sábado, 30 de enero de 2016

A una nariz pegados



Íbamos de olor en olor, detrás de la nariz... acaso “a una nariz pegados”, como aquel pobre narigón del soneto de Quevedo, sólo que nosotros más por exceso de olores que por tamaño de napia... Fueron olores tan ciertos, tan verdaderos, que al cabo del tiempo nos dejaron una huella tan marcada, que esta vez, inevitablemente, se diría que nos toca recordar por narices.

El catálogo de olores era interminable; eran tantos que me recrearé tan sólo en un breve muestrario de los mismos. Empezaba la mañana con el aroma del café de puchero puesto a la lumbre, y las “plingás” de aceite en la sartén, en aquellas mañanas invernales, donde nos llegaba también el tufillo “aguardientero” proveniente del lingotazo furtivo de algún hombrino recio y curtido, de aquellos que abundaban por nuestras tierras carpetovetónicas.

Los niños estábamos en todas partes, en todos los saraos, participando también de la fiesta de los olores..., oliéndolo todo con deleite y curiosidad, como el Grenouille de El Perfume, de Patrick Süskind, pero con intenciones menos siniestras. Nuestra vida consistía en ir experimentando aquí o allá, y de paso ir creando anticuerpos contra todo lo habido y por haber.

En aquella ruleta olfativa de nuestra infancia, no podían faltar los olores gastronómicos: el olor al puchero del cocido, el repollo, las patatas cocidas, las alubias..., o la sartén con las patatas “revolcás”, o tal vez las “tajás” de tocino... Durante siglos todo se cocinó a la lumbre, hasta que, allá por los primeros setenta, nos fuimos familiarizando con el olor a gas de aquellas pequeñas cocinas de camping que irrumpieron de golpe, con sus diminutas bombonas azules, representando toda una sorpresa tecnológica en los rudimentos del paleolítico en los que veníamos desenvolviéndonos desde siempre.

No había mayor acontecimiento de olores que los que daba el campo: poleo, romero, tomillo cabezudo (más basto), y tomillo sensero (más fino)...; la presta, y su hermana pobre, la presta de burro (siempre con los rudos nombres de la tierra)...; la flor de la jara..., la flor de la escoba..., el olor a forraje..., a heno..., a las flores de mayo... En fin. Olores campestres que disfrutamos sin medida, allí, donde “el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada”, de un siglo de oro de las sensaciones en el que tuvimos el lujo de habitar.

La ropa se lavaba con jabón de sosa, y los cacharros de la cocina con el mismo tipo de jabón. Era un jabón casero, multiusos, que lo mismo quitaba las aguerridas zurraspas de los calzoncillos que le hacía un repaso a la leche agarrada en el cueceleche... El jabón de sosa no olía prácticamente a nada, tan sólo a limpio; cuántas veces oímos decir a nuestras madres y abuelas: “Güeli a limpiu”, sin saber muy bien a qué se referían; luego supimos que el olor a limpio era tan solo la ausencia de olor a sucio, algo tan simple como eso. Más tarde nos llegaron los polvos de lavar, que soltaban un ligero perfume, desnaturalizando, quizá, ese sencillo olor a limpio que era ya tan nuestro. En cambio siempre estuvieron presentes las pastillas de “jabón de olor” en los palanganeros de hierro o madera, tan menguadas y desgastadas, que al cogerlas se escapaban de las manos como sutiles pececillos de río... de un río sencillo y humano, accesible a las manos curtidas de la gente.

Los muchachos más gamberros cogían el carburo (de olor fuerte y un tanto desagradable) para hacerlo explotar en botes de lata, después de una meada comunitaria sobre el mismo, rodeados de niños pequeños que se espantaban ante la explosión pueblerina, con la inestimable participación del ángel de la guarda, que no daba abasto en aquel tiempo de rudeza espartana. Los pobres botes valían para todo y para nada.

La matanza era portadora de un reparto tan amplio de olores, que podían formar grupo parlamentario propio: el mondongo (o calabaza cocida)..., el adobo en la artesa, con su olor a pimentón, vino, orégano y ajo..., los chorizos colgando..., los guisos a la lumbre..., y en particular el olor a las migas, cerrando el círculo de fragancias matanceras.

Las colonias aún gozaban de poco predicamento; tan sólo alguna colonia barata que algunos autóctonos usaban de tarde en tarde en celebraciones importantes. Nuestra relación infantil con los perfumes se limitaba a la colonia que nos echaba el barbero/peluquero cuando íbamos a cortarnos los “moligaños.”

