lunes, 9 de mayo de 2016

Cartas de ayer


Una niña con trenzas y andares pizpiretos, dando saltos cadenciosos, se acercaba a la puerta del correo, que era una casa como otra cualquiera, y apartando la cortina de palillos, echaba por la ranura de la vieja puerta la carta para su amiga de Madrid. Al cabo de un mes, una buena mañana, aparecía en el suelo de su casa un sobre con matasellos madrileño, al lado de una escoba de baleo. Los ojillos de la niña se encendían de alegría, y abriendo el sobre, delante de su rostro iluminado, se mostraba un texto circundado por dibujos de flores y promesas de verse ya pronto, tal vez en el verano, que no andaba muy lejos, ya con las flores de mayo llenando de perfumes y versos las tardes aldeanas.

Eran escenas de un tiempo epistolar, cargado de romanticismo, donde las cartas iban y venían, portadoras de pensamientos viajeros, como parte de unas vidas prestadas, con el remite marcado a fuego en el alma. Las cartas nos conectaban con el mundo exterior, como un dilatado cordón umbilical de papel y esperanza.

El cartero marchaba por las calles, con su bolso de piel marrón, como la Penélope de la canción. No necesitaba mirar la dirección de sobres ni edificios, tan sólo con el nombre del destinatario le bastaba para dar en la diana. Iba a tiro hecho a cada casa, sita en cualquier recoveco o rincón escondido, o en la trasera de extrañas edificaciones, de las que había por cualquier sitio desafiando toda lógica arquitectónica.

En las casas no había buzones, las puertas estaban llenas de “talleras” (rendijas), y las cartas y el frío entraban a placer cogidos de la mano. Las cartas aparecían en el suelo, junto a la puerta, como si tuvieran vida propia, y una ductilidad que les permitiese acomodarse a las rendijas mínimas, que en muchos casos eran máximas. A veces se mostraban humedecidas en el suelo, sobre una cantería calada por el agua que se filtraba con el hostigo invernal. El cartero no sólo conocía las direcciones, sino que también sabía la puerta exacta por la que echar cada sobre, y la grieta más indicada en cada una de ellas. Lo hacía con tal discreción, que nunca advertíamos su presencia; parecía como si las cartas se materializaran de la nada en cualquier momento: ahora mirabas y no estaban, y volvías a mirar y ya estaban allí, como en una suerte de magia necesaria para nuestras vidas.

Los niños escribíamos al dictado las cartas a los viejos ágrafos..., quizá a alguna vecina que el destino no tuvo a bien alfabetizar, trabajando de niñera desde niña, qué paradoja. Pero el destino no pudo privarlos de la sabiduría en tantas materias de la vida misma, ni evitó que nos dieran mil lecciones como curtidos profesores del magisterio vital. Más de una vez me tocó hacer de escribano por aquí o por allá, y recuerdo sentirme como un personajillo útil, resolviendo problemas a personas que para mi eran todo un referente: “Ehhh, bonitu, ven pa cá, a vel si me puédih ehcribil únah létrah pa´ una carta...”

En las cartas predominaba el lenguaje formal, aprendido de muchos años atrás. Expresiones como: "Supimos por la presente..., a la espera de una pronta respuesta..., sin otro particular...”, etc., abundaban en los textos. Costaba creer cómo personas de confianza, que habitualmente hablaban sin tapujos entre ellos, pudieran usar tanto formalismo en los escritos que se enviaban. Era algo que nos chocaba un poco a los niños, y nos hacía incluso cierta gracia.

En aquellos pueblos extremeños no se usaba el término "dirección", por tanto los lugareños lo que se daban entre sí eran "las señas". Se daban las señas, sí, unos a otros, como el que daba lo poco y mejor que tenía, que era la ubicación exacta de piedra y adobe donde moraban sus cuerpos serranos, achicados a la mínima expresión biológica del universo. Había una especial preocupación en los más viejos por poner bien las señas en las cartas. Cuando salías por la puerta de la calle para echar la carta, los abuelos te volvían a insistir una última vez, con esa desconfianza de quien ha perdido tanto y ha visto perderse tantas cosas: "¿Hah miráu si ehtán bien puéhtah lah séñah...?, no sea cuantu no llegui..."

Por las calles, los niños en corro jugaban al Cartero del Rey: “Soy el cartero del Rey, y traigo una carta para todo el que lleve una prenda de color... verde”. “Las niñas cantaban a la comba: “Ya viene el cartero, qué cartas traerá, traiga las que traiga se recibirán...”

El cartero podía ser también peluquero, barbero, albardero..., y a la vez, no sé, sellar quinielas de fútbol. Podía ejecutarlo todo con el mismo esmero y buen hacer, como ya vimos en el relato de los “Oficios perdidos”, con aquellos irrepetibles artistas multidisciplinares, de un tiempo donde la honradez estaba a mesa y mantel en casi todas las casas.

La verdadera preocupación de la gente de la época, era la buena caligrafía; las personas mayores escribían con renglones rectos, con precisa y preciosa letra, y despacio, con la paciencia artesanal de las cosas bien hechas. Recuerdo a mi abuelo, como un intelectual de pueblo, con sus gafas caídas y el gesto trascendente que ponía cada vez que abordaba el noble acto de trazar unos renglones. Eso sí, la ortografía era una intrusa poco considerada; claro que ahora lo sigue siendo, hasta en mayor medida que antes, y con un agravante aún mayor, pues entonces era tan sólo por desconocimiento, y ahora lo es por desidia.

Las niñas portaban mensajes amorosos en papeles cuadriculados. La amiga de la enamorada entregaba el papel doblado al afortunado, que generalmente lo recibía entre rubor, desplante y chulería, y se negaba a cogerlo ante el cachondeo generalizado de la tropa. Me cuentan que en una antigua escuela de posguerra, la clase de las niñas estaba en el piso alto, y a través de las ranuras de las tablas, dejaban caer sutilmente papelillos con mensajes comprometedores que irrumpían tablas abajo, como solitarios copos de nieve mensajeros que caían hacia el piso inferior en el que se encontraban los muchachos.

Las cartas de aquel tiempo tardaban en llegar, pero llegaban contra viento y marea. De niño conocí la anécdota de una carta que recibió un vecino cercano, proveniente de un amigo de la mili, que con la buena intención de poner Guijo de Granadilla, a todo lo más que llegó es a poner “Carijo de Cromachilla”, y la misiva, inesperadamente, llegó a su destino, burlando toda lógica y demostrando un insospechado sentido del humor.

Cartas de novios desde la mili, cartas de familiares emigrados, cartas de postales veraniegas, cartas de la hija sirviendo en Madrid, cartas de niños y amigos estivales, cartas a los Reyes Magos... Las cartas iban y venían por todas partes. Y cómo no, aquellas cartas trasatlánticas, desde Argentina, con sobres especiales de avión con aquellos bordes rojos y azules, y el sello de Eva Perón... Quien más y quien menos aún guarda por ahí esas cartas del pasado, en el cajón de alguna vieja mesilla, o en alguna caja de cartón en la troje. Son esas cartas de ayer que nos devuelven sin piedad a las mismas sensaciones, a las mismas alegrías y tristezas del tiempo al que pertenecieron; cartas que están ahí, fosilizadas, con toda la emotividad larvada que se clava como un puñal al instante mismo de ver la luz.

Los carteros iban por la tarde a esperar al "coche correo", para recoger las sacas de cartas que luego clasificaban minuciosamente por la noche. Cuando esperábamos alguna carta con impaciencia, no dábamos lugar al reparto de la mañana, sino que íbamos la noche anterior a casa del cartero a ver si teníamos ya correspondencia. Acudíamos varias noches seguidas, hasta que al fin, a fuerza de insistir, la carta aparecía ya por aburrimiento, y esa noche, el cartero, con una sonrisilla confidencial, nos tenía ya colocado el sobre en un extremo de la mesa camilla, a la par que echaban en la tele en blanco y negro aquella serie de Antonio Mercero, titulada “Crónicas de un pueblo”, donde un cartero rural, llamado Braulio, repartía las cartas en bicicleta.

Antiguamente, una vez a la semana, los carteros tenían que desplazarse con las bestias a la estación de tren más cercana, a recoger la correspondencia, y las cartas se acercaban a golpe de pezuña, piedra y polvo del camino, hasta aquellas aldeas septentrionales de la depauperada Extremadura de posguerra.

La única competencia al correo era el teléfono, pero en la mayoría de las casas no había este artilugio; tan sólo en casa del médico, del cura, del boticario... y poco más. La gente acudía al locutorio (que al igual que el correo, era una casa corriente), generalmente atendido por alguna mujer que tampoco se dedicaba íntegramente al asunto. A finales de los setenta empezaron a llegar las primeras cabinas, que se instalaron en las plazas de los pueblos. Eran como aquella del célebre cortometraje de "La Cabina", donde López Vázquez entraba en una de ellas, y quedaba encerrado para siempre, con angustioso y terrorífico final, como una metáfora, o quizá profecía, de lo que las tecnologías acabarían haciéndonos en el futuro. Más de un autóctono también tuvo problemas con las puertas de aquellos dichosos armatostes de aluminio, claro que ellos lo resolvían con un rústico empujón, acompañado de algún seco estallido extremeño: “¡¡Mee caaaguen toa laaaa...!!”

Toda la historia de la humanidad estuvo llena de mensajes llevados por carteros que adoptaron las más diversas formas: carteros fueron los ángeles (significa mensajeros) que llevaron noticias aladas con sellos celestiales...; y las palomas mensajeras que acudían a ventanales de doncellas abatidas por desamores...; y los halcones que portaron pergaminos medievales...; y cartero fue aquel Filípides griego, que corrió de Maratón a Atenas para llevar el mensaje a tiempo de salvar a los suyos de la quema. Carteros, en fin, hemos sido todos sin saberlo.

El correo físico ha quedado relegado a postales navideñas, y el resto del año tan sólo a correspondencia bancaria o publicidad, tomando el relevo modernos sistemas, con correos electrónicos, mensajerías instantáneas y demás inventos sin solución de continuidad, que han pasado a jugar un nuevo “papel” en nuestras vidas; todo con la urgencia de un tiempo acelerado, donde las cosas suceden de manera vertiginosa, no vaya a ser que nos quede un pequeño resquicio de tiempo para pensar..., ufff, qué miedo. Algún día, amigo lector, cuando vuelvas a releer estos relatos, un sofisticado sistema de comunicación, nos permitirá ya emitir pensamientos que serán captados por algún cachivache de última generación; pensamientos que alguien, desde algún sitio, manejará a placer, aunque claro, siempre con nuestro beneplácito, que otorgaremos a través de leoninas condiciones de privacidad que nadie osará cuestionar, al albur de irresistibles tecnologías punteras de las que seremos..., ya lo somos, felices y compulsivos súbditos.

Un buen día las cartas, como en una fábula propia de Samaniego, hicieron un congreso entre ellas, y decidieron no mostrarse más a los humanos, después de milenios a su lado. Convinieron que era mucho más oportuno dejarlos abandonados a su suerte, probando las mieses robóticas del progreso, como irredentos personajes de un nuevo mundo digital.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jspombal@gmail.com