sábado, 25 de febrero de 2017

Calles de fantasía




Las calles parecían una proyección de la propia naturaleza, tal vez como si ésta entrase en el casco urbano sin permiso, reclamando algo propio. Se diría que aquellas calles eran la naturaleza misma ligeramente ordenada, en un intento fallido de geometrías arbitrarias. Podíamos ver elementos naturales llenando todos los espacios: calles de rollos y tierra..., adobes de barro y paja..., tejas preñadas de yerbajos..., parras cubriendo las fachadas y apoderándose de ventanillas de trojes..., pozos de cantería toscamente pulida..., canchales que asomaban en la base de los edificios, sirviéndonos de sentadero..., lanchas y poyos asimétricos a la entrada de las casas..., paredes de piedra medio caídas, que custodiaban pequeños serenos..., monolitos de granito solitarios, de un portal que quedó por construir..., y algún tronco de encina, manchado de gallinazas, olvidado en un rincón sin salida.

Las estaciones del año eran fácilmente identificables en aquellas calles nuestras, flanqueadas de hierbas verdes en invierno, ornamentadas de amapolas y margaritas en primavera, o revestidas de pasto seco, achicharrado de soles estivales. Las calles, por tanto, tenían también olores: el olor propio de cada estación, unido al recio olor a "vicio" y Zotal, que escapaba de los corrales, o, por contra, el aromático jazmín que asomaba por las paredes altas del patio de una maestra jubilada, que otrora fuese la maestra de nuestras madres.

Fueron calles que esperaron pacientes a nuestro nacimiento, para acogernos en su seno de riesgo y aventura, como antes sirvieron de escenario inigualable a nuestros antepasados. Eran calles que no sufrieron grandes transformaciones hasta llegados los años setenta y ochenta. Se mantuvieron, punto arriba o punto abajo, con la misma apariencia durante largo tiempo, por lo cual, se podría decir que nuestra niñez transcurrió en un entorno afín al de nuestros mayores.

Casas y calles estrechaban sus lazos en perfecta hermandad. La calle y la casa, por momentos, eran una cosa misma; de repente íbamos de una pieza a otra de la casa, y la puerta de la calle, (semiabierta), daba paso a la estancia principal, que era la propia calle, como si fuese una prolongación del edificio... La casa, de esta forma, pasaba a ser un mero apoyo logístico de nuestra vida en el exterior, donde transcurrían la mayor parte de nuestras horas infantiles. Apenas entrábamos raudos a comer, o a beber agua de la tinaja, y ya estábamos nuevamente fuera. La casa no nos servía ni siquiera de wáter, como quedó sobradamente relatado por aquí. Eran viviendas incómodas, y no estaban pensadas para el descanso ni el disfrute de las mismas, con sofás, teles y calefacciones al uso en nuestros días. Esta circunstancia le otorgaba a la calle un plus de habitabilidad. Ni siquiera el frío o la lluvia mermaban nuestro espíritu infantil y callejero. La lluvia era transformada en un nuevo elemento lúdico, con canciones, charcos pisoteados por sorpresa, arcoiris que tocábamos con los dedos, goterones de las tejas que nos mojaban la “cotorina” entre risas y broncas al llegar a casa con el pelo empapado... Charcos de nuestra niñez que fueron lagos para nuestros barcos de papel, que abarcábamos de orilla a orilla, de una zancada, como gigantes mitológicos con botas katiuskas. No conocíamos adversidades: aprovechábamos la inercia misma de las cosas para llevarlo todo a nuestro mundo de ficción, siempre entre risas y algarabía; quién da más.

Al mirar hacia arriba encontrábamos al señor don gato sentadito en su tejado, junto a chimeneas ofrecidas a las nubes, que nos dejaban puestas de sol difícilmente superables.

Corríamos por plazas de tierra que antaño vieron bailar a mozas con trajes regionales y pañuelos de ramos; mozas y mozos que hollaron el suelo con jotas extremeñas, llenando de alegría el eco de las tardes de domingo: "Las de la calle Caleros se lavan con aguardiente, las de Caminito Llano con agüita de la fuente..."

Las viviendas cohabitaban con corrales y huertos que dejaban asomar ramas de higueras por sus paredes de piedra, reventonas, que a menudo amenazaban nuestra integridad física, y que dejaban el suelo alfombrado de higos y hojas a los pies de los viandantes. Por aquellas mismas paredes, nuestros amigos felinos accedían a la calle de la misma forma que escapaban de ella. Para los gatos, su seguridad quedaba a tiro de un simple salto hacia la pared de un huerto, o hacia la gatera de una puerta, donde dejaban siempre, como pago, algún que otro pelo.

Las viejas enlutadas en las solanas destacaban como puntos negros edulcorados por sombreros de paja, en medio de fuertes colores y contrastes provocados por un sol tan intenso que parecía cambiar la naturaleza misma de las cosas; ellas allí, zurciendo y rezurciendo cien veces las mismas medias y calcetines, en una imagen propia de un cuadro fauvista.

En las horas de la siesta veraniega, las calles quedaban derretidas de fuegos planetarios, y una luz cegadora nos obligaba a "atacuñar" (entornar fuertemente) los ojos, mientras una paz de chicharras acunaba a los lugareños, como en una canción de cuna milenaria que algún buen día adormeciese también a los antiguos lusitanos y vetones, por estas mismas latitudes, allá por los tiempos del astuto y despiadado Escipión.

En cierta ocasión, como sin pedir permiso, empezaron a aparecer las primeras antenas de televisión en las alturas, como aguijones de modernidad clavados en la piel de los tejados, dándonos un ligero anticipo de la degradación de nuestra arquitectura popular, y la inminente plastificación de un mundo exultante que llamaba a la puerta con arrogante insistencia. Nadie apostó ya más por aquella estética de siempre, que fue muriendo por inanición. Aquellas antenas fueron la punta del iceberg de una invasión alienígena que poco a poco iría demoliendo la magia de nuestras calles de cuentos de hadas.

Los abrevaderos para las bestias en medio de los pueblos, nos daban estampas de posguerra, junto a grandes pozos con gente inclinada sobre el brocal de granito, sumergiendo calderillas de zinc, que dejaban un reguero de agua sobre los rollos de guijarro... En aquellos pozos nos asomábamos también los niños, temerosos y asombrados, y lanzábamos nuestra voz infantil que retumbaba majestuosa, como salida del propio pozo, al tiempo que mirábamos nuestra imagen en el espejo del agua, que quedaba borrada con la siguiente calderilla sumergida. Teníamos miedo de asomarnos solos, no fuera a ser que la “mora” del pozo nos tragase repentinamente, como nos habían contado nuestras abuelas que les pasaba a los niños que osaban asomarse a los pozos por cuenta propia.

Las calles eran un jolgorio de ruidos y presencias que iban y venían, en una gran obra teatral donde cada cual tenía perfectamente asumido su papel. La vida transitaba de lo macro a lo micro: burros, vacas, perros, cabras, gallinas, hormigas, pulgas... y personas; todos interactuando constantemente sin ningún rubor..., directos a la vena; no había vida virtual, pero sí vida virtuosa, pues sólo de honestidades grandes levantaron su humanidad aquellos heroicos extremeños.

El sol provocaba destellos en la ropa tendida, y también en los vestidos blancos de las niñas, que cantaban en corro, o a la comba, canciones ya casi olvidadas: "Pañuelito pañuelito, quién te pudiera tener guardadito en el bolsillo como un pliego de papel..."

Los rebaños de cabras atravesaban frecuentemente los pueblos, interrumpiendo nuestros juegos cada dos por tres. Eran cabriales con ruidos de campanillos y fuerte olor cabruno, que parecían no acabar de pasar nunca, con dos o tres cabras rezagadas que espantábamos para despejar nuevamente nuestro terreno de juego, por un instante arrebatado. Los rebaños de ovejas cansinas cruzaban por espacios grandes de tierra, y los paisanos montados en burros, mulos y caballos, nos obligaban a recoger la pelota ante el temor de que ésta fuese hacia las patas de las bestias, y diese con los huesos del jinete en tierra. Después quedaba un rastro de cagalutas, plastas y cagajones, que algunos paisanos se encargaban de recolectar para el consiguiente estiércol, barriéndolo todo con escobas de baleo, como quien recoge fresas o cualquier otro fruto preciado. Eran los únicos barrenderos de nuestras calles agropecuarias, de un sistema de vida ecológico y verdaderamente sostenible.

Los propios juegos que desplegábamos por las calles, eran juegos apoyados en elementos naturales: a las tabas, que eran pequeños huesos de animales..., a los chinos, con diminutas piedrecillas abundantes en el terreno... Los palos, de mil tamaños y formas, se transformaban en rifles o espadas..., y hasta los palos más largos, incluso, en caballos que corrían al galope metidos entre nuestras piernas. De la calle cogíamos la materia prima de los juegos, que luego era devuelta hacia la calle misma, como en un préstamo natural, barato y reciclable. Palos y piedras quedaban nuevamente esparcidos por las calles, dispuestos a cobrar nuevas vidas, nuevos papeles, allí donde fuesen requeridos.

Salir al campo nos llevaba poco más de dos o tres minutos, cambiando calles por callejas. El contraste no era grande, ciertamente, pues tan sólo cambiábamos una naturaleza menor por otra mayor, con presencia humana igualmente abundante por caminos, huertos y cortinales, con gente canturreando y silboteando en sus oficios, que sonreían a nuestro paso con más o menos simpatía, o malicia, según el caso.

A la vuelta de cualquier esquina nos podía pillar por sorpresa una palangana de agua sucia, lanzada al exterior desde cualquier puerta, que era esquivada de un salto repentino, o un frenazo en seco, en un acto reflejo al que estábamos acostumbrados, pues el instinto de aquel tiempo estaba sobradamente desarrollado. Claro que este riesgo era pequeño en contraste con el pasado, pues me cuentan que antiguamente lo que volaba hacia las calles eran los orinales, desde un balcón cualquiera, con orines que en más de una ocasión hicieron diana sobre algún pobre viandante con boina, o algún distraído campesino que pasaba plácidamente a lomos de un burro cárdeno.

Las macetas de flores estaban en lo alto de los balcones, pues a ras de tierra eran muchos los enemigos de cuatro patas que daban buena cuenta de toda forma de vida vegetal que osase lucir palmito.

La soledad era una extraña figura a la que no se le daban grandes oportunidades. Si alguien se sentía solo, bastaba con asomar las narices a la puerta, y la soledad quedaba fulminada en un instante. La conversación, sí, saltaba inevitablemente, como de un manantial inesperado: ¿Poh querráh creelti que el otru día, según iba pal corral, vieni una ventolera y me tira el jaci de forraji encima, que por pocu me atorta sobre el canchu...?, y las risas brotaban alegrando el semblante al vecino taciturno, que no tuvo que hacer grandes esfuerzos para recomponer nuevamente la figura.

Las paredes de piedra contenían ventanillas que eran pequeñas oquedades protegidas por rejas de hierro oxidado, que daban acceso a lóbregas cocinas con olor a ajo, morcilla y humo. Uno de nuestros juegos preferidos consistía en "asompinarnos" (ponernos de puntilla) sobre el ventanuco de marras, a gritar tonterías y salir corriendo... Por aquellas ventanillas veíamos a viejos soplando la lumbre con un fuelle, viejecillas moviendo el puchero sobre las brasas, sillas de nea desvencijadas, cántaros en el suelo, alguna máquina de coser Singer, cubierta con un viejo pañuelo de cien colores..., o tal vez una quesera de madera, de tres patas, sobre un rincón marginada.

A nuestro paso por las calles encontrábamos pozos pequeños junto a la entrada..., parras que daban más sombra que uvas..., poyos apuntalados por pedruscos, sobre suelos desnivelados..., portales con tejadillos apoyados en columnas de granito..., lanchas de cantería, o de pizarra, como únicas aceras..., puertas de madera sin tratar, con cerrojos oxidados que chirriaban sin piedad..., y algún anciano tiritón a la puerta, que apenas se percataba de nuestra presencia.

Por la noche las calles se tornaban difíciles de transitar; tan sólo una bombilla de plato cada muchos metros alumbraba sutilmente el vagar de los labriegos, provistos de farolas de petaca, en sus nocturnos quehaceres. Estas mismas calles se nos mostraban pletóricas de gente en el verano, con poyos y chácharas que se oían como un rumor en la lejanía. Los perros callejeros deambulaban también por las calles nocturnas, amenazando la paz de los gatos y el sueño de los aldeanos. Antiguamente no había ni siquiera bombillas de plato; me hablaba mi abuelo de oscuridades tenebrosas, y gente caminando con faroles de aceite, entre pedruscos y charcos invernales, algo que yo imaginaba como una escena fantasmal de luces misteriosas cruzando de un lado para otro, como espectros luminosos de antepasados que nunca conocimos.

Correr de noche, por lo tanto, tenía sus riesgos, pero nos adaptábamos a la orografía del terreno con bastante destreza, de hecho los esguinces de tobillo eran una "rara avis": ni siquiera el nombre era conocido. Todo lo más podía ser que un infante se "jiriera" un pie, pisando mal en cualquier rollo, que luego algún “pastor curandero”, de reconocido prestigio, le sanaba a base de friegas de vinagre, como si fuera la pata de una oveja... Corríamos como bailarinas entre piedras y ortigas que nos picaban a traición, saliendo prácticamente indemnes de todas las amenazas, no más allá de alguna matadura en las rodillas, que nos curaban en casa con alcohol, a grito vivo y sin contemplaciones.

Las calles eran escenario de juegos infantiles heredados de nuestros mayores: juegos pastoriles que acababan en “majadas” salvadoras, que eran un refugio inconsciente de nuestros miedos. La propia anarquía de las calles desataba nuestra imaginación: de esta forma, podíamos usar una gran piedra negra de pizarra, vertical, como un esbelto caballo sobre el que montábamos en nuestras correrías por el oeste..., o un cancho de granito pulido, en forma de resbaladera, como el tobogán de los Picapiedras, que destrozaba nuestros calzones cortos, al igual que destrozó los vestidos de nuestras madres en su infancia... Las calles eran parques temáticos sin fecha de caducidad, que se heredaban sin solución de continuidad de una generación a otra.

A la par de nuestros juegos, la vida continuaba por las calles, y pasaban las mujeres con cántaros a la cadera, o portando la imagen de la Virgen de Fátima... Mientras tanto, en cualquier sitio, un hombre de gesto rudo y tos perruna, ataba las bestias a los ganchos de hierro clavados en las paredes, sin dejar la conversación con su interlocutor: "Hogañu paeci que vieni la cosa algu máh atrasá...”

La tormenta repentina declinaba el tono luminoso de las calles hacia un gris inopinado, y las calles corrían como abruptas cataratas... Aquí es donde pasaban a escena las pontecillas, pasarelas y arroyos que cruzaban los pueblos. Arroyos malolientes en verano, transformados por las lluvias invernales en ríos menores, armados de corrientes que todo lo arrastraban: botes de lata, como naves a la deriva..., yerbajos enrollados a un zapato negro..., y hasta un viejo pantalón de pana sembrado de remiendos, que navegaba con los restos del naufragio. Por aquellas corrientes broncas, aguas abajo se iban también las penas, con la clara esperanza de que nunca más volvieran.

El atardecer hacía su puesta de largo por calles y travesías, y nos llegaba el aroma a sofritos que escapaba de las cocinas, mezclado con olor a leña quemada... El sol se despedía tras los tejados, y los niños marchábamos a casa por aquellos modestos bulevares que eran las calles principales de los pueblos, con pequeñas acacias a los lados, que alguien, con buena intención, plantó para dar un toque de avenida capitalina a nuestras calles, que fueron concebidas para ser humildemente bellas.

En las fotos color sepia, vemos aquellas calles del pasado, y jugamos a entrar en ellas como Alicia en el espejo, y deambular por cada recoveco, y volver a cada instante vivido, reencontrando a la gente del pasado, estática, muda, junto a puertas y cortinas; y de repente se nos agolpan los recuerdos, dejándonos un gesto contrariado, alternando una sonrisa y una mueca de tristeza... Todo quedó allí, en las crónicas de un tiempo plebeyo más noble que ninguno.

Ahora se intentan recrear pueblos antiguos por aquí y por allá, simulando entornos rurales y tipismos que antaño fueron la sal de la vida. Tarde nos dimos cuenta del valor de las cosas perdidas, como tarde nos damos cuenta de casi todo.

Calles de nuestra infancia, alejadas en la bruma del tiempo, deformidades bellas que tuvisteis a bien dejarnos los más gratos momentos, que ahora pasan fugaces por el cristal empañado de la historia. Calles de nuestra infancia, que fuisteis depositarias de nuestras risas permanentes, de nuestros juegos alocados, de nuestras cuitas y alegrías... Calles de fantasía, que cobijasteis en el hueco de las manos nuestras horas más dichosas.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS