miércoles, 27 de diciembre de 2017

Lo que nos contaron


Las caras de misterio que ponían los adultos al contarnos cualquier cosa, eran directamente proporcionales a las caras de asombro que poníamos los más pequeños al escuchar; había una perfecta armonía entre el contador y el oyente. Esto ocurría, claro está, en un entorno donde la palabra, y la historia contada cara a cara, aún gozaban de una magia ya perdida... Nos hablaban en voz baja, en un tono misterioso y alcahuetero, que no podía por menos que captar nuestra atención, suscitando en nosotros una perfecta mezcla de temor y admiración.

Los cuentos que nos contaban los ancianos, no eran los cuentos recurrentes de Andersen o Perrault (a los que en modo alguno conocían), sino más bien relatos que formaban parte de un acervo cultural propio, rayano en lo más atávico y campestre, adquirido a su vez de la mano de sus antepasados directos. Eran narraciones siempre con muchos lobos de por medio, y otros miedos enraizados en lo más arcano y profundo de la tierra extremeña.

Aquellos cronistas de nuestros años lejanos, pocas veces comenzaban sus cuentos con el clásico "érase una vez", ya tan manido; ellos usaban frases introductorias más propias de las hablas locales de aquellas aldeas nuestras: "Me acuerdu una vez, cuandu era chicu, que me contaba mi padri..., no sé si será verdah, peru a él se lo contó su agüela...” "Éhtu que voy a contáruh, dicin que pasó una veh jaci ya múchuh áñuh, cuandu ehtaba un muchachu solu en el monti guardandu el ganau...”

La tradición oral, a falta de tecnología (bendita tradición oral), se abría paso con la simple y a la vez insuperable presencia humana. La transmisión de boca a oído, de mirada a mirada, con olores y sonidos propios del lugar, se tornaba en un mensaje claramente tridimensional y organoléptico, muy por encima de todos los malditos “gibabytes” del mundo digital que nos rodea... Esta tradición oral fue brutalmente aniquilada con la llegada del modernismo, sí, pero a nosotros, los niños de entonces, nos dejó una huella imborrable, y nos permitió ser privilegiados testigos de los últimos coletazos de aquella antigua y hermosa cultura de la palabra.

Los adultos nos contaban cosas en los ratos de asueto de las matanzas..., en el fresco..., en los poyos al atardecer..., en los recesos dominicales, sentados en cualquier piedra que hacía las veces de poyo..., o en las mesas camillas los días de lluvia y frío…, al fuego de las chimeneas, o quizá en los trayectos campestres, donde los abuelos desplegaban, como una vieja acordeón, su memoria inagotable, bajo el marco incomparable de una dehesa extremeña, o alguna empinada cuesta de tierra con la imponente vista del río Alagón al fondo.

Había personas mayores conocidas por su habilidad para entretener a los niños, habilidad que en gran medida consistía tan sólo en importantes dosis de paciencia y dedicación, que era lo único que los más pequeños demandábamos de aquellos adultos, en su mayoría serios, ásperos, e inmersos en las distintas cuitas que nosotros ignorábamos desde nuestra irresponsable atalaya de fantasía, quizá como un mecanismo de defensa infantil.

Eran habituales los cuentos de niños pobres, padres pobres, ancianos andrajosos, mendigos…, y todas las calamidades del mundo mundial que se mimetizaban a la perfección con el entorno rural propio, más cercano a las carencias que a las sobras... Era como sí, en el mundo de lo irreal, más que desear una válvula de escape en algún sujeto triunfante, buscásemos más bien alivio en el famoso consuelo de tontos. Sentíamos un extraño placer viendo a personajes atribulados pulular por los diversos vericuetos de la ficción... Así pues, era más interesante la historia de un niño ciego y mendigo, que un príncipe rebosante de éxito y lozanía, pues en el fondo ese niño encajaba mucho más en el pequeño submundo aldeano, ese submundo local nuestro perfectamente ilustrado con perros pulgosos por las calles, caras curtidas tras el cristal de las ventanas, paredes desconchadas y corrales con tejados amenazantes que no acababan nunca de hundirse.

Algunas zonas del norte extremeño eran particularmente ricas en historias, especialmente las Hurdes, con asombrosas leyendas del "Machu lanúu", que era una versión hurdana del mismísimo demonio..., o "La encorujá", que era una especie de bruja encorvada que raptaba a los bebés por las noches y los abandonaba en lo alto de los montes u otros sitios insospechados... O incluso historias nacidas a la luz de testimonios contados de primera mano por sus habitantes, que hacían referencia a sombras errantes que causaban pavor en la noche..., gigantescos ensotanados sin rostro (y a veces sin cabeza), que cruzaban levitando los caminos y se precipitaban por oscuros barrancos de pizarra..., o luminarias intrigantes que, salidas de la más profunda oscuridad, sembraban de inquietud las vidas de aquellos habitantes de las montañas hurdanas.

En muchas casas o entornos familiares, era habitual la presencia de un libro de cuentos, sobado y resobado, de aquellos volúmenes de hojas amarillentas que parecían incunables, fruto de un antiguo regalo que alguien hizo tal vez muchos años atrás. Los cuentos de ese libro en cuestión tenían un radio de acción que no pasaba mucho más allá del dominio familiar, o si acaso, todo lo más, se extendía hasta los cercanos niños del vecindario, o quizá, como mucho, a otros pequeñajos provenientes de las familias “con lah que máh roci teníamuh...” (familias allegadas). Desde pequeño crecí con los cuentos de uno de esos ejemplares entrañables; uno en concreto llamado “Para mi hijo". Era un libro que básicamente representaba un poso de moralidad, muy al estilo de las fábulas de Esopo, La Fontaine, o las más populares de los fabulistas españoles del siglo XVIII. Eran cuentos, en fin, que hablaban de la conveniencia de una ética que se hacía presente en todas las cosas, y la necesidad de restituir las siempre tambaleantes virtudes humanas. Tal era el caso, por ejemplo, de un mendigo honrado que corrió tras una carroza para devolver una moneda de oro, pensando que tan generosa limosna había sido por error…; o el alumno de una escuela militar que se negaba a tomar otra cosa que no fuese pan y agua, hasta que al fin descubrieron que el espartano ayuno del joven, no tenía otra razón más que el sentimiento de culpa por los escasos alimentos que se tomaban en su desdichada y pobre familia.

En la tradición oral estaban muy presentes, como parte de una cultura heredada de siglos, las figuras religiosas: santos milagreros, vírgenes protectoras, rezos que ahuyentaban a los malos espíritus, u oraciones poderosas que trascendían las barreras de lo puramente racional.

Las historias y leyendas iban pasando de unos a otros, con la consiguiente deformación que acarrea el tiempo y la inevitable cosecha propia, que añade siempre pequeños ramalazos autobiográficos por parte del narrador, con sutiles pinceladas de sus propias virtudes o miserias (más bien las segundas), como pasa en casi todo orden de cosas.

Luego, los niños, íbamos por ahí imitando los gestos aprendidos de los viejos, en nuestro afán de ser también cuentistas (aún a riesgo de ser "cuenterreteros"), y acaparábamos la atención de otros chavales, recitando trabalenguas, como aquel famoso de la “cabra ética, perlética y pelambrética”…, o relatando historias escuchadas, exageradas y deformadas por nosotros mismos, o incluso adaptadas a nuestros intereses y preferencias. De esta manera, tal vez, el niño que tuviese en casa un perro color canela, lo introducía "sin venir a cuento" como el perro acompañante del protagonista de la historia; o el que tenía en casa un caballo tordo, lo hacía partícipe de las más gloriosas hazañas del consiguiente caballero armado.

Muchas de las historias estaban salpimentadas del localismo propio de aquellos pueblos: niñas que se perdieron en el monte y aparecieron al amanecer como si tal cosa, al amparo quizá de San Antonio, después de una inquietante madrugada de agónica búsqueda ...; historias de sucesos reales, como un pobre hombre que falleció en un chozo de la dehesa, pasando a ser devorado por sus propios cerdos, y del que alguien encontró tan sólo su cabeza intacta, que llevó al Ayuntamiento metida en un saco, vaciándolo encima de la mesa consistorial... O tal vez leyendas más antiguas aún, como aquella del marido incrédulo de una supuesta bruja, al que se le cruzó una “guarrapa” (cerda) en el camino, impidiéndole el paso, y tirándole éste una piedra a la pezuña derecha del animal, para luego, al llegar a casa, encontrar por sorpresa a su esposa cojeando, con el tobillo derecho vendado...; o la impactante historia de la hija del sepulturero, magistralmente escrita por Gabriel y Galán, a la que rehuían los mozos en el baile, sospechosa de lucir bellos pañuelos robados a las muertas, y que luego, en los mentideros locales, años más tarde, atribuían tal historia a una mujer que vivió y murió de vieja, quedando curiosamente soltera de por vida... Y así un sinfín de leyendas rurales oídas y aprendidas, que cubrían con dignidad el entretenimiento del personal, con adecentados barnices labriegos, antes de ser suplantadas por los culebrones televisivos que llegaron de repente con la arrogancia propia de toda especie invasora.

En la infancia de nuestros mayores, había un objeto imprescindible para relajar a los niños (especialmente a aquellos que tenían “azogui” en el cuerpo), y eran unas pequeñas banquetas de madera que había en la mayoría de las casas, con el agujerino al medio para meter el dedo y transportarlas. Estas banquetas, por lo que se ve, debían contar con un extraño poder hipnótico para los pequeños, pues, una vez sentados en ellas, escuchaban con atención cualquier declamación de naturaleza fantástica que llegase a sus oídos, tal y como ahora se quedan embelesados con los televisivos dibujos animados. Otras veces el asiento era un pequeño tronco de encina, o directamente el propio suelo, que podía ser perfectamente el suelo de cantería de las lanchas de las puertas, en aquellos nocturnos frescos veraniegos que tantas glorias dieron a la tradición oral.

Algunos cuentos de nuestra infancia eran de lo más surrealistas; recuerdo especialmente uno (luego descubrí que era una adaptación particular de un relato de los Hermanos Grimm) que me contaron repetidamente de pequeño, sobre un matrimonio de pescadores muy pobres (otra vez la pobreza de por medio), donde un tal Francisco, el pescador, pescó una pescadilla que resultó estar “encantada” y hablarle al infeliz hombre, pidiéndole a cambio de devolverla al mar, todos aquellos deseos que a éste apeteciesen... Al buen hombre, sencillo y humilde, no se le ocurrió nada que demandar al mágico pez, pero al contar lo sucedido en casa, su mujer enloqueció de ambición desmedida, solicitando peticiones alocadas y fastuosas sin solución de continuidad, y trayendo en jaque al pobre Francisco que acudía a la orilla del agua cada día a reclamar a la pescadilla los numerosos ruegos de su esposa Isabel: “Pescadilla, pescadilla, sal a la orilla del mar, que Isabel está enfadada y hay que hacer su voluntad”. Os podéis imaginar el final, con los pescadores escarmentados, y condenados nuevamente a la más absoluta indigencia, con la oportuna moraleja relativa a los efectos perniciosos de la avaricia.

En ausencia total de comecocos tecnológicos, los niños se concentraban en torno al cuentista. La historia era casi siempre la misma, aunque podía variar ligeramente en función de las emociones, el clima, o la predisposición de los asistentes. No importaba que nos contasen el mismo cuento cien veces: "Tía, ¿noh cuenta usteh el cuentu de Piel de Áhnu…?, y el cuento de "Piel de Asno" recobraba nuevamente vida, con el entusiasmo siempre renovado, a pesar de ser reproducido con las mismas y exactas palabras, y los mismos y exactos gestos…, porque nosotros queríamos, sí, escuchar los cuentos tal cual los conocíamos ya de antemano, hasta el punto de que, si el narrador variaba lo más mínimo el contenido, inmediatamente era corregido por nosotros en un acto reflejo de desaprobación. El placer de escuchar las mismas cosas, era equivalente al placer sentido por aquellos que disfrutan de escuchar una y otra vez su música favorita.

A pesar del paso del tiempo y su ventisca cibernética, estas historias antiguas, y otras más contemporáneas, siguen vigentes y cobran fuerza al ser contadas en campamentos de verano o en cualquier otra ocasión similar que se requiera, con parecida aceptación y las mismas caras de asombro de los niños. Es como si todas las cosas verdaderas, consustanciales al ser humano, permaneciesen adosadas a nosotros de por vida, y estuviesen ahí latentes, impermeables al tiempo, capaces de sobrevivir a todas las capas añadidas de un futuro malévolamente trazado, que nos fue seduciendo con sus turbios oropeles digitales, sin darnos cuenta de la trampa que encerraba.

Chascarrillos, refranes, trabalenguas, acertijos…, daba igual, íbamos de un lado para otro, por las calles cenicientas, como mendigos de la palabra, buscando una tribuna desde la cual ser absorbidos por la magia oratoria, por ejemplo, no sé..., de alguna anciana muchachera, portadora de los antiguos tesoros de un tiempo generoso en el verbo, aunque escaso en el pan. Fueron historias que conformaron la argamasa de nuestras vidas, esa silenciosa argamasa que se va enriqueciendo de las cosas más insospechadas, pues, en alguna medida también fuimos, y somos, sin saberlo, aquello que nos contaron.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com


jueves, 12 de octubre de 2017

El traje de la novia


Un tropel descontrolado de niñas y mozuelas, corría entre los rollos callejeros para apostarse sobre esquinas y márgenes de las calles, subiéndose en poyos, paredes de granito o cualquier sitio de cota elevada, al objeto de ver pasar a la novia, la deslumbrante novia que ese día acaparaba todas las miradas pueblerinas. Algunas mujeres observaban el cortejo nupcial desde la íntima oscuridad de la cortina, o desde las ventanas enrejadas que horadaban las gruesas paredes de piedra y barro.

El novio era un simple figurante, un paje de la novia; se diría más bien una sombra proyectada por la rutilante novia, sombra marengo y triste, de la que apenas resaltaba el pico del pañuelo blanco que asomaba tímido por el bolsillo de la chaqueta…, o el brillo del calzado embetunado con maternal esmero..., o quizá el pelo pringado de brillantina, que parecía más bien el lametón de una vaca “morucha” encima de un rostro curtido de soles cimarrones. La cabeza del novio recordaba un poco a la de aquellos muñecos de los futbolines que nos llegaron por los setenta, con el pelo brillante y aplastado, y el porte rígido, propio de quien se sabe lejos de su espacio natural.

Tan sólo había una cosa por encima de la novia en fulgor y expectación, y era el propio traje de ésta. El traje de la novia eclipsaba a la misma novia, sí, desatando todas las miradas femeninas, y se convertía en la comidilla por las calles del lugar.

Por los sesenta ya empezaban a verse novias con trajes blancos, y alguna niña llevando la cola, tal y como se podía contemplar en las bodas televisivas, pero en este caso con más razón que nunca, para salvaguardar el traje de las cagalutas de oveja, la tierra del suelo, o las brevas aplastadas que se repartían bondadosas por las calles de nuestra infancia rural. El traje blanco de cola era toda una novedad, pues hasta los años cincuenta, la mayoría de las novias llevaban traje negro con mantilla y peineta, y un pequeño ramo de flores artificiales confeccionado al efecto.

Aquellas novias eran la proyección ilusionada de las emperatrices austriacas que aparecían en las películas, o las famosas artistas de las revistas Hola y Garbo, que iban llegando esporádicamente desde Madrid o Plasencia...

Los invitados de aquellos años aún no iban de traje y corbata, ni las mujeres llevaban elegantes vestidos con chal. Salvo los familiares más directos, la mayoría de los invitados no pasaban de la vestimenta propia del "remúe" dominical: los hombres, preferentemente, con su eterna camisa blanca arremangada, y un clavel en la oreja; las mujeres, con un discreto traje o vestido que ellas mismas, muy apañadas siempre, se arreglaban en sus talleres caseros de costura; las niñas, con aquellos vestidos minifalderos blancos…, y los niños, con las calzonas cortas de Cuéntame, y algún “niqui” especial que la madre les reservaba para domingos y fiestas de guardar.

Muy corriente resultaba también la estampa de los músicos, con saxo y acordeón, buscando a los padrinos primero, al novio después, y finalmente a la novia, con pasodobles pachangueros, para proseguir con el pasacalle castizo con el resto de invitados hasta la puerta de la iglesia. El cortejo se iba abriendo paso entre curiosos que acudían a la orilla de la calle, y alguna cabra que indiferente miraba desde la puerta del corral.

A la salida de la iglesia, la gente de posguerra aún tiraba el arroz con cierta escasez, con el freno de mano echado, y esa plena consciencia atávica de estar tirando un bien preciado. Los niños, por contra, acribillaban a los novios sin miramientos, subidos en algún poyo de granito a la entrada de la iglesia, después de una interminable espera, donde los novios no acababan nunca de salir… Ese era el momento en que el padre de la novia lanzaba el misérrimo cohete de marras, con expresión bobalicona en la cara…, y el estallido sonaba en las alturas, como dos pobres cuescos de pólvora al aire, apenas perceptibles, que se llevaba el viento solano de la mañana extremeña, junto al paso de alguna solitaria cigüeña que regresaba al campanario.

Uno de los martirologios de cada boda, era el que sufrían los mozos y mozas en edad de merecer, que eran blanco de todo tipo de indirectas y exhortaciones a abandonar el celibato. El más acosado, sin duda, eran el pobre mozo tardío: “A vel cuándo te va tocandu a ti, que ya va siendu hora”, le decían las mujeres…; “A vel si vámuh espabilandu, que paeci que no tiénih sangri en el cuerpu, meee cagueennn…,” le espetaban los hombres. Mientras tanto, el humillado mozo tardío, cabizbajo, con lo único que se atrevía sin miramientos, era con el rancio coñac que quita las vergüenzas, aunque tan sólo por un tiempo breve.

Las mujeres del pueblo especializadas en bodas, con sus típicos guisos de carne, o su chocolate con jeringuillas, empezaron a ser relevadas por pequeñas empresas especializadas en eventos rurales, provenientes de pueblos cercanos... Eran bodas que ocupaban aún todo el día, con baile de orquesta y pasodobles que marcaban la hegemonía musical, mientras el humo iba formando en los salones una neblina tabacuna, que difuminaba las arrugas de las caras acartonadas..., caras que iban asomándose, sin saberlo, a un proceso de aculturación, con modas venidas de aquí o de allá, que nos iban colocando sutilmente nuevas costumbres, como el cuco deja los huevos en los nidos ajenos.

Tiempo antes de la boda, si el novio era foráneo, se las tenía que entender con los quintos locales, que eran una especie de ejército bárbaro..., una suerte de suevos o alanos, bravucones recaudadores de impuestos etílicos, cobrados como arancel por llevarse a la moza lugareña. Estos pertinaces guerreros rústicos, abordaban al citado forastero con numerosas defecaciones verbales a cada frase, para intimidar al mancebo advenedizo. Ponían expresiones cromañonescas que parecían sacadas de las cavernas, a pesar de tener sus cuerpos embutidos en modernos pantalones de campana sesenteros, lo que les daba un aspecto híbrido, a caballo entre homo erectus y Fórmula V. El tributo que exigían estos aguerridos guardianes de la muralla local, por tanto, era un poco masoquista, pues consistía en cogerse una “filusera” (una tajada impresentable), sufragada por el complaciente novio, y hacer luego la oportuna ronda callejera, con cánticos disonantes, dando “zambutones” por aquí y por allá, y acabando con alguna vomitona en cualquier bello portal extremeño, de esos que ya casi quedaron en el olvido.

Los salones de boda y de baile eran una misma cosa, con humildes banquetas de madera que cojeaban sobre suelos traqueteados ya de mil batallas, y baldosas un tanto desniveladas, que daban al comensal una cierta sensación de inestabilidad, a la par que podía, por ejemplo, mancharse con la sopa, en el instante mismo de acercarse la cuchara a la boca, cuando alguien, inoportunamente, se levantaba en el otro extremo de la banqueta a gritar el recurrente y atronador “Vivan los novioooos”, que de paso pillaba a más de un invitado con la boca llena de migas en el momento mismo del alarido colectivo... Una voz aflautada replicaba acto seguido: “Y vivan los padrinoooossss”, y sonaba otro "viva," esta vez más timorato, que dejaba en evidencia al espontaneo vocero... Mientras tanto, la comida continuaba con un bullicio generalizado, y un estridente repique de cucharas en los platos, tan propio de una gente acostumbrada a dejar pocas sobras en ninguna parte; incluso no faltaban mujeres que guardaban en la merendera de aluminio la comida que sobraba del cubierto del niño, y se justificaban en un gesto grave de suprema honradez: “No me llevu na´ que no sea míu…, me llevu lo que he pagáu...”

Las mujeres aún decían cosas a los padres de los novios, del estilo: Que loh conohcáih múchuh áñuh…; que éhtu eh pa’ toa la vida…; que dioh oh dé saluh pa’ conocéluh…”, y otras frases similares propias de las hablas locales...

No faltaba, claro está, el momento temido por muchos, donde los quintos del novio cortaban la corbata de éste, y daban la paliza a los comensales pasando la bandeja. Algún astuto comensal, incluso, atisbaba con tiempo el instante recaudatorio, y aprovechaba para marchar al aseo…, aseo que tal vez fuese la pared de piedra de algún olivar próximo, donde ya de paso se fumaba un ducados y lanzaba una ventosidad al aire, o quizá algún eructo provocado por el vino tinto con gaseosa Molina, mientras hacía el oportuno tiempo de escaqueo para no soltar la mosca, claro.

Ya por los sesenta fueron entrando en escena los fotógrafos locales, citados en anteriores textos, que nos dejaron esas improntas en blanco y negro, de bodas, bautizos y comuniones, de aquella Extremadura rural, de blanco almidonado y peripuesta, entre pujante y retraída.

Había un tipo de boda extraña, casi surrealista, que nunca llegamos a entender los niños, y eran las bodas de los curas, celebradas igualmente con banquetes al uso, cuando estos se ordenaban como sacerdotes. Los críos ingenuamente preguntábamos por la novia ausente, y una anciana, circunspecta, en tono solemne contestaba: “La novia es la iglesia...”, y algún niño especulaba creyendo entender que la novia estaba aún en la iglesia, y no había subido todavía al banquete.

Estas bodas aquí glosadas, aparentemente incómodas y sin muchos miramientos, eran todo un lujo en contraste con aquellas otras relatadas por nuestros mayores, aquellas bodas de “ótrah vécih” (antiguamente) celebradas en corralones y serenos con el suelo de tierra. Esto me lleva, inevitablemente, a hacer una breve incursión retrospectiva hacia el pasado que no conocí:

De aquellas otras bodas, nos cuentan cosas como que, a los novios, en los días previos, les gastaban bromas cavernícolas que dejarían en poca cosa a aquellas relatadas por el mismísimo Miguel Gila. Había anécdotas de novios a los que dejaban maniatados a una encina, hasta que alguien acudía a liberarlos..., o a otros a los que paseaban en procesión montados en un somier por las calles del pueblo...; y de mozos que repartían un escatológico chocolate en un orinal, que ofrecían llamando a las puertas de las casas, envueltos en mantas, al más puro estilo surrealista rural, etc... O nos hablaban de la recogida de cubiertos, y demás menaje para la boda, por las casas del pueblo, junto a diversas tareas distribuidas a todo tipo de personal auxiliar que colaboraba en distintos asuntos de apoyo logístico… Nos contaban, entre risas, el reclamo del jamón en la noche de la boda, que demandaban los quintos, ya beodos, a los padres de los novios, o a los padrinos, a los que daban la paliza toda la madrugada si no se avenían a razones y se mostraban generosos O nos hablaban, no sé, sobre las figuras del “mozo de novio”, o “moza de novia”, asignados a cada uno de los futuros esposos, que eran una especie de escudero, o escudera, para todas las necesidades que tuviesen en esos días señalados... Nos hablaban, también, de aquellas largas bodas de tres días, siempre en septiembre, ya libres de tareas agropecuarias, después de rozar las tierras de maleza, esperando la sementera de octubre… E incluso nos relataban tradiciones como aquellos bellos cantos de alboradas al amanecer, que se cantaban a la puerta de la novia, del novio, o incluso del cura, con alguna niña allegada a la familia, que dormía junto a la novia para escuchar los cánticos mañaneros: “Novio a la novia te entrego, para que vivas con ella, si le has de dar mala vida, déjala moza soltera...” Y nos relataban costumbres, como aquella de los novios, al final del baile, repartiendo a las mozas invitadas por las casas, y otras tantas tradiciones ya perdidas en la noche de los tiempos, en fin… Y por último, aquella cosa ancestral de “La manzana”, en la tarde de la boda, donde se pinchaban los billetes de los invitados en la fruta (manzana clavada en un palo), con alfileres, y los novios, pacientemente, bailaban con unos y con otras, en agradecimiento, mientras alguien cantaba cosas así:

...Mira, novio, la tu mesa,

mírala de arriba abajo,
mira que tienes en ella
los padres que te han criado.
...Mira, novia, la tu mesa,
mírala de abajo arriba,
mira que tienes en ella
todita la tu familia…

La luna de miel era más bien una media luna, que no iba más allá de un viaje esporádico a Madrid (en el mejor de los casos), a ver el parque del Retiro, y de paso pillar el estreno de “Esa voz es una mina”, de Antonio Molina, en algún cine de Gran Vía, allá por los cincuenta, donde el mítico cantaor deleitaba a los paisanos con gorgoritos imposibles...

A los pocos días de la boda, la novia dejaba aparcado su eventual estatus de princesa cacereña, y regresaba a la realidad, arrodillada en un lavadero de madera, frotando trapos sobre las aguas otoñales, mientras no dejaba de recibir felicitaciones por aquí y por allá: “Eeee, hija, enhorabuena, que sea pa’ bien… / y uhté que lo conohca, tía...” La joven desposada, ya inmersa en las agrestes faenas, cambiaba el traje efímero de novia por el traje largo y pesaroso de la vida, sacando adelante, heroicamente, toda una prole de la cual descendemos la mayor parte de los aquí presentes. Aquellas mujeres, hicieron todo un ejercicio inigualable de entrega y sacrificio, sin esperar mucho a cambio, todo lo más, ya en sus años postreros, una cierta tranquilidad..., sólo tranquilidad, y acaso algún pequeño gesto de atención o afecto, aunque en no pocas ocasiones encontraron también ingratitud.