Éramos rehenes también de los malos olores, que a fuerza de un contacto reiterado con ellos, acabábamos incorporando a nuestras vidas con cierto agrado, en una extraña aceptación masoquista de todo lo que nos rodeaba, de todo lo que en alguna medida considerábamos ya como nuestro. Entre estos olores estaba el olor a vicio (estiércol) del corral, combinado con olor a Zotal y gallinaza...; o el olor de los cagajones recién puestos por los burros a la puerta de casa...; o el olor a “zahurdo y verbajo” con patatas cocidas...; o quizá el olor de los “defecódromos” sitos en las afueras de los pueblos, que a falta de retrete hacían su apaño, entre arroyos y zarzales, desde donde nos llegaban efluvios escatológicos, aumentados por un lacerante sol veraniego que nunca tuvo piedad de nosotros.

No eran pocas las veces que saltaba la duda ante olores imprecisos que inopinadamente nos sorprendían, y entonces alguien preguntaba: “¿A qué güeli...?” En estos casos el olor no solía ser especialmente agradable, pues la pregunta iba acompañada de un gesto entre asco y estreñimiento, que era una mueca bastante habitual. Finalmente una voz de cazalla sentenciaba: “¡Güeli a perruh muertuh...!”, y las caras avinagradas dejaban repentinamente paso a las risas.

Al volver el cabrial de concejo al pueblo, quedaban las calles impregnadas de un marcado olor a cabra, ligeramente mitigado por el olorcillo a humo de las chimeneas, o al guisoteo extremeño y austero que escapaba por el ventanillo de alguna humilde cocina.

Cada estancia de la casa tenía su olor propio: la bodega, la troje, la cocina, el leñar, el patio, las escaleras de cantería... Íbamos saltando entre olores, como de oca en oca, y huelo porque me toca, excepto el olor del cuarto de aseo (más bien letrina), que estaba confinado en la agreste y fría periferia del corral.

A veces los olores dejaban su propia naturaleza y se convertían en expresiones de las hablas locales: El olor a chamusquina, pues, nos mostraba una clara desconfianza ante cualquier situación: "A mi esu... me güeli a chamuhquina..." Estar atufado, dejaba palpables muestras de enfado hacia alguien, o hacia muchos: “Lleva un tiempu atufau... y pa mi que ya sé de ondi le vieni...” De la misma forma que las personas aficionadas a salir y curiosear el ambiente, eran reputadas como “goleoras”: “A mi padri no le guhta salil a ningún lau... to lo contrariu que mi madri, que ha siu siempri máh goleora...”

Muchas casas tenían un olor particular que se percibía inmediatamente al entrar por la puerta. A veces el olor de la casa nos daba una cierta información sobre los dueños, como si los olores y las personas tuviesen similitudes difíciles de explicar.

Y allí andaban los olores por todas partes, los rancios olores gratamente recordados, al abrir, por ejemplo, los armarios viejos y las arcas..., o las maletas de madera deportadas en las trojes..., las alacenas..., la naftalina de los baúles y las ropas después de largo tiempo guardadas... Y así también el olor de las iglesias, los cirios y el incienso..., o el olor a lumbre y brasero..., a jalbiego..., a las sillas recién pintadas secándose a la brisa y al sol callejero de las tardes de mayo.

Luego estaban, cómo no, los olores particulares, tan de cada uno..., aquellos que nos llevaban sin medida a lo más sublime de los sentidos. En la parte que me toca, recuerdo con especial gozo el olor de la hierba recién segada, pero sobre todo, y por encima de todos, ese olor a ozono que precede a las tormentas, y el posterior olor a “sequío” de la tierra mojada por la lluvia, después de largos meses de soles abrasadores y chicharras cantarinas.

Los niños sentíamos atracción por olores fuertes y sofisticados, y corríamos como posesos detrás del olor a gasolina que desprendían las motos y los coches al pasar por las calles. Lo dejábamos todo, juegos y aventuras, por correr en tropel detrás de cualquier maquinaria quemadora de combustible, quizá ya en alguna extraña prefiguración borreguil del tiempo que estaba por venir. De la misma manera nos aplicábamos al pegamento “Imedio” que algunos críos portaban en la cartera, hasta el punto de pedirle al compañero que nos pasara el tubo, para echarle una olfatadita, como el que te pasa la bolsa de pipas.

Estaban también los ambientadores indirectos, que sin tener tal cometido, dejaban su fragancia en los hogares aldeanos. Entre ellos, los melones, las zamboas, y sobre todo las manzanas, que perfumaban los hogares colocadas sobre trapos en el suelo, y me cuentan, “que otrah vecih” (tiempo atrás) se quemaba azúcar en las casas a modo de ambientador.

Los objetos de cuero, que en nuestros pueblos se llamaba “material” (y los de menor calidad, “badana”)... dejaban un olor tosco y de pura humanidad, como también la ropa de pana de los hombres, o los sombreros de paja, curtidos de sudor..., o los abrigos de los abuelos en las perchas, que los niños más pequeños olíamos, incluso escondidos detrás de ellos, metiendo sin éxito la mano en el bolsillo de la prenda, esperando encontrar algún despistado caramelo, aunque a veces tan sólo encontrábamos el papel del mismo, un tanto “engarrabuñáu”, y nos conformábamos con el olor goloso que desprendía.

Olores inolvidables fueron también los olores de los hornos en las tahonas, con el pan de hogaza recién hecho, el olor de las perrunillas recién sacadas, las tortas de la matanza, los pimientos asados, y los dulces en general salidos de aquellos hornos comunitarios, con sus redes sociales tan bellas y cercanas, siempre conectadas a los cinco sentidos.

La albahaca cumplía dos cometidos: como ambientador y como repelente de moscas y mosquitos, aunque algunas personas mayores aún guardan mal recuerdo de este olor, asociado a las grandes mortandades infantiles de posguerra. Nos relatan que llevaban a los niños con la cara descubierta, rodeados de albahaca, de forma que la albahaca cubría al difunto y tan sólo quedaba a la vista la cara de éste, y tímidamente, entre las hojas, las manecillas cruzadas. La albahaca marchaba por las calles dejando un insospechado aroma de tristeza.

Y así, todo lo entonces vivido nos fue dejando una larga retahíla de memorias asociadas, y emociones que aún saltan como un resorte ante el solo recuerdo de aquellos pequeños duendes que fueron los olores, que aún se cuelan por las rendijas del pasado hasta llegar fugazmente a nuestras vidas. Ahora, desde las barandas del presente, los vemos alejarse aguas abajo, como indefensos náufragos, ignorantes de que un día nos pertenecieron.

Nos han canjeado los olores gratuitos, naturales, legítimos... por carísimos perfumes con sofisticados anuncios publicitarios donde el modelo, o la modelo (de movimientos biónicos), ponen gesto desganado y hablan con voz de asco, evidenciando así el hastío de un lujo de compraventa que nunca tuvo alma, y dejándonos subliminalmente el mensaje de que el olfato más apreciado de este tiempo, es el de los negocios.

Los olores que me faltan, colocadlos minuciosamente, por orden, con cada sensación que os evoquen, con cada recuerdo al que vayan aparejados. Seguramente están ahí, dormidos, acurrucados, esperando pacientes para llevaros de la mano hacia las moradas de un reino aún no burlado, donde un día habitaron vuestros sueños, donde, seguramente, no anduvo muy lejos vuestra felicidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS

jsmpombal@gmail.com


sábado, 2 de enero de 2016

Prenda



A pesar de las asperezas, a pesar del tiempo hostil y de las brusquedades, a pesar del mundo gris tantas veces aquí glosado, crecimos arropados por un hermoso lenguaje de los afectos, por una digna cultura de los abrazos, los besos y los gestos humanos.

La palabra “prenda” resonaba por las calles, por las casas, por los campos... Era una de las palabras favoritas de nuestros mayores, una palabra comodín de aquellos pueblos extremeños, con la que aprendimos a expresar el amor espontaneo, que es el que brota desde dentro y no atiende a razones objetivas.

En cualquier momento, en cualquier calle, podíamos ver, o simplemente escuchar, la siguiente escena: Una abuela abriendo los brazos, y un niño pequeño correteando con los brazos en alto hacia ella, y esta última gritando: “¡¡Vengaaaa la mi prendaaaaaaa...!!”; y luego escuchábamos una ráfaga de besos compulsivos que se antojaban interminables... Y cuando parecía haber finalizado el ataque afectivo de la anciana, después de unos segundos de silencio, sonaba con más fuerza una segunda acometida de la abuela, volviendo a la carga con otro arrebato de amor desmedido: “¡¡Vengaaa la cosa máh bonitaaaaa que dioh ha echau al munduuuu...!!,” y nuevamente se oía el besuqueo estridente y pertinaz, hasta dejar al niño al borde de la transfusión de sangre.

