misma forma, los gentilicios eran cambiados por otros términos malsonantes, y circulaban también los tópicos peyorativos sobre la gente de aquí o de allá, aunque mucho había de mito en todo aquello: “Loh del pueblu de... son mu bebeorih...; loh de... son algu jaraganih...; loh de... han siu to la vía mu jorruñuh... bla bla bla. También había, aunque en menor medida, tópicos de admiración: “En... hubu siempri mu güenuh segaórih...; loh de... han siu siempri mu jerrízuh y trabajaorih...; loh de... liaban mu bien el páhtu...”

Las fiestas del pueblo de al lado eran como propias. Al calor de la cerveza, o del cubata ochentero, podían pasar dos cosas: que se ablandaran los ánimos y todo acabara en concordia, con palmadas y abrazos borrachiles, o que el encuentro acabase como el rosario de la aurora, y nunca mejor dicho, pues era habitual que el lucero del alba empezara a dar señales luminosas en aquellas horas terminales y surrealistas, al olor inconfundible de los churros verbeneros.

Muchas fueron las parejas mixtas formadas entre pueblos vecinos, a cuyos mozos foráneos los quintos cobraban el consiguiente peaje por llevarse a las mozas locales. Los abuelos se quejaban a los nietos por dejarse escapar a las jóvenes lugareñas en favor de forasteros, y así, entre cara de asco y rabia contenida, arremetían contra los dóciles efebos rurales: “¡No tenéih albeliá pa ná... soh dejáih quital lah mózah comu unuh mansioluh..., no valéih pa na..., paaa naaaaaaa!”

No sabíamos muy bien si era una percepción subjetiva, o era real, pero a veces los rasgos de la gente de un mismo pueblo, resultaban asombrosamente parecidos. Quizá no era una sospecha tan descabellada, teniendo en cuenta la escasa población de algunas aldeas, con pocas familias en sus orígenes, y una cierta endogamia durante siglos, corroborada por apellidos predominantes en cada localidad. De esta manera, en algunos pueblos era más común encontrar... no sé..., gente de tez muy morena, con caras achatadas..., o tal vez de cuencas profundas y ceño cejijunto..., o quizá gente de ojos claros y cara sonrosada, quemada por el sol, como de un ancestral origen indoeuropeo, o quizá celta, no apto para estas tierras abrasadoras..., y así otros muchos rasgos de antiguas mezcolanzas celtíberas, árabes, godas..., y de todo el enorme crisol de culturas que se arrastraron tiempo atrás por estas tierras de pizarra y olvido. En cualquier caso, parecía tener una parte de verdad esta sospecha. Cuando llegaba algún forastero de otro pueblo, no era extraño que algún viejo, al verlo pasar, comentara: "Pol la pintaaaa, debi sel... comu del Casal... o de pa esi lau..."

La merma en la población infantil de algunos pueblos, allá por los setenta y ochenta, acabó dando lugar al traslado de escolares hacia el pueblo de al lado, de mayor tamaño. Íbamos en aquellas grandes bicicletas con guardabarros, faro y bobina, con la cartera en el portamaletas, fijada con ganchos y gomas elásticas, y metida en una bolsa de plástico los días de lluvia. Avanzábamos alegres por carreteras bucólicas, escasamente transitadas, entre eucaliptos centenarios que a nuestros ojos infantiles se antojaban como secuoyas gigantescas de un pasado que ya casi se nos pierde en la memoria.

En el pueblo de al lado la gente se sentaba también al fresco veraniego, y murmuraba al paso de los desconocidos que no estaban registrados en las bases de datos. Cuando entrábamos en conversación con la gente mayor de esos lugares, inmediatamente nos preguntaban: “¿De pa ondi sóih...?”, y al revelarles la procedencia, acto seguido nos mencionaban a fulanito, de nuestro pueblo, con el que hicieron amistad después de gastarse tres años de mili juntos en el Sahara (dices tú de mili...), o con otro que tuvieron mucho trato cuando "dámbuh a doh" (ambos dos) fueron chalanes..., o te hablaban de una taberna ya desaparecida, en tu propio pueblo, donde ellos se mocearon en los carnavales, o en los cristos de septiembre, en otros tiempos grises de boinas de paño, blusas de dril y cabezones vinos taberneros.

Allá por los ochenta empezaron a hacerse habituales los paseos veraniegos nocturnos, con gente de ambos pueblos encontrándose a la ida y a la vuelta, ya cuando los asfaltos y las luminarias transformaron los caminos, perdiéndose, en gran parte, el encanto de aquellas oscuras carreteras arboladas en las noches estrelladas de grillos y misterios.

Así hemos ido siempre de tópico en tópico, de prejuicio en prejuicio, a lomos de rivalidades inducidas hacia el pueblo de al lado, el país de al lado, la provincia de al lado, el barrio de al lado..., y hasta el planeta de al lado si hubiera vida en él; con aversión a todo lo de al lado, que no es, sino en el fondo, la aversión al lado oscuro de nosotros mismos.

Al pueblo de al lado, y al nuestro, nos azotaban los mismos vientos y tormentas, nos agostaban los mismos soles, nos acunaban las mismas lunas y nos llegaban puntuales las mismas cigüeñas por San Blas. Al pueblo de al lado, y al nuestro, nos quedaban a la misma distancia kilométrica los sueños imposibles, y nos sacaban las mismas sonrisas las ilusiones puestas en un futuro que nunca sabíamos si estaba por llegar.

Decía Pío Baroja que los nacionalismos se quitan viajando, y lo nuestro no era otra cosa sino una suerte de micronacionalismos rígidos y anquilosantes, que no hacía falta ni siquiera viajar para quitarlos, sino tan sólo andar unos pocos pasos por algún camino, y en cuatro “abarcones” mal dados entrar en el alma de aquellas gentes cercanas, para sentirnos uno con ellos, en nuestra pobre y azarosa vida pueblerina..., en nuestra insoportable levedad del ser (que nos recordase un tal Kundera), y así, de esta manera, abrir las “engarillas” extremeñas que dan acceso al prado verde y fértil de la imprescindible relación humana.

Ahora, los de los pueblos de al lado sois lectores también de estos relatos; estos relatos de al lado, que son vuestros, como vuestro y nuestro fue el mundo en el que ahora nos reencontramos y nos reconocemos, donde hallamos las mismas pulgas y las mismas esperanzas, que andaban por ahí agazapadas y escondidas en las ventanillas oscuras de algún viejo corral. Bienvenidos seáis a esta casa común de la nostalgia.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com