jueves, 12 de octubre de 2017

El traje de la novia


Un tropel descontrolado de niñas y mozuelas, corría entre los rollos callejeros para apostarse sobre esquinas y márgenes de las calles, subiéndose en poyos, paredes de granito o cualquier sitio de cota elevada, al objeto de ver pasar a la novia, la deslumbrante novia que ese día acaparaba todas las miradas pueblerinas. Algunas mujeres observaban el cortejo nupcial desde la íntima oscuridad de la cortina, o desde las ventanas enrejadas que horadaban las gruesas paredes de piedra y barro.

El novio era un simple figurante, un paje de la novia; se diría más bien una sombra proyectada por la rutilante novia, sombra marengo y triste, de la que apenas resaltaba el pico del pañuelo blanco que asomaba tímido por el bolsillo de la chaqueta…, o el brillo del calzado embetunado con maternal esmero..., o quizá el pelo pringado de brillantina, que parecía más bien el lametón de una vaca “morucha” encima de un rostro curtido de soles cimarrones. La cabeza del novio recordaba un poco a la de aquellos muñecos de los futbolines que nos llegaron por los setenta, con el pelo brillante y aplastado, y el porte rígido, propio de quien se sabe lejos de su espacio natural.

Tan sólo había una cosa por encima de la novia en fulgor y expectación, y era el propio traje de ésta. El traje de la novia eclipsaba a la misma novia, sí, desatando todas las miradas femeninas, y se convertía en la comidilla por las calles del lugar.

Por los sesenta ya empezaban a verse novias con trajes blancos, y alguna niña llevando la cola, tal y como se podía contemplar en las bodas televisivas, pero en este caso con más razón que nunca, para salvaguardar el traje de las cagalutas de oveja, la tierra del suelo, o las brevas aplastadas que se repartían bondadosas por las calles de nuestra infancia rural. El traje blanco de cola era toda una novedad, pues hasta los años cincuenta, la mayoría de las novias llevaban traje negro con mantilla y peineta, y un pequeño ramo de flores artificiales confeccionado al efecto.

Aquellas novias eran la proyección ilusionada de las emperatrices austriacas que aparecían en las películas, o las famosas artistas de las revistas Hola y Garbo, que iban llegando esporádicamente desde Madrid o Plasencia...

Los invitados de aquellos años aún no iban de traje y corbata, ni las mujeres llevaban elegantes vestidos con chal. Salvo los familiares más directos, la mayoría de los invitados no pasaban de la vestimenta propia del "remúe" dominical: los hombres, preferentemente, con su eterna camisa blanca arremangada, y un clavel en la oreja; las mujeres, con un discreto traje o vestido que ellas mismas, muy apañadas siempre, se arreglaban en sus talleres caseros de costura; las niñas, con aquellos vestidos minifalderos blancos…, y los niños, con las calzonas cortas de Cuéntame, y algún “niqui” especial que la madre les reservaba para domingos y fiestas de guardar.

Muy corriente resultaba también la estampa de los músicos, con saxo y acordeón, buscando a los padrinos primero, al novio después, y finalmente a la novia, con pasodobles pachangueros, para proseguir con el pasacalle castizo con el resto de invitados hasta la puerta de la iglesia. El cortejo se iba abriendo paso entre curiosos que acudían a la orilla de la calle, y alguna cabra que indiferente miraba desde la puerta del corral.

A la salida de la iglesia, la gente de posguerra aún tiraba el arroz con cierta escasez, con el freno de mano echado, y esa plena consciencia atávica de estar tirando un bien preciado. Los niños, por contra, acribillaban a los novios sin miramientos, subidos en algún poyo de granito a la entrada de la iglesia, después de una interminable espera, donde los novios no acababan nunca de salir… Ese era el momento en que el padre de la novia lanzaba el misérrimo cohete de marras, con expresión bobalicona en la cara…, y el estallido sonaba en las alturas, como dos pobres cuescos de pólvora al aire, apenas perceptibles, que se llevaba el viento solano de la mañana extremeña, junto al paso de alguna solitaria cigüeña que regresaba al campanario.

Uno de los martirologios de cada boda, era el que sufrían los mozos y mozas en edad de merecer, que eran blanco de todo tipo de indirectas y exhortaciones a abandonar el celibato. El más acosado, sin duda, eran el pobre mozo tardío: “A vel cuándo te va tocandu a ti, que ya va siendu hora”, le decían las mujeres…; “A vel si vámuh espabilandu, que paeci que no tiénih sangri en el cuerpu, meee cagueennn…,” le espetaban los hombres. Mientras tanto, el humillado mozo tardío, cabizbajo, con lo único que se atrevía sin miramientos, era con el rancio coñac que quita las vergüenzas, aunque tan sólo por un tiempo breve.

Las mujeres del pueblo especializadas en bodas, con sus típicos guisos de carne, o su chocolate con jeringuillas, empezaron a ser relevadas por pequeñas empresas especializadas en eventos rurales, provenientes de pueblos cercanos... Eran bodas que ocupaban aún todo el día, con baile de orquesta y pasodobles que marcaban la hegemonía musical, mientras el humo iba formando en los salones una neblina tabacuna, que difuminaba las arrugas de las caras acartonadas..., caras que iban asomándose, sin saberlo, a un proceso de aculturación, con modas venidas de aquí o de allá, que nos iban colocando sutilmente nuevas costumbres, como el cuco deja los huevos en los nidos ajenos.

Tiempo antes de la boda, si el novio era foráneo, se las tenía que entender con los quintos locales, que eran una especie de ejército bárbaro..., una suerte de suevos o alanos, bravucones recaudadores de impuestos etílicos, cobrados como arancel por llevarse a la moza lugareña. Estos pertinaces guerreros rústicos, abordaban al citado forastero con numerosas defecaciones verbales a cada frase, para intimidar al mancebo advenedizo. Ponían expresiones cromañonescas que parecían sacadas de las cavernas, a pesar de tener sus cuerpos embutidos en modernos pantalones de campana sesenteros, lo que les daba un aspecto híbrido, a caballo entre homo erectus y Fórmula V. El tributo que exigían estos aguerridos guardianes de la muralla local, por tanto, era un poco masoquista, pues consistía en cogerse una “filusera” (una tajada impresentable), sufragada por el complaciente novio, y hacer luego la oportuna ronda callejera, con cánticos disonantes, dando “zambutones” por aquí y por allá, y acabando con alguna vomitona en cualquier bello portal extremeño, de esos que ya casi quedaron en el olvido.

Los salones de boda y de baile eran una misma cosa, con humildes banquetas de madera que cojeaban sobre suelos traqueteados ya de mil batallas, y baldosas un tanto desniveladas, que daban al comensal una cierta sensación de inestabilidad, a la par que podía, por ejemplo, mancharse con la sopa, en el instante mismo de acercarse la cuchara a la boca, cuando alguien, inoportunamente, se levantaba en el otro extremo de la banqueta a gritar el recurrente y atronador “Vivan los novioooos”, que de paso pillaba a más de un invitado con la boca llena de migas en el momento mismo del alarido colectivo... Una voz aflautada replicaba acto seguido: “Y vivan los padrinoooossss”, y sonaba otro "viva," esta vez más timorato, que dejaba en evidencia al espontaneo vocero... Mientras tanto, la comida continuaba con un bullicio generalizado, y un estridente repique de cucharas en los platos, tan propio de una gente acostumbrada a dejar pocas sobras en ninguna parte; incluso no faltaban mujeres que guardaban en la merendera de aluminio la comida que sobraba del cubierto del niño, y se justificaban en un gesto grave de suprema honradez: “No me llevu na´ que no sea míu…, me llevu lo que he pagáu...”

Las mujeres aún decían cosas a los padres de los novios, del estilo: Que loh conohcáih múchuh áñuh…; que éhtu eh pa’ toa la vida…; que dioh oh dé saluh pa’ conocéluh…”, y otras frases similares propias de las hablas locales...

No faltaba, claro está, el momento temido por muchos, donde los quintos del novio cortaban la corbata de éste, y daban la paliza a los comensales pasando la bandeja. Algún astuto comensal, incluso, atisbaba con tiempo el instante recaudatorio, y aprovechaba para marchar al aseo…, aseo que tal vez fuese la pared de piedra de algún olivar próximo, donde ya de paso se fumaba un ducados y lanzaba una ventosidad al aire, o quizá algún eructo provocado por el vino tinto con gaseosa Molina, mientras hacía el oportuno tiempo de escaqueo para no soltar la mosca, claro.

Ya por los sesenta fueron entrando en escena los fotógrafos locales, citados en anteriores textos, que nos dejaron esas improntas en blanco y negro, de bodas, bautizos y comuniones, de aquella Extremadura rural, de blanco almidonado y peripuesta, entre pujante y retraída.

Había un tipo de boda extraña, casi surrealista, que nunca llegamos a entender los niños, y eran las bodas de los curas, celebradas igualmente con banquetes al uso, cuando estos se ordenaban como sacerdotes. Los críos ingenuamente preguntábamos por la novia ausente, y una anciana, circunspecta, en tono solemne contestaba: “La novia es la iglesia...”, y algún niño especulaba creyendo entender que la novia estaba aún en la iglesia, y no había subido todavía al banquete.

Estas bodas aquí glosadas, aparentemente incómodas y sin muchos miramientos, eran todo un lujo en contraste con aquellas otras relatadas por nuestros mayores, aquellas bodas de “ótrah vécih” (antiguamente) celebradas en corralones y serenos con el suelo de tierra. Esto me lleva, inevitablemente, a hacer una breve incursión retrospectiva hacia el pasado que no conocí:

De aquellas otras bodas, nos cuentan cosas como que, a los novios, en los días previos, les gastaban bromas cavernícolas que dejarían en poca cosa a aquellas relatadas por el mismísimo Miguel Gila. Había anécdotas de novios a los que dejaban maniatados a una encina, hasta que alguien acudía a liberarlos..., o a otros a los que paseaban en procesión montados en un somier por las calles del pueblo...; y de mozos que repartían un escatológico chocolate en un orinal, que ofrecían llamando a las puertas de las casas, envueltos en mantas, al más puro estilo surrealista rural, etc... O nos hablaban de la recogida de cubiertos, y demás menaje para la boda, por las casas del pueblo, junto a diversas tareas distribuidas a todo tipo