JORGE SÁNCHES MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com



sábado, 27 de mayo de 2017

Pobreza y dignidad



Sonaban dos golpes en la puerta, y un niño corría presto a la llamada..., el niño se frenaba en seco, y regresaba entre asustado y sorprendido, gritando a los presentes: "¡¡Eeeeeh un pooobri...!!" La madre buscaba en la alacena algún trozo de pan, y caminaba hacia la puerta con paso vivo y actitud resuelta, a depositar el pan, acompañado de una moneda de dos reales, sobre la mano temblorosa del mendigo, que respondía con voz ronca y gesto de ternura: “Dios se lo pague”.

Los personajes protagonistas de este texto, ya hicieron acto de presencia en relatos anteriores, de manera fugaz y como actores secundarios, pero merecen un recuerdo especial y detallado. Eran ellos, sí, aquellos que la gente de las aldeas norteñas llamaban "loh póbrih", y algunos más castizos en el habla, lo dejaban directamente en "loh próbih..."

Los pobres eran ya como un poco nuestros, formaban parte del paisaje callejero, y con cierta periodicidad aparecían en escena por los pueblos. A los niños, como ya contamos en alguna ocasión, nos daban miedo por su aspecto desaliñado, la barba impropia de aquel tiempo, y el semblante en penumbra bajo el sombrero, que les daba un toque tenebroso. Por otro lado, sus ropas andrajosas y puestas de cualquier manera, les conferían un aspecto entre cómico y grotesco. Al margen de todo lo anterior, los pobres nos tansmitían una extraña y serena inocencia... Con ellos aprendimos, más bien pronto que tarde, que la indumentaria y el aspecto físico no son garantía de nada, y aún menos de bondad u honradez. En cualquier caso, mirándolos bien, sus caras no contrastaban en exceso con las caras curtidas de aquel tiempo, caras con pátina de bronce y sudor, de aquella gente “renegría” que poblaba las calles, con esa peculiar mueca trágica dibujada en el rostro, propia de la España a garrotazos que tan bien plasmase Goya en sus Pinturas Negras.

Vestían ropas desechadas (qué sarcasmo) por los menesterosos campesinos que apenas desechaban nada; generalmente ropas de tallas grandes o pequeñas para sus cuerpos: zapatos rotos, por donde entraba el agua de los charcos; pantalones llenos de remiendos, que podíamos ver puestos a los espantapájaros de los trigales; chaquetas grises y zurcidas, de mangas largas que tapaban sus manos; mugrientos sombreros viejos de paño, de ala redonda y caída, que algún labriego les entregó...; y las alforjas, claro está, portadoras de “regojos” de pan y perras gordas de aluminio..., pues ellos, sí, para aquel viaje necesitaban siempre alforjas.

Eran mendigos de puerta en puerta. Algunos llamaban con el propio “palitroqui” que usaban para el camino. Sonaban los golpes sobre las maderas deslucidas, acostumbradas a recibir leñazos de toda procedencia... Solían llamar a la hora de comer, que era tal vez cuando los paisanos más andaban trasteando por casa... Extendían sus manos agrietadas, negras, sucias de tierra y limpias de codicia, y recibían en ellas alguna perra chica, o un “zalico” de pan, puede que acompañado de una tajada de tocino, o un trocillo de morcilla, en el mejor de los casos.

Apenas eran muy distintos de los mendigos medievales que llamaban a las puertas de los conventos franciscanos... Parecía como si aquellos mismos pobres se hubiesen perpetuado en el tiempo, y aún estuviesen llamando a nuestras casas.

Desde la rama de una higuera, un gato escuálido y famélico observaba el paso del mendigo, y ambos cruzaban una mirada cómplice, una mirada entre iguales, propia de dos destinos condenados a la misma suerte de fríos y penurias, como dos miembros de un mismo club, el club de los desheredados de un tiempo ya de por sí pobre y limosnero.

Los pobres que conocimos, salvo alguna excepción, eran poco pícaros, pues la necesidad era tan evidente, tan verdadera, que no necesitaban recurrir a sofisticadas artimañas; tan sólo alguna excepción había, como en todo..., tal vez de algún conocido borrachín pedigüeño, aficionado a humildes vinos taberneros, vinos peleones capaces de hacerle olvidar su desarraigo vital, su soledad de palo y camino... Nada que ver, por tanto, con algunos granujas actuales que han hecho de la falsa mendicidad una forma de vida, hasta con mafias y redes organizadas en algún caso, ni con aquel "Guzmán de Alfarache" y demás ingeniosos truhanes y mendigos de la picaresca española del Siglo de Oro.

Nuestros pobres eran vagabundos comarcales de corto recorrido. Procedían de pueblos cercanos, de manera que en el mismo día podían regresar a casa..., ¿he dicho a casa?, qué ironía, pues muchos de ellos apenas tenían un techo donde meterse. Algunos se alojaban en chozas o “caserucos” medio caídos, con tejas rotas y agujeros generosos en el techo, por cuya pantalla tridimensional aparecían rutilantes las estrellas, esas que, a buen seguro, tanto añoraban visitar un día.

Los pobres evaluaban las puertas de las casas, recordándolas de un año para otro, y en sus bases de datos probablemente aparecían las puertas más generosas, así como aquellas otras donde resultaba en vano perder el tiempo golpeando.

Algunos mendigos tartamudeaban..., les faltaban brazos, dedos, ojos..., padecían cojeras..., y arrastraban taras de lo más variado..., incluso retrasos mentales que les permitían cumplir el papel de bufones, conscientes, quizá, de que así despertaban mayor simpatía entre los aldeanos, a la vez que lástima, claro, pues de esta última dependía su propia subsistencia... Deambulaban por las calles a trancas y barrancas, entre rollos, barros, langostos, gallinas y gorrinos que comían en las pilas de granito el “verbajo” que en más de un caso hubiese sido un plato suculento para el propio indigente... También encontraban al paso mujeres de negro junto a la cortina de la puerta, que se disculpaban ante ellos con un escueto y avergonzado "perdone usted por dios..."; aunque a veces era tal la estrechez de algunas casas, ciertamente, que no había razón casi para la disculpa.

Tal vez muchos de los pobres estaban tan necesitados de afecto como de comida, que ya es decir..., pues es bien sabido que el ser humano ha sido mendicante de cariño tanto o más que de viandas.

No resultaba extraño ver a niños de la mano de los pobres, pues los niños siempre despertaban en mayor medida el lado caritativo de la gente. Luego algunos de estos hijos de mendigo se quedaron acogidos en familias de las localidades visitadas, en calidad de "aporijáuh" (prohijados), que para la gente de la época era un tipo de adopción menor, sin perder los apellidos originales. En más de un caso estos niños pasaban a jugar un papel de sirvientes más que de hijos propiamente dichos, realizando tareas domésticas, en el caso de las niñas, o tareas agropecuarias, en el caso de los niños. Algunos de estos pequeños, con los años, encontraron el afecto necesario y se ganaron la condición de hijos, heredando los escasos edificios y minifundios de sus segundos padres...; otros hallaron hostilidad en los hogares de acogida, y su vida tan sólo cambió para bien el día que se casaron con alguna moza o mozo, de aquellos coetáneos suyos de piel trigueña, y llenaron de espigas y panes el futuro de sus hijos, borrando el estigma del pasado.

Algunos pobres eran parcos en palabras, otros eran dicharacheros, y se ganaban al personal a fuerza de halagos y cumplidos. La gente a menudo los llamaba por sobrenombres, y los muchachones (grandes popes de las calles de la burla) los llamaban desde lejos por motes que desataban la ira de los mendigos más irascibles, o el gesto cabizbajo y humilde de los mansos.

Eran “pobres” almas de dios que nunca hicieron daño a nadie; algunos no hurtaban ni siquiera las hortalizas sitas en los márgenes de los caminos... Si alguno, ocasionalmente, cortaba una sandía o un melón, los campesinos no lo consideraban ni siquiera un hurto, sino más bien un acto de suprema justicia, pues tomaban algo que en conciencia les correspondía.

Sus miradas transmitían una paz inusual, raramente encontrada en el resto de la gente, dejándonos claro, como nos contase Lope de Vega: "Que más vale pobreza en paz, que en guerra mísera riqueza".

