sábado, 27 de mayo de 2017

Pobreza y dignidad



Sonaban dos golpes en la puerta, y un niño corría presto a la llamada..., el niño se frenaba en seco, y regresaba entre asustado y sorprendido, gritando a los presentes: "¡¡Eeeeeh un pooobri...!!" La madre buscaba en la alacena algún trozo de pan, y caminaba hacia la puerta con paso vivo y actitud resuelta, a depositar el pan, acompañado de una moneda de dos reales, sobre la mano temblorosa del mendigo, que respondía con voz ronca y gesto de ternura: “Dios se lo pague”.

Los personajes protagonistas de este texto, ya hicieron acto de presencia en relatos anteriores, de manera fugaz y como actores secundarios, pero merecen un recuerdo especial y detallado. Eran ellos, sí, aquellos que la gente de las aldeas norteñas llamaban "loh póbrih", y algunos más castizos en el habla, lo dejaban directamente en "loh próbih..."

Los pobres eran ya como un poco nuestros, formaban parte del paisaje callejero, y con cierta periodicidad aparecían en escena por los pueblos. A los niños, como ya contamos en alguna ocasión, nos daban miedo por su aspecto desaliñado, la barba impropia de aquel tiempo, y el semblante en penumbra bajo el sombrero, que les daba un toque tenebroso. Por otro lado, sus ropas andrajosas y puestas de cualquier manera, les conferían un aspecto entre cómico y grotesco. Al margen de todo lo anterior, los pobres nos tansmitían una extraña y serena inocencia... Con ellos aprendimos, más bien pronto que tarde, que la indumentaria y el aspecto físico no son garantía de nada, y aún menos de bondad u honradez. En cualquier caso, mirándolos bien, sus caras no contrastaban en exceso con las caras curtidas de aquel tiempo, caras con pátina de bronce y sudor, de aquella gente “renegría” que poblaba las calles, con esa peculiar mueca trágica dibujada en el rostro, propia de la España a garrotazos que tan bien plasmase Goya en sus Pinturas Negras.

Vestían ropas desechadas (qué sarcasmo) por los menesterosos campesinos que apenas desechaban nada; generalmente ropas de tallas grandes o pequeñas para sus cuerpos: zapatos rotos, por donde entraba el agua de los charcos; pantalones llenos de remiendos, que podíamos ver puestos a los espantapájaros de los trigales; chaquetas grises y zurcidas, de mangas largas que tapaban sus manos; mugrientos sombreros viejos de paño, de ala redonda y caída, que algún labriego les entregó...; y las alforjas, claro está, portadoras de “regojos” de pan y perras gordas de aluminio..., pues ellos, sí, para aquel viaje necesitaban siempre alforjas.

Eran mendigos de puerta en puerta. Algunos llamaban con el propio “palitroqui” que usaban para el camino. Sonaban los golpes sobre las maderas deslucidas, acostumbradas a recibir leñazos de toda procedencia... Solían llamar a la hora de comer, que era tal vez cuando los paisanos más andaban trasteando por casa... Extendían sus manos agrietadas, negras, sucias de tierra y limpias de codicia, y recibían en ellas alguna perra chica, o un “zalico” de pan, puede que acompañado de una tajada de tocino, o un trocillo de morcilla, en el mejor de los casos.

Apenas eran muy distintos de los mendigos medievales que llamaban a las puertas de los conventos franciscanos... Parecía como si aquellos mismos pobres se hubiesen perpetuado en el tiempo, y aún estuviesen llamando a nuestras casas.

Desde la rama de una higuera, un gato escuálido y famélico observaba el paso del mendigo, y ambos cruzaban una mirada cómplice, una mirada entre iguales, propia de dos destinos condenados a la misma suerte de fríos y penurias, como dos miembros de un mismo club, el club de los desheredados de un tiempo ya de por sí pobre y limosnero.

Los pobres que conocimos, salvo alguna excepción, eran poco pícaros, pues la necesidad era tan evidente, tan verdadera, que no necesitaban recurrir a sofisticadas artimañas; tan sólo alguna excepción había, como en todo..., tal vez de algún conocido borrachín pedigüeño, aficionado a humildes vinos taberneros, vinos peleones capaces de hacerle olvidar su desarraigo vital, su soledad de palo y camino... Nada que ver, por tanto, con algunos granujas actuales que han hecho de la falsa mendicidad una forma de vida, hasta con mafias y redes organizadas en algún caso, ni con aquel "Guzmán de Alfarache" y demás ingeniosos truhanes y mendigos de la picaresca española del Siglo de Oro.

Nuestros pobres eran vagabundos comarcales de corto recorrido. Procedían de pueblos cercanos, de manera que en el mismo día podían regresar a casa..., ¿he dicho a casa?, qué ironía, pues muchos de ellos apenas tenían un techo donde meterse. Algunos se alojaban en chozas o “caserucos” medio caídos, con tejas rotas y agujeros generosos en el techo, por cuya pantalla tridimensional aparecían rutilantes las estrellas, esas que, a buen seguro, tanto añoraban visitar un día.

Los pobres evaluaban las puertas de las casas, recordándolas de un año para otro, y en sus bases de datos probablemente aparecían las puertas más generosas, así como aquellas otras donde resultaba en vano perder el tiempo golpeando.

Algunos mendigos tartamudeaban..., les faltaban brazos, dedos, ojos..., padecían cojeras..., y arrastraban taras de lo más variado..., incluso retrasos mentales que les permitían cumplir el papel de bufones, conscientes, quizá, de que así despertaban mayor simpatía entre los aldeanos, a la vez que lástima, claro, pues de esta última dependía su propia subsistencia... Deambulaban por las calles a trancas y barrancas, entre rollos, barros, langostos, gallinas y gorrinos que comían en las pilas de granito el “verbajo” que en más de un caso hubiese sido un plato suculento para el propio indigente... También encontraban al paso mujeres de negro junto a la cortina de la puerta, que se disculpaban ante ellos con un escueto y avergonzado "perdone usted por dios..."; aunque a veces era tal la estrechez de algunas casas, ciertamente, que no había razón casi para la disculpa.

Tal vez muchos de los pobres estaban tan necesitados de afecto como de comida, que ya es decir..., pues es bien sabido que el ser humano ha sido mendicante de cariño tanto o más que de viandas.

No resultaba extraño ver a niños de la mano de los pobres, pues los niños siempre despertaban en mayor medida el lado caritativo de la gente. Luego algunos de estos hijos de mendigo se quedaron acogidos en familias de las localidades visitadas, en calidad de "aporijáuh" (prohijados), que para la gente de la época era un tipo de adopción menor, sin perder los apellidos originales. En más de un caso estos niños pasaban a jugar un papel de sirvientes más que de hijos propiamente dichos, realizando tareas domésticas, en el caso de las niñas, o tareas agropecuarias, en el caso de los niños. Algunos de estos pequeños, con los años, encontraron el afecto necesario y se ganaron la condición de hijos, heredando los escasos edificios y minifundios de sus segundos padres...; otros hallaron hostilidad en los hogares de acogida, y su vida tan sólo cambió para bien el día que se casaron con alguna moza o mozo, de aquellos coetáneos suyos de piel trigueña, y llenaron de espigas y panes el futuro de sus hijos, borrando el estigma del pasado.

Algunos pobres eran parcos en palabras, otros eran dicharacheros, y se ganaban al personal a fuerza de halagos y cumplidos. La gente a menudo los llamaba por sobrenombres, y los muchachones (grandes popes de las calles de la burla) los llamaban desde lejos por motes que desataban la ira de los mendigos más irascibles, o el gesto cabizbajo y humilde de los mansos.

Eran “pobres” almas de dios que nunca hicieron daño a nadie; algunos no hurtaban ni siquiera las hortalizas sitas en los márgenes de los caminos... Si alguno, ocasionalmente, cortaba una sandía o un melón, los campesinos no lo consideraban ni siquiera un hurto, sino más bien un acto de suprema justicia, pues tomaban algo que en conciencia les correspondía.

Sus miradas transmitían una paz inusual, raramente encontrada en el resto de la gente, dejándonos claro, como nos contase Lope de Vega: "Que más vale pobreza en paz, que en guerra mísera riqueza".

La pobreza estaba mal vista en aquellos pueblos nuestros. Eran pocos los que apreciaban la gran lección de dignidad que conlleva ser pobre y honrado a un tiempo, y una gran mayoría intentaba huir de la pobreza. Por desgracia la única fórmula posible de huida, era esconder la propia pobreza; pero la pobreza era como un caballo apocalíptico que cabalgaba a sus anchas por los andurriales..., y emergía desde el fondo de los pozos..., o se filtraba como lluvia por las tejas de los corrales..., o se colaba por cualquier grieta, como el viento invernal por las “talleras” de las puertas viejas. En el momento en que el apocado aldeano bajaba un poco la guardia, zas, allí estaba la pobreza dejándolo en evidencia, asomando la pata por debajo de la puerta... Era un tiempo preñado de ridículos complejos que surgen cuando no se acepta el valor intrínseco de las cosas. Hasta incluso el poco lujo que en ocasiones se exhibía en aquellos ambientes campesinos, no era sino la pobreza edulcorada, maquillada con afeites caseros y disfrazada de noños oropeles. La pobreza era dueña y señora de todos los espacios interiores y exteriores, y caminaba por las calles con la insolencia propia de saberse dueña de aquellos reinos.

Aún quedan personas de cierta edad en los pueblos que recogen de los contenedores de la basura todo lo que encuentran sospechosamente útil, incluidas numerosas cajas de cartón que apilan en las casas, en ese afán de guardarlo todo, como hormigas previsoras, afectados aún por el fantasma de una posguerra tardía, casi crónica, siempre con esa fiel aplicación del refrán tantas veces escuchado a nuestros mayores de: “El que guarda jalla”, y que ahora lo llaman Síndrome de Diógenes.

Fueron tantas y tan largas las miserias vividas, que la gente se apresuró a sacar pecho sobre finales de los setenta, “jaciendu fanfarria” y ostentación de pequeñas cosas materiales, justo cuando apenas empezábamos a salir de "gajeras", con la imagen aún reciente de la leche en polvo americana, servida a la puerta de las escuelas, o la mano debajo del pan para salvar las migas susceptibles de caer al suelo tras el mordisco.

El ser humano ha sido siempre rácano para con sus semejantes, en casi todo, no sólo en lo material. Aquellos que eran portadores de un conocimiento, lo guardaban celosamente; así lo vimos en los secretos de los gremios medievales, y así lo hemos visto en todo orden de cosas. Todos hemos sido mendigos de algo, y en menor medida dadivosos. El mundo ha sido siempre una rueda de entregas y demandas. Tal vez ahora seamos más pobres, si cabe, que aquellos pobres de antes, pues vivimos abrumados por nuevas e imperiosas necesidades, astutamente diseñadas, y carecemos, en cambio, de lo más esencial...

"Loh próbih" vagaban por los pueblos y los caminos, llenos de cicatrices en el alma y remiendos en la chaqueta. Al año siguiente, con el buen tiempo, volvían a sorprendernos por nuestras calles de la infancia, y alguna vez que otra faltaba uno de ellos, uno cualquiera, del que apenas se sabía..., si acaso algún rumor llegaba de que, seguramente, había dejado ya este valle de lágrimas. Iban causando baja con los años, dejando felizmente atrás un mundo hostil que no tuvo con ellos la más mínima conmiseración..., pero quizá con la esperanza, como alguien algún día les contase en cualquier esquina, de que ellos, siendo pobres y honrados, serían los primeros en el reino de los cielos.

Aquellos pordioseros, quién sabe, quizá estaban allí puestos adrede para probar nuestra conciencia, como instrumentos del magisterio de una insospechada escuela de almas, destinada a examinar y poner en la balanza los claroscuros de la débil condición humana.

Por carreteras de tierra y gravilla, entre árboles y collados, en los atardeceres se alejaban los mendigos, sobre un fondo de horizontes extremeños, rociados de lloviznas traicioneras, e ignorando flores y paisajes que no sirvieron para adornar sus vidas... Marchaban renqueantes, con sus cuerpos contrahechos y cojeras, ya tan suyas, que a veces era lo único que tenían. Iban dejando un rastro de pisadas desiguales sobre la tierra en polvo de los caminos. Los pobres se perdían a lo lejos, como sombras errantes que a nadie importaban..., como puntos negros de un microcosmos rural y mísero, llenos de jirones en la ropa, y las alforjas cargadas de pobreza y dignidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com