En toda esta cultura de los afectos, como podemos ver, jugaban un papel indispensable los abuelos. Con ellos aprendimos el lenguaje verbal y corporal de la ternura. Nos colgábamos del cuello del abuelo con la barba pinchándonos en la cara, o nos abandonábamos en los brazos amorosos de la abuela, siempre sonrientes los dos, siempre dispuestos y entregados al cariño contra viento y marea. Posiblemente nadie nos haya perdonado tanto nuestros defectos como ellos, defendiéndonos hasta llegar a la mentira en nuestro favor. Al hacerles la visita oportuna, ya en nuestra torpe adolescencia, se les encendían los ojillos, como inocentes mendigos de una ración de afecto del que se sabían acreedores; un afecto que, al vernos crecer, intuían alejarse, viéndonos ya con la mostrenca pubertad a cuestas, un tanto distantes e imbuidos de locura juvenil y modernidad.

El lenguaje amoroso fluía por las calles, cohabitando con el lenguaje áspero, y las malas pulgas, que también las había... Las mujeres mayores calificaban a los niños de “bonitos”, aunque el niño en particular no fuese especialmente agraciado: “¿Qué quiérih, bonitu...?”,“¿Ondi vah, bonita...?”

Los más pequeños corríamos por las calles huyendo de los muchachones que irrumpían en nuestra paz como tiranosaurios del Cretácico rural, y encontrábamos el abrazo protector de la abuela, con la palabra “prenda” por delante, como un refugio atávico... como un burladero o majada de los juegos infantiles donde hallarnos a salvo.

Algunos hombres vestían una fingida coraza frente a las expresiones de cariño, mostrando el gesto agrio y la colilla del cigarro en la boca, pero esto no era más que una pose de cara al exterior, pues luego se ablandaban, como cualquiera, y se les caían las lagrimillas en la boda de la hija, o en la comunión de la nieta, provocando la risilla contenida de los más cercanos... Otros varones, en cambio, vivían las emociones y el cariño sin complejos.

Cuando un niño pequeño se encontraba desvalido en la calle, ante al acoso febril de la muchachería, comenzaban a sonar, in crescendo, voces benefactoras de mujeres mayores, que acudían en su auxilio: “Probecitu, dejal a la criaturita... no soh da vergüenza...”; y un aluvión de afecto y justicia inundaba al infante, que se sentía protegido por momentos...

Los niños éramos zalameros y besucones, como todos los niños del mundo si no se les reprime, ni se exponen a excesivas influencias televisivas o cibernéticas, ni a la nueva doctrina de un mundo cainita, que ha rebajado nuestra empatía a un largo bostezo frente a las calamidades que cada día nos muestra la caja tonta... reflejo de ese marcado olor a azufre que va teniendo el mundo.

Y por allí andábamos nosotros, los niños de aquel tiempo, sentados en la rodilla de pana del abuelo, con olor a alcanfor, o en las “jaldas de la abuela”, con olor a ajos... entre llares rebozadas de hollín y pucheros a la lumbre. Regresan fugazmente a nuestra mente esos gratos momentos de aquella singular y amable combinación, sí, de alcanfor, ajo, humo, lumbre y amor.

Como siempre ha pasado, los niños, al crecer, íbamos perdiendo el lenguaje de los afectos, inspirados por películas y otros engendros que nos iban llegando, dejándonos una impronta de chulería que poníamos en práctica en las “calles de la burla”. Las niñas, en cambio, seguían mostrándose cariñosas entre ellas, con amigas del alma abrazadas por todas partes. El afecto entre los muchachos costaba mucho más... era un afecto tácito, algo que se daba por entendido pero que nunca se manifestaba, pues el más pequeño gesto de blandenguería nos situaba al borde del ridículo, y frente a la mofa de un implacable tribunal muchachil, ante el cuál había que mostrarse siempre con impostado gesto desabrido... Una vez pasado el sarampión pueril del desafecto, íbamos dulcificando poco a poco nuestro talante seco, y así, con unos años más, nos íbamos atreviendo tímidamente con pequeñas caricias a los niños más pequeños, o entrecortados saludos a los vecinos, casi rozando la amabilidad.

Cuando ocurría una desgracia en cualquier familia, ya fuese el incendio de una casa, de un corral... o la pérdida de un ser querido, los afectados se sentían arropados por el resto del pueblo. La gente se volcaba con ellos, y el sentimiento de solidaridad brotaba por encima incluso de pequeñas diferencias, priorizando el calor humano, que es lo único que nos puede hacer crecer como personas. La gente, ante esas situaciones, comprendía dónde estaba lo verdaderamente importante, y es entonces cuando tomaba las riendas el corazón, liberado de la rígida armadura cerebral, como en aquella famosa frase de Blaise Pascal cuando dijo que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Ahora vivimos en absurdas colmenas de edificios donde apenas conocemos de vista a los vecinos, que no pasan de ser ocasionales compañeros de breves comentarios meteorológicos en el estrecho espacio del ascensor, tragándose cada uno para sí sus cuitas, sin el hombro amigo en el que descansar.

Después de un largo tiempo sin vernos, los muchachos no éramos capaces de manifestar nuestro afecto ni a tiros... ni siquiera a darnos la mano. Al regresar algún amigo de Madrid, después de un año de ausencia, simplemente agachábamos la cabeza, llenos de vergüenza, y decíamos, con voz agañotada, algo así como: “Qué pasa...” , al tiempo que mirábamos cabizbajos hacia el suelo y pegábamos un tímido puntapié a un palo, o a un yerbajo, que siempre los había a nuestro alrededor. Nos quedábamos allí, paralizados, como figuras de cartón piedra, y en medio del rubor nos limitábamos a informar al recién llegado sobre alguna novedad intrascendente acaecida en el pueblo: “Fulanito tiene otro perro...,” o tal vez: “Citanito se cayó de un cancho y se partió un brazo...”

Los ancianos agradecían el afecto incluso de manera involuntaria. Siendo muy niño recuerdo correr todos los días a abrazarme a la pierna de un octogenario que pasaba por mi puerta, con cayada en mano y dificultad para caminar, poniendo en riesgo su equilibrio y obligándolo a estar unos segundos detenido, en una calle de por sí dificultosa, entre piedras, perros y gallinas. El anciano, lejos de enfadarse, reía jubiloso ante aquella cómica muestra de cariño, que para mí seguramente no era más que un juego.

Las abuelas seguían llamando “prenda” a los nietos hasta después de hacer la mili, o incluso mucho tiempo más tarde, como si viviesen en un eterno presente y el tiempo fuese tan sólo un fulano de poco fiar.

Las mujeres eran siempre más sensibles y dadas al llanto. Las mismas que lloraron en el pasado con los romances de los ciegos, siguieron llorando después con novelas de la incipiente televisión..., con los versos de mayo en la iglesia..., o con la desdichada cabrerilla de Casablanca de Gabriel y Galán.

Se nos fueron los abuelos del cariño... los abuelos del amor y los abrazos... los abuelos del caramelo y la sonrisa permanente... a los que nunca pagaremos, ni de lejos, todo lo que nos dieron y enseñaron. Ahora nos queda, sí, un mundo desangelado, abigarrado de píxeles y microchips; todo perfectamente pergeñado por alguna suerte de demonio que, sabedor del “divide y vencerás”, colocó astutamente una pezuña en cada extremo de las cosas, para que, eligiendo aquí o allá, permanezcamos enfrentados en un mundo competitivo, agresivo y ramplón, robándonos lo único que nos puede salvar como especie, que es el Amor con mayúsculas, y lo único que nos puede dignificar, que es la justicia... Y ahí andamos a la gresca, torpes y primarios, hasta por cosas tan triviales como el fútbol, qué sé yo.

Ahora encontramos a personas en las plazas de las ciudades regalando abrazos a los viandantes, haciendo extraordinario algo que portábamos de serie, y que algún malicioso ingeniero social retiró de la cadena de montaje, dejándonos con el trasero al aire, al albur de un tiempo atribulado, postrados ante un transhumanismo robótico y triste, perfectamente diseñado para un mundo donde el amor ni está ni se le espera.

En la noche oscura de la vida, el niño que siempre fuimos, en medio de la zozobra, se quedará esperando la figura de una abuela sonriente, con pañuelo negro a la cabeza y los brazos abiertos... pero esta vez sin encontrarla.

Hoy la palabra “prenda” no es más que un pingajo de tela colgado en galácticos salones de grandes almacenes, desvaneciéndose en la obsolescencia estéril de la modernidad... Hemos perdido en el cambio, sin duda, y ahora nos toca, mal que nos pese, despertar.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS