sábado, 21 de enero de 2017

Con pan




Todo se comía con pan, y a veces el pan solo; pan con tocino, pan con aceite, pan con hambre. El pan era más que un alimento, era todo un emblema, venerado hasta el punto de aprender desde niños a besarlo cada vez que caía al suelo. Era un amigo benefactor, cercano y omnipresente, que hasta los tiempos de nuestra infancia aún mantuvo intacta su sacralidad.

La ausencia de pan en la posguerra llevó al pan a unos niveles de leyenda nunca alcanzados por alimento alguno. Había buscadores de trigo como hubo buscadores de oro. Bien lo supieron aquellos antepasados nuestros; tal es el caso de mi bisabuelo, que en los años de sequía partía con dos mulos hacia tierras de Castilla, buscando unas pocas fanegas de trigo (en trueque de productos), aún a riesgo de ser requisado por los carabineros.

Más tarde el pan empezó a ser habitual en la vida campesina, pero siempre con un halo de respeto alrededor. Dentro de cualquier casa podíamos ver escenas de este tipo: un niño pequeño sentado en la jalda de la madre, rechazando una cucharada de sopa de fideos, con mueca de asco, mientras el resto de la tropa comía a la disputa en una sola fuente de porcelana despostillada, sabiendo bien que a cada golpe de cuchara encontrarían más baja la marea en las menguadas aguas del gazpacho extremeño. Para el segundo plato, tres cuartos de lo mismo, las tajadas de tocino en el centro, y cada cual ensartándolas con el tenedor para llevarlas hacia el pan propio. Las migas caídas sobre el mantel de hule eran barridas con la mano hacia la boca, o rescatadas con la yema de los dedos, para no dejar resquicios del honorable pan, ni siquiera en su expresión mínima. Cada comida era como librar una batalla.

En muchas casas tardaron en llegar los platos individuales. Esta llegada supuso toda una revolución en los hábitos domésticos, cambiando el concepto competitivo de aquellas comidas de supervivencia por un relajado deleite nunca visto, aunque siempre en un ambiente de pocas tonterías, faltaría más.

Desde pequeño escuché una anécdota en mi entorno, sobre un niño de ciudad, de familia acomodada, que visitaba el pueblo en vacaciones, y en cierta ocasión, al entrar con un amigo en casa de los abuelos de este último, los encontró a todos comiendo del mismo caldero, ante lo cual, el delicado infante, exclamó asombrado: "¡Comen como los cerdos, todos en la misma pila!" El anciano de la casa, famoso en el barrio por su humor fino, guardó silencio unos segundos y contestó con sorna: "¿Y vusótruh comeréih comu loh búrruh, ca unu en el su pilón?

Tiempo atrás una sola servilleta de trapo servía para todos los comensales, y la bebida consistía en levantarse a echar un trago en la tinaja de barro comunitaria, tapada por un plato y un puchero (ambos de porcelana), puchero del que bebía también furtivamente el gato, aprovechando la soledad de la estancia. Tan sólo algún varón cerrado en barba cambiaba el agua por el vino peleón.

Al levantarnos de la mesa quedaba todo reciclado; todo era materia orgánica apta para ser devorada por los distintos y famélicos animalillos domésticos que habitaban casas y corrales, salvo algún coscurrillo de pan duro que escapaba por la puerta a beneficio de los “perrinos” callejeros, o a las alforjas de los pordioseros con aspecto de mendigos medievales, que aún transitaban las calles de nuestra niñez.

Antiguamente, me cuentan que se hacía el pan en casa: se dejaba fermentar tapado con sábanas y mantas (como a otro humano cualquiera), luego pasaba por las casas la “jornera” (mujer del horno) con su tablero a la cabeza, para llevarse los panes a cocer. Eran los tiempos de la “maquila” (el cobro de un pan por cada arroba masada). Después volvía la “jornera” nuevamente a entregar aquellos panes de tres libras, por un instante arrebatados... Estos panes de ida y vuelta, se iban tan sólo un instante con la firme esperanza de volver, sabedores, quizá, de lo necesarios que eran en aquellos hogares de tez quemada y pómulos marcados... Aquellos panes redondos se guardaban en tinajas de barro, en la bodega, con tapadera de corcho; de esta forma el pan no estaba nunca duro, sino tan sólo correoso, lo cual suponía un mal menor, en un tiempo en que los males menores sabían a gloria. También había préstamo de panes entre familiares y allegados, en una permuta de solidaridades ya un tanto anacrónica en nuestros días: "Dejálnuh un pan, que mañana masámuh nusótruh y oh lo devolvémuh..."

Las madres y abuelas tenían toda una colección de frases recurrentes para con nosotros, los pequeños comensales: "Comi dehpaciu, que te vah a añurgal..."; "Ponti pa lanti, que te mánchah..."; "No ehpúlguih, comi a jechu..."; "Deja de miral lah musaráñah..."; pero ante todo: "Comi con pan, que te va a jacel dañu..."

Cuando algo no nos gustaba, por ejemplo, las escamas del pescado, siempre quedaba la “jugada maestra” de echárselas al gato, que de manera cansina daba la tabarra alrededor de la mesa, restregándose sobre nuestras piernas y maullando con insistente reivindicación gatuna. Claro que nuestra inocencia no tenía límites, pues nada más dejar caer el manjar al suelo, el silencio del gato nos delataba, y una vez ya descubiertos, es cuando venía la frase lapidaria de la abuela, tantas veces escuchada: "¡¡Qué jambri de quinci díah que tuviérah...!!" Las abuelas eran tremendamente generosas, pues nos maldecían tan sólo por un corto espacio de tiempo, sabedoras de que el hambre pasada duró considerablemente más. Por tanto, no nos deseaban ningún mal, sino tan sólo un pequeño periodo de necesidad pedagógica, perfectamente delimitado en quince días.

Otro recurso, no siempre eficaz, para superar el rechazo alimentario, era "engañar" la comida con alguna cosa de mayor aceptación. Cuando, por ejemplo, los garbanzos del cocido no nos entraban ni a tiros, nos obsequiaban con un par de uvas para “engañar” (además del pan, siempre el pan), pero a veces ni por esas colaba; y aquí volvía la abuela a la carga, tachándonos de "micos", "sarnosos", "gajientos"..., y el abuelo dándonos la puntilla con el eterno sonsonete: "Cuandu váyah a la mili te van a ehpabilal..."

Otra perla de aquellos lances infantiles con la gastronomía rural, eran nuestras manifestaciones de hambre a madres y abuelas: “Mama, tengu jambri...", a lo que la madre contestaba: "¿Jambri...?, sí, jambri golosa..."; o bien: "Abuela, tengu jambri"; y la abuela respondía: "Poh alza la pata y lambi..."

Algunos adornillos en la repisa de la chimenea y paredes aledañas, daban un ligero toque de amabilidad a la sobria decoración, y entretenían nuestras distraídas miradas infantiles durante las comidas soporíferas: un antiguo molinillo de café..., algún candil al uso..., pucheros de barro…, o almanaques de San Antonio bendito, el amado santo de las causas imposibles.

Si la comida en el hogar resultaba austera, la comida a campo era rayana con la vida en las cavernas, todo sin delicadezas, y a mano…, todo a mano, pegando tirones de un lado a otro, como remotos homínidos de ropas remendadas, con grasa en los hocicos y los ojos entornados frente a soles y cierzos, pero siempre con el pan al lado, el sagrado pan.

Como ya hemos comentado alguna vez  por aquí, el hedonismo era un fulano encorsetado y relamido, que nunca fue bien recibido en aquellas aldeas, aún casi celtíberas, de la alta Extremadura, y era echado a patadas de la mayoría de las casas, donde los placeres eran habas contadas, reservados para momentos especiales.

Los viejos masticaban sin dientes, todo a golpe de encías; apenas un diente solitario y burlón asomaba al descuido de una mueca o sonrisa, mientras mordisqueaban el pan con  goce y dedicación. Siempre el pan, el sagrado pan.

En algunas casas había ausencia total de comedor (menudo lujo). Se comía directamente en las cocinas, al lado del "chupón" (chimenea). Los que comían de espaldas a la lumbre, se achicharraban por detrás, y el resto de comensales pegaban tiritones fusilados por las corrientes despiadadas de las viejas casas espartanas. No había término medio para casi nada. Tan sólo a los ancianos se les reservaba el pequeño privilegio de sentarse en el escaño, cerca del fuego, con las manos “rejilonas” (tiritonas), deformadas de artrosis y trabajos costosos hasta edad avanzada; y allí, sentados, miraban abstraídos las amorosas llamas de la hoguera, mientras guardaban en la mano un trocillo de pan blanco, como un tesoro al que no estaban dispuestos a renunciar ni siquiera en el último instante de sus vidas.

El pan de aquellos días, sin química, se compraba en las tahonas, con aquellos olores a cosas verdaderas, y un trajín de gente, grande y menuda, saliendo y entrando por los portones salpicados de harina, y parándose a hablar con el pan bajo el sobaco, sobre la brisa perfumada y campesina de aquellas plácidas mañanas de amapolas, soles y espigas.

Y así, siempre presente el pan en los platos extremeños de aquellos días: Migas, sopas de patatas, repollo con huesos de la matanza, cocido extremeño con sapillos, patatas “revolcás”, cuchifritos de carne, aceitunas “arracás”, morcillas finas..., y el pan blanco de migajón, tan apreciado, que acababa luego en las sopas de leche nocturnas, y en las plingadas mañaneras. Ahora, cuando los viejos ven a la gente comer pan integral a precio superior al pan blanco (tan idolatrado tiempo atrás), sonríen, haciéndonos saber que el pan integral era el pan de las antiguas "perrunas" que echaban a los mastines del ganado, allá en aquellos años donde perros y humanos compartían estrecheces, y el hambre se repartía generosa, sin hacer distingos. Estas personas mayores, si ven un trozo de pan desperdigado por ahí, intentan comérselo, aún sin hambre, como en una deuda permanente y no resuelta con lo más arcano y menesteroso de su pasado.

En materia de comida estaban los comedidos y los “ajechones”, que era el nombre que recibían los que aprovechaban cualquier circunstancia para zampar sin miramientos ante la generosidad de la pobre gente que humildemente ofrecía lo que tenía. En bastantes ocasiones los “ajechones” no eran los más necesitados, como parece repetirse en tantas cosas.

Distintas fueron las frases que escuchamos referidas a la gente o animales tenidos con escasez de alimentos: "A matajambri..., a trónchuh y bérzah..., a grílluh..." Pero siempre había un trozo de pan misericordioso, aunque fuese duro o correoso, no importa. Incluso en las mayores penitencias, la gente quedaba a pan y agua, como dos elementos capitales que se daban la mano en una última y extrema alianza a favor de la vida.

Había todo un vocabulario aldeano para referirse al pan en sus distintos tamaños y formas: "coscurro", para el trozo de pan duro...; "zalico", para el cacho de pan arrancado caprichosamente...; "regojos", para las sobras de pan destinadas a sopas, gazpachos, o a los animales cercanos en última instancia…

En las “sardinadas” organizadas en los pueblos recientemente, con las multitudes comiendo pan con sardinas, revivimos el milagro de los panes y los peces, la necesidad milenaria de la gente  por lo más elemental y cercano; ese eterno consorcio entre lo humano y lo divino donde nunca falta el pan, como un lazo atávico con la trascendencia, que ha sobrevivido a culturas y generaciones a lo largo de los siglos.

Nuestra infancia fue una infancia con pan y migajones, migajones que al caer al suelo eran picoteados por las gallinas, y las hormigas laboriosas los transportaban al hormiguero más cercano, sito bajo un poyo de cantería, donde un anciano sentado al sol acunaba en paz sus pensamientos.

En el azaroso inventario de recuerdos que la memoria casquivana nos procura, nos quedan los trigales al viento…, las extensiones ocres maduradas de soles y paciencia..., los sacos apilados, contenedores de harinas y deseos... Y el pan, siempre el pan.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com