La pobreza estaba mal vista en aquellos pueblos nuestros. Eran pocos los que apreciaban la gran lección de dignidad que conlleva ser pobre y honrado a un tiempo, y una gran mayoría intentaba huir de la pobreza. Por desgracia la única fórmula posible de huida, era esconder la propia pobreza; pero la pobreza era como un caballo apocalíptico que cabalgaba a sus anchas por los andurriales..., y emergía desde el fondo de los pozos..., o se filtraba como lluvia por las tejas de los corrales..., o se colaba por cualquier grieta, como el viento invernal por las “talleras” de las puertas viejas. En el momento en que el apocado aldeano bajaba un poco la guardia, zas, allí estaba la pobreza dejándolo en evidencia, asomando la pata por debajo de la puerta... Era un tiempo preñado de ridículos complejos que surgen cuando no se acepta el valor intrínseco de las cosas. Hasta incluso el poco lujo que en ocasiones se exhibía en aquellos ambientes campesinos, no era sino la pobreza edulcorada, maquillada con afeites caseros y disfrazada de noños oropeles. La pobreza era dueña y señora de todos los espacios interiores y exteriores, y caminaba por las calles con la insolencia propia de saberse dueña de aquellos reinos.

Aún quedan personas de cierta edad en los pueblos que recogen de los contenedores de la basura todo lo que encuentran sospechosamente útil, incluidas numerosas cajas de cartón que apilan en las casas, en ese afán de guardarlo todo, como hormigas previsoras, afectados aún por el fantasma de una posguerra tardía, casi crónica, siempre con esa fiel aplicación del refrán tantas veces escuchado a nuestros mayores de: “El que guarda jalla”, y que ahora lo llaman Síndrome de Diógenes.

Fueron tantas y tan largas las miserias vividas, que la gente se apresuró a sacar pecho sobre finales de los setenta, “jaciendu fanfarria” y ostentación de pequeñas cosas materiales, justo cuando apenas empezábamos a salir de "gajeras", con la imagen aún reciente de la leche en polvo americana, servida a la puerta de las escuelas, o la mano debajo del pan para salvar las migas susceptibles de caer al suelo tras el mordisco.

El ser humano ha sido siempre rácano para con sus semejantes, en casi todo, no sólo en lo material. Aquellos que eran portadores de un conocimiento, lo guardaban celosamente; así lo vimos en los secretos de los gremios medievales, y así lo hemos visto en todo orden de cosas. Todos hemos sido mendigos de algo, y en menor medida dadivosos. El mundo ha sido siempre una rueda de entregas y demandas. Tal vez ahora seamos más pobres, si cabe, que aquellos pobres de antes, pues vivimos abrumados por nuevas e imperiosas necesidades, astutamente diseñadas, y carecemos, en cambio, de lo más esencial...

"Loh próbih" vagaban por los pueblos y los caminos, llenos de cicatrices en el alma y remiendos en la chaqueta. Al año siguiente, con el buen tiempo, volvían a sorprendernos por nuestras calles de la infancia, y alguna vez que otra faltaba uno de ellos, uno cualquiera, del que apenas se sabía..., si acaso algún rumor llegaba de que, seguramente, había dejado ya este valle de lágrimas. Iban causando baja con los años, dejando felizmente atrás un mundo hostil que no tuvo con ellos la más mínima conmiseración..., pero quizá con la esperanza, como alguien algún día les contase en cualquier esquina, de que ellos, siendo pobres y honrados, serían los primeros en el reino de los cielos.

Aquellos pordioseros, quién sabe, quizá estaban allí puestos adrede para probar nuestra conciencia, como instrumentos del magisterio de una insospechada escuela de almas, destinada a examinar y poner en la balanza los claroscuros de la débil condición humana.

Por carreteras de tierra y gravilla, entre árboles y collados, en los atardeceres se alejaban los mendigos, sobre un fondo de horizontes extremeños, rociados de lloviznas traicioneras, e ignorando flores y paisajes que no sirvieron para adornar sus vidas... Marchaban renqueantes, con sus cuerpos contrahechos y cojeras, ya tan suyas, que a veces era lo único que tenían. Iban dejando un rastro de pisadas desiguales sobre la tierra en polvo de los caminos. Los pobres se perdían a lo lejos, como sombras errantes que a nadie importaban..., como puntos negros de un microcosmos rural y mísero, llenos de jirones en la ropa, y las alforjas cargadas de pobreza y dignidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com

domingo, 2 de abril de 2017

Abuelos de pana y alcanfor


Los abuelos eran sabios, pero no lo sabían. Acumulaban enciclopedias de los más variopintos saberes, y unas espaldas anchas que soportaron guerras y posguerras. Salieron a flote de todas las odiseas, con total dignidad, resignados, y con los mínimos rencores posibles hacia la vida, quizá sabedores de estar sujetos a un orden desconocido, aunque, no obstante, se pasaron los años esperando el advenimiento de un tiempo mejor.

Había abuelos tranquilos y pacientes, y había abuelos nerviosos y "barquinos", había abuelos recortados de estatura (la mayoría) y había abuelos flacos y espigados; había abuelos risueños y abuelos taciturnos..., abuelos leguleyos y abuelos ágrafos..., abuelos “muchacheros” y abuelos ariscos e inaccesibles... Todos nosotros guardábamos cosas, rasgos... no sé..., andares y gestos heredados de los abuelos, pero no lo sabíamos hasta que un buen día alguien nos lo comentaba, y era ahí, en ese preciso instante, cuando éramos conscientes del linaje que nos había tocado en suerte, descubridores, sí, de los vínculos que nos unían a ellos.

En las tardes de domingo, los nietos íbamos a casa de los abuelos, y hallábamos a la abuela sentada en un poyo hablando con las vecinas, y la ausencia del abuelo nos llevaba a buscarlo a la taberna, entre una muchedumbre de boinas y sombreros de paño, jugando la partida. Nos acercábamos a él, sigilosos, a darle un beso, y el abuelo, sin perder de vista las cartas, nos daba la peseta del domingo, de una de aquellas que tenía encima de la mesa desgastada. Nosotros, sin más dilación, salíamos flechados hacia la calle a comprarnos un chicle Bazooka, que nos duraba toda la tarde haciendo pompas y fardando de modernidad... Otras veces encontrábamos al abuelo jugando a la rayuela en las calles de tierra, o en las cercanías de una ermita, tal vez después de algún viacrucis, en las primaverales e interminables tardes de abril, lanzando la moneda a la navaja clavada en la tierra, en un gesto seco y recortado, como quien lanza algo de lo que no quiere desprenderse. Todos los hombres allí, con sus camisas blancas arremangadas y los botines recién embetunados. Al acercarnos a ellos, sus ropas festivas olían inevitablemente al alcanfor de los baúles..., porque los abuelos, sí, cuando se "remuaban," olían a alcanfor.

Las abuelas eran acogedoras, acunadoras y amansadoras de miedos infantiles. Las abuelas eran unas segundas madres con pañuelo a la cabeza y manos tiritonas, amorosas hasta la extenuación, cuya palabra favorita era "prenda..." Las abuelas, en fin, constituyeron un impagable apoyo vital y emocional en nuestras vidas infantiles.

Aquellos abuelos fueron los grandes portadores de una tradición oral que hundía sus raíces en lo más hondo de un antiguo legado que tocó a su fin con ellos. Podían contarnos chascarrillos de su tiempo, anécdotas de hombres que se comían serones de pepinos en apuestas varoniles, hazañas que desafiaban las leyes de la naturaleza..., o tal vez historias de batallas perdidas donde todos perdieron... Las abuelas conocían antiguas canciones de bodas y alboradas, que cantaron antaño en los plácidos amaneceres extremeños, y que algunos entusiastas folcloristas de los ochenta recogieron en un último suspiro, ya casi al borde de llevárselas con ellas para siempre: "El novio le dio a la novia un anillo de oro fino, y ella le dio su palabra que vale más que el anillo..."

Las tecnologías estaban reñidas con nuestros abuelos, faltaría más... A pesar de todo, algunos llegaron a batirse el cobre con aquellas antiguas teles de un solo canal (a los pueblos no llegaba el UHF), y tenían que levantarse de la mesa camilla para subir o bajar el volumen, desperezando el esqueleto, en una lenta aproximación de reumáticos andares. Eran aquellas teles donde Basilio cantaba lo del “Cisne cuello negro”, y se oían otras "bobadas modernas" que a nuestros abuelos les quedaban muy lejos, y donde el colmo de los colmos era escuchar, incluso, canciones en inglés, idioma popularmente conocido en los pueblos como "guachi guachi..." Tan sólo las corridas taurinas, las obras de teatro cómicas y alguna coplilla flamenca, encendían sus ojillos llorosos de expectante alegría.

Si curtidas estaban las caras de las personas de edad mediana, las caras de los abuelos acumulaban ya incluso soles y vientos de varias décadas. Eran caras acartonadas, ásperas, de profundas y marcadas arrugas, como máscaras africanas con sombrero o pañuelo; pero desprendían una ternura difícilmente hallable en las caras hidratadas de nuestros días, esas caras publicitarias de colágenos distantes y sonrisas impostadas, que nos miran desde el papel couché de las revistas. Sus rostros tenían la inocencia de un niño, la humildad asumida después de una larga lucha sin tregua, sin ruido, como meros figurantes que pasaron de puntillas por el teatro de la vida; vidas que, en algunos casos, cumplían todas las bienaventuranzas bíblicas, sin dejarse una sola en el tintero.

Allá por los ochenta, cuando llegó el agua corriente a nuestros pueblos norteños, a los abuelos les costó mucho entender nuestras duchas diarias, nuestros lavados de dientes después de las comidas, y ese lujo incomprensible de arrinconar las ropas pasadas de moda, aún sin romper..., hasta el punto de que ellos, los abuelos, fueron receptores de las modernas ropas abandonadas por hijos y nietos. De esta forma, podíamos verlos en aquellos años ochenta, con una sudadera de Sandokán..., una camisa de amebas holgada y ochentera, donde cabían dos abuelos juntos..., un enorme impermeable amarillo de pescador cantábrico, o unas botas de faena heredadas de un hijo que trabajaba en Abengoa. Fueron prendas que vinieron a subvertir sus ropajes antiguos, su imagen del pasado, de camisas blancas sin cuello (con pechera), y chaleco aterciopelado, que lucían en aquellas fotos de los cuarenta y cincuenta, con un reloj de bolsillo, sujeto con cadena, guardado en el pantalón de pana, al que olvidaban darle cuerda por falta de costumbre. 

Nuestras abuelas eran devotas de imágenes sagradas que circulaban por las casas dentro de una pequeña urna de madera, con una hucha incorporada, y una lista parroquial pegada en el interior de la puertecilla... Colocaban lamparillas de aceite flotando sobre un vaso de agua, y un “poquinu” de aceite en la superficie (para ahorrar), y rezaban por unos y por otros con verdadera devoción...; tal vez por los nietos que, en la lejanía, vivían sus vidas ignorantes de las rogativas que la abuela lanzaba postrada delante del Sagrado Corazón de Jesús, colocado en una mesa camilla del patio. Las imágenes quedaban luego a solas en la oscuridad de la madrugada, con la lamparilla parpadeante alumbrando tenuemente la cara del santo, como una humilde y hogareña luz intermitente que se confundiese con las propias estrellas. 

Antiguamente las abuelas tenían también reclinatorios que permanecían en las iglesias, flanqueados por “tarasquillos” de madera sobre las paredes, bien surtidos de velas... Luego llegaron los bancos que nosotros conocimos, y los reclinatorios volvieron a las casas, ya con su "terciopelo ajado" (que diría el poeta), quedando relegados en la habitación de los abuelos, y haciendo las veces de galán de noche sobre un suelo de lanchas de granito.

Abuelos y abuelas mostraban sin complejos sus bocas desdentadas, como en un reino medieval sin dientes, donde las dentaduras aún eran un lujo de viejos señoritos, y no había, por tanto, de qué avergonzarse. Un abuelo con más dientes de la cuenta, no parecía un auténtico abuelo. Así vimos siempre sus caras de bocas cóncavas, y las miradas imprecisas desde sus empañados ojos de cataratas ignoradas.

Las abuelas aún tenían mucho de aquella televisiva Doña Rogelia, que hizo las delicias de los españoles setenteros y ochenteros, con una voz entre aflautada y quebrada. Las abuelas llevaban pañuelo a la cabeza, y una faldiquera, que era una especie de gran bolsillo de tela oculto bajo la saya, donde guardaban botones, pañuelos, perras gordas...; era como el cajón de sastre donde iba a parar todo lo que la abuela se encontraba. Usaban gafas de cerca, reparadas con esparadrapo, que les servían para coser, y eran las mismas gafas que utilizaban los abuelos para leer la correspondencia esporádica que les llegaba, o tal vez la hoja parroquial que repartían los monaguillos por las casas después de la misa dominical.

Nos llevaban al campo de niños, y nos iban mostrando cada cercado, cada cortinal, con el nombre del dueño o los herederos... Lo conocían todo con precisión. Nos iban pronunciando los nombres antiguos de los parajes, que no venían ni siquiera en los planos del catastro, y los nombres de las fuentes tapadas por la maleza, que aparecían ante nuestros ojos de repente, transportándonos a un mundo mágico de hechizos ancestrales: Fuente labrada, fuente “Jerrera”, fuente de Marcos...

Tenían un burro, generalmente pequeño, al que subían desde un poyo de granito, con su calderilla dispuesta para los higos, y los veíamos venir en lontananza, en los atardeceres, como a Sancho sin Quijote, al trasluz del crepúsculo estival.

Nietos y abuelos éramos besucones; los abuelos más bien eran receptores de los besos infantiles, con sus caras de lija raspándonos la cara, y las abuelas más bien eran emisoras de besos estridentes. Aprendimos a disimular para limpiarnos la cara con la manga del jersey, sabiendo que este gesto podía suponer un enfado considerable si nos pillaban: "Qué ehcrupulosinu y ahquerosinu se ha vueltu", nos decían. En aquellos abrazos los abuelos nos olían a pana rancia, y las abuelas nos olían a ajo y vinagre. Eran olores ya un tanto nuestros, que teníamos interiorizados, y asociados a aquella bella cultura de los afectos.

Nuestros abuelos conocían cientos de historias y leyendas, pero contaban siempre las mismas, las dos o tres de siempre, con el mismo gesto en cada lance, y la misma carcajada en cada momento; pero nos gustaba oírlas mil veces repetidas, a veces acompañados de amigos a los que invitábamos al evento; amigos que a su vez nos llevaban donde sus respectivos abuelos (también muchacheros), que nos relataban sus otras historias, igualmente repetidas... Otras veces le tocaba el turno a las abuelas, que nos ensimismaban con leyendas de misterios atávicos, de lobos..., de brujillas rurales, y de tenebrosos hombres del saco, que acabarían siendo condenados al ostracismo en el futuro, por falta de maldad, en ese mundo psicopático y siniestro que nos fue llegando años más tarde, a través de películas y series televisivas.

Las casas de los abuelos tenía olores propios, y paredes de adobe encaladas, que iban soltando pequeñas postillas blancas sobre el suelo húmedo de cantería. Abríamos la tranca de sus casas por la noche, y escuchábamos al gato maullar, y acto seguido, después de unos metros de temerosa oscuridad, aparecía ante nuestros ojos la escena tantas veces vista de los abuelos sentados a la lumbre, ya medio adormecidos, en un silencio sepulcral..., si acaso el ruido de alguna vieja radio, silboteando entre emisoras portuguesas que iban y venían como el anticiclón de las Azores. Y allí nos sentábamos un rato junto a ellos, en un "tajino" de corcha, apto para nuestras diminutas posaderas, pasando a ser partícipes de un escenario humilde, pero mágico y rebosante de ternura, junto al misterio de las llamas hipnóticas, aún no superadas por pantalla de plasma alguna. ¡Cuánto daríamos ahora por un breve instante de aquellos!

Se guiaban por el reloj del campanario, no más; reloj que no les servía para gran cosa cuando iban perdiendo oído; pero tampoco les preocupaba, pues conocían la hora por la altura del sol, y la sombra proyectada por la pared de una caseta vieja, o la de los álamos de un arroyo, que les marcaban la hora de volver. 

Nuestros abuelos eran muy apañados y usaban mondadientes de fabricación propia, pelados a navaja..., alambres para atarlo todo..., puntas y tablas que sujetaban mil cosas..., y adaptaciones y chapucillas surrealistas de aquí y de allá. A veces, también, una pequeña rama de albahaca colocada en la oreja, les hacía las veces de perfume, y por la comisura de sus labios asomaban ramillas de presta, a modo de elixir natural, que ellos se procuraban en sus andares campestres.

Una de nuestras aficiones frustradas era meter la mano en el bolsillo de la chaqueta del abuelo, esperando encontrar un caramelo, y, para nuestra decepción, encontrar una bellota, como un símbolo de la tierra que aparecía por todas partes, y que nosotros aún no apreciábamos en su justa medida.

Los abuelos eran infalibles hombres del tiempo, conocían con precisión las lluvias venideras por la procedencia del aire, y a veces barruntaban la “demuación” con sus articulaciones... Sus refranes favoritos estaban ligados a la climatología: “Febrero engañó a su madre en el lavadero...” “En marzo calienta el sol como un pelmazo...” “En mayo quemó la vieja el escaño, y en junio porque no lo tuvo...” Se pasaron la vida barruntando cosas; barruntaban no sólo el cambio de tiempo, sino también los ruidos a lo lejos, los engaños escondidos, los fracasos venideros... Barruntaron, seguramente, muchas más cosas de las que hubieran deseado, entregados a una vida de la que salieron más veces trasquilados que triunfantes.

Olían a naftalina, a romero, a las fragantes hierbas de los regatos, al poleo de las fuentes y a sudores añejos de naturaleza viva... Los abuelos olían a cosas verdaderas, y así también se fueron un día, dejándonos un rastro de verdad y un saco de deudas impagadas. Nos estarán esperando, quizá, junto a las aguas de algún arroyo cristalino en las alturas, o en algún prado colmado de flores, de primaveras que nunca se terminan..., en un trozo de ese cielo que tantas veces vieron desde la puerta de casa o del corral, y que se habrán ganado a pulso, a fuerza de heroicos sufrimientos.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com


sábado, 25 de febrero de 2017

Calles de fantasía




Las calles parecían una proyección de la propia naturaleza, tal vez como si ésta entrase en el casco urbano sin permiso, reclamando algo propio. Se diría que aquellas calles eran la naturaleza misma ligeramente ordenada, en un intento fallido de geometrías arbitrarias. Podíamos ver elementos naturales llenando todos los espacios: calles de rollos y tierra..., adobes de barro y paja..., tejas preñadas de yerbajos..., parras cubriendo las fachadas y apoderándose de ventanillas de trojes..., pozos de cantería toscamente pulida..., canchales que asomaban en la base de los edificios, sirviéndonos de sentadero..., lanchas y poyos asimétricos a la entrada de las casas..., paredes de piedra medio caídas, que custodiaban pequeños serenos..., monolitos de granito solitarios, de un portal que quedó por construir..., y algún tronco de encina, manchado de gallinazas, olvidado en un rincón sin salida.

Las estaciones del año eran fácilmente identificables en aquellas calles nuestras, flanqueadas de hierbas verdes en invierno, ornamentadas de amapolas y margaritas en primavera, o revestidas de pasto seco, achicharrado de soles estivales. Las calles, por tanto, tenían también olores: el olor propio de cada estación, unido al recio olor a "vicio" y Zotal, que escapaba de los corrales, o, por contra, el aromático jazmín que asomaba por las paredes altas del patio de una maestra jubilada, que otrora fuese la maestra de nuestras madres.

Fueron calles que esperaron pacientes a nuestro nacimiento, para acogernos en su seno de riesgo y aventura, como antes sirvieron de escenario inigualable a nuestros antepasados. Eran calles que no sufrieron grandes transformaciones hasta llegados los años setenta y ochenta. Se mantuvieron, punto arriba o punto abajo, con la misma apariencia durante largo tiempo, por lo cual, se podría decir que nuestra niñez transcurrió en un entorno afín al de nuestros mayores.

Casas y calles estrechaban sus lazos en perfecta hermandad. La calle y la casa, por momentos, eran una cosa misma; de repente íbamos de una pieza a otra de la casa, y la puerta de la calle, (semiabierta), daba paso a la estancia principal, que era la propia calle, como si fuese una prolongación del edificio... La casa, de esta forma, pasaba a ser un mero apoyo logístico de nuestra vida en el exterior, donde transcurrían la mayor parte de nuestras horas infantiles. Apenas entrábamos raudos a comer, o a beber agua de la tinaja, y ya estábamos nuevamente fuera. La casa no nos servía ni siquiera de wáter, como quedó sobradamente relatado por aquí. Eran viviendas incómodas, y no estaban pensadas para el descanso ni el disfrute de las mismas, con sofás, teles y calefacciones al uso en nuestros días. Esta circunstancia le otorgaba a la calle un plus de habitabilidad. Ni siquiera el frío o la lluvia mermaban nuestro espíritu infantil y callejero. La lluvia era transformada en un nuevo elemento lúdico, con canciones, charcos pisoteados por sorpresa, arcoiris que tocábamos con los dedos, goterones de las tejas que nos mojaban la “cotorina” entre risas y broncas al llegar a casa con el pelo empapado... Charcos de nuestra niñez que fueron lagos para nuestros barcos de papel, que abarcábamos de orilla a orilla, de una zancada, como gigantes mitológicos con botas katiuskas. No conocíamos adversidades: aprovechábamos la inercia misma de las cosas para llevarlo todo a nuestro mundo de ficción, siempre entre risas y algarabía; quién da más.

Al mirar hacia arriba encontrábamos al señor don gato sentadito en su tejado, junto a chimeneas ofrecidas a las nubes, que nos dejaban puestas de sol difícilmente superables.

Corríamos por plazas de tierra que antaño vieron bailar a mozas con trajes regionales y pañuelos de ramos; mozas y mozos que hollaron el suelo con jotas extremeñas, llenando de alegría el eco de las tardes de domingo: "Las de la calle Caleros se lavan con aguardiente, las de Caminito Llano con agüita de la fuente..."

Las viviendas cohabitaban con corrales y huertos que dejaban asomar ramas de higueras por sus paredes de piedra, reventonas, que a menudo amenazaban nuestra integridad física, y que dejaban el suelo alfombrado de higos y hojas a los pies de los viandantes. Por aquellas mismas paredes, nuestros amigos felinos accedían a la calle de la misma forma que escapaban de ella. Para los gatos, su seguridad quedaba a tiro de un simple salto hacia la pared de un huerto, o hacia la gatera de una puerta, donde dejaban siempre, como pago, algún que otro pelo.

Las viejas enlutadas en las solanas destacaban como puntos negros edulcorados por sombreros de paja, en medio de fuertes colores y contrastes provocados por un sol tan intenso que parecía cambiar la naturaleza misma de las cosas; ellas allí, zurciendo y rezurciendo cien veces las mismas medias y calcetines, en una imagen propia de un cuadro fauvista.

En las horas de la siesta veraniega, las calles quedaban derretidas de fuegos planetarios, y una luz cegadora nos obligaba a "atacuñar" (entornar fuertemente) los ojos, mientras una paz de chicharras acunaba a los lugareños, como en una canción de cuna milenaria que algún buen día adormeciese también a los antiguos lusitanos y vetones, por estas mismas latitudes, allá por los tiempos del astuto y despiadado Escipión.

En cierta ocasión, como sin pedir permiso, empezaron a aparecer las primeras antenas de televisión en las alturas, como aguijones de modernidad clavados en la piel de los tejados, dándonos un ligero anticipo de la degradación de nuestra arquitectura popular, y la inminente plastificación de un mundo exultante que llamaba a la puerta con arrogante insistencia. Nadie apostó ya más por aquella estética de siempre, que fue muriendo por inanición. Aquellas antenas fueron la punta del iceberg de una invasión alienígena que poco a poco iría demoliendo la magia de nuestras calles de cuentos de hadas.

Los abrevaderos para las bestias en medio de los pueblos, nos daban estampas de posguerra, junto a grandes pozos con gente inclinada sobre el brocal de granito, sumergiendo calderillas de zinc, que dejaban un reguero de agua sobre los rollos de guijarro... En aquellos pozos nos asomábamos también los niños, temerosos y asombrados, y lanzábamos nuestra voz infantil que retumbaba majestuosa, como salida del propio pozo, al tiempo que mirábamos nuestra imagen en el espejo del agua, que quedaba borrada con la siguiente calderilla sumergida. Teníamos miedo de asomarnos solos, no fuera a ser que la “mora” del pozo nos tragase repentinamente, como nos habían contado nuestras abuelas que les pasaba a los niños que osaban asomarse a los pozos por cuenta propia.

Las calles eran un jolgorio de ruidos y presencias que iban y venían, en una gran obra teatral donde cada cual tenía perfectamente asumido su papel. La vida transitaba de lo macro a lo micro: burros, vacas, perros, cabras, gallinas, hormigas, pulgas... y personas; todos interactuando constantemente sin ningún rubor..., directos a la vena; no había vida virtual, pero sí vida virtuosa, pues sólo de honestidades grandes levantaron su humanidad aquellos heroicos extremeños.

El sol provocaba destellos en la ropa tendida, y también en los vestidos blancos de las niñas, que cantaban en corro, o a la comba, canciones ya casi olvidadas: "Pañuelito pañuelito, quién te pudiera tener guardadito en el bolsillo como un pliego de papel..."

Los rebaños de cabras atravesaban frecuentemente los pueblos, interrumpiendo nuestros juegos cada dos por tres. Eran cabriales con ruidos de campanillos y fuerte olor cabruno, que parecían no acabar de pasar nunca, con dos o tres cabras rezagadas que espantábamos para despejar nuevamente nuestro terreno de juego, por un instante arrebatado. Los rebaños de ovejas cansinas cruzaban por espacios grandes de tierra, y los paisanos montados en burros, mulos y caballos, nos obligaban a recoger la pelota ante el temor de que ésta fuese hacia las patas de las bestias, y diese con los huesos del jinete en tierra. Después quedaba un rastro de cagalutas, plastas y cagajones, que algunos paisanos se encargaban de recolectar para el consiguiente estiércol, barriéndolo todo con escobas de baleo, como quien recoge fresas o cualquier otro fruto preciado. Eran los únicos barrenderos de nuestras calles agropecuarias, de un sistema de vida ecológico y verdaderamente sostenible.

Los propios juegos que desplegábamos por las calles, eran juegos apoyados en elementos naturales: a las tabas, que eran pequeños huesos de animales..., a los chinos, con diminutas piedrecillas abundantes en el terreno... Los palos, de mil tamaños y formas, se transformaban en rifles o espadas..., y hasta los palos más largos, incluso, en caballos que corrían al galope metidos entre nuestras piernas. De la calle cogíamos la materia prima de los juegos, que luego era devuelta hacia la calle misma, como en un préstamo natural, barato y reciclable. Palos y piedras quedaban nuevamente esparcidos por las calles, dispuestos a cobrar nuevas vidas, nuevos papeles, allí donde fuesen requeridos.

Salir al campo nos llevaba poco más de dos o tres minutos, cambiando calles por callejas. El contraste no era grande, ciertamente, pues tan sólo cambiábamos una naturaleza menor por otra mayor, con presencia humana igualmente abundante por caminos, huertos y cortinales, con gente canturreando y silboteando en sus oficios, que sonreían a nuestro paso con más o menos simpatía, o malicia, según el caso.

A la vuelta de cualquier esquina nos podía pillar por sorpresa una palangana de agua sucia, lanzada al exterior desde cualquier puerta, que era esquivada de un salto repentino, o un frenazo en seco, en un acto reflejo al que estábamos acostumbrados, pues el instinto de aquel tiempo estaba sobradamente desarrollado. Claro que este riesgo era pequeño en contraste con el pasado, pues me cuentan que antiguamente lo que volaba hacia las calles eran los orinales, desde un balcón cualquiera, con orines que en más de una ocasión hicieron diana sobre algún pobre viandante con boina, o algún distraído campesino que pasaba plácidamente a lomos de un burro cárdeno.

Las macetas de flores estaban en lo alto de los balcones, pues a ras de tierra eran muchos los enemigos de cuatro patas que daban buena cuenta de toda forma de vida vegetal que osase lucir palmito.

La soledad era una extraña figura a la que no se le daban grandes oportunidades. Si alguien se sentía solo, bastaba con asomar las narices a la puerta, y la soledad quedaba fulminada en un instante. La conversación, sí, saltaba inevitablemente, como de un manantial inesperado: ¿Poh querráh creelti que el otru día, según iba pal corral, vieni una ventolera y me tira el jaci de forraji encima, que por pocu me atorta sobre el canchu...?, y las risas brotaban alegrando el semblante al vecino taciturno, que no tuvo que hacer grandes esfuerzos para recomponer nuevamente la figura.

Las paredes de piedra contenían ventanillas que eran pequeñas oquedades protegidas por rejas de hierro oxidado, que daban acceso a lóbregas cocinas con olor a ajo, morcilla y humo. Uno de nuestros juegos preferidos consistía en "asompinarnos" (ponernos de puntilla) sobre el ventanuco de marras, a gritar tonterías y salir corriendo... Por aquellas ventanillas veíamos a viejos soplando la lumbre con un fuelle, viejecillas moviendo el puchero sobre las brasas, sillas de nea desvencijadas, cántaros en el suelo, alguna máquina de coser Singer, cubierta con un viejo pañuelo de cien colores..., o tal vez una quesera de madera, de tres patas, sobre un rincón marginada.

A nuestro paso por las calles encontrábamos pozos pequeños junto a la entrada..., parras que daban más sombra que uvas..., poyos apuntalados por pedruscos, sobre suelos desnivelados..., portales con tejadillos apoyados en columnas de granito..., lanchas de cantería, o de pizarra, como únicas aceras..., puertas de madera sin tratar, con cerrojos oxidados que chirriaban sin piedad..., y algún anciano tiritón a la puerta, que apenas se percataba de nuestra presencia.

Por la noche las calles se tornaban difíciles de transitar; tan sólo una bombilla de plato cada muchos metros alumbraba sutilmente el vagar de los labriegos, provistos de farolas de petaca, en sus nocturnos quehaceres. Estas mismas calles se nos mostraban pletóricas de gente en el verano, con poyos y chácharas que se oían como un rumor en la lejanía. Los perros callejeros deambulaban también por las calles nocturnas, amenazando la paz de los gatos y el sueño de los aldeanos. Antiguamente no había ni siquiera bombillas de plato; me hablaba mi abuelo de oscuridades tenebrosas, y gente caminando con faroles de aceite, entre pedruscos y charcos invernales, algo que yo imaginaba como una escena fantasmal de luces misteriosas cruzando de un lado para otro, como espectros luminosos de antepasados que nunca conocimos.

Correr de noche, por lo tanto, tenía sus riesgos, pero nos adaptábamos a la orografía del terreno con bastante destreza, de hecho los esguinces de tobillo eran una "rara avis": ni siquiera el nombre era conocido. Todo lo más podía ser que un infante se "jiriera" un pie, pisando mal en cualquier rollo, que luego algún “pastor curandero”, de reconocido prestigio, le sanaba a base de friegas de vinagre, como si fuera la pata de una oveja... Corríamos como bailarinas entre piedras y ortigas que nos picaban a traición, saliendo prácticamente indemnes de todas las amenazas, no más allá de alguna matadura en las rodillas, que nos curaban en casa con alcohol, a grito vivo y sin contemplaciones.

Las calles eran escenario de juegos infantiles heredados de nuestros mayores: juegos pastoriles que acababan en “majadas” salvadoras, que eran un refugio inconsciente de nuestros miedos. La propia anarquía de las calles desataba nuestra imaginación: de esta forma, podíamos usar una gran piedra negra de pizarra, vertical, como un esbelto caballo sobre el que montábamos en nuestras correrías por el oeste..., o un cancho de granito pulido, en forma de resbaladera, como el tobogán de los Picapiedras, que destrozaba nuestros calzones cortos, al igual que destrozó los vestidos de nuestras madres en su infancia... Las calles eran parques temáticos sin fecha de caducidad, que se heredaban sin solución de continuidad de una generación a otra.

A la par de nuestros juegos, la vida continuaba por las calles, y pasaban las mujeres con cántaros a la cadera, o portando la imagen de la Virgen de Fátima... Mientras tanto, en cualquier sitio, un hombre de gesto rudo y tos perruna, ataba las bestias a los ganchos de hierro clavados en las paredes, sin dejar la conversación con su interlocutor: "Hogañu paeci que vieni la cosa algu máh atrasá...”

La tormenta repentina declinaba el tono luminoso de las calles hacia un gris inopinado, y las calles corrían como abruptas cataratas... Aquí es donde pasaban a escena las pontecillas, pasarelas y arroyos que cruzaban los pueblos. Arroyos malolientes en verano, transformados por las lluvias invernales en ríos menores, armados de corrientes que todo lo arrastraban: botes de lata, como naves a la deriva..., yerbajos enrollados a un zapato negro..., y hasta un viejo pantalón de pana sembrado de remiendos, que navegaba con los restos del naufragio. Por aquellas corrientes broncas, aguas abajo se iban también las penas, con la clara esperanza de que nunca más volvieran.

El atardecer hacía su puesta de largo por calles y travesías, y nos llegaba el aroma a sofritos que escapaba de las cocinas, mezclado con olor a leña quemada... El sol se despedía tras los tejados, y los niños marchábamos a casa por aquellos modestos bulevares que eran las calles principales de los pueblos, con pequeñas acacias a los lados, que alguien, con buena intención, plantó para dar un toque de avenida capitalina a nuestras calles, que fueron concebidas para ser humildemente bellas.

En las fotos color sepia, vemos aquellas calles del pasado, y jugamos a entrar en ellas como Alicia en el espejo, y deambular por cada recoveco, y volver a cada instante vivido, reencontrando a la gente del pasado, estática, muda, junto a puertas y cortinas; y de repente se nos agolpan los recuerdos, dejándonos un gesto contrariado, alternando una sonrisa y una mueca de tristeza... Todo quedó allí, en las crónicas de un tiempo plebeyo más noble que ninguno.

Ahora se intentan recrear pueblos antiguos por aquí y por allá, simulando entornos rurales y tipismos que antaño fueron la sal de la vida. Tarde nos dimos cuenta del valor de las cosas perdidas, como tarde nos damos cuenta de casi todo.

Calles de nuestra infancia, alejadas en la bruma del tiempo, deformidades bellas que tuvisteis a bien dejarnos los más gratos momentos, que ahora pasan fugaces por el cristal empañado de la historia. Calles de nuestra infancia, que fuisteis depositarias de nuestras risas permanentes, de nuestros juegos alocados, de nuestras cuitas y alegrías... Calles de fantasía, que cobijasteis en el hueco de las manos nuestras horas más dichosas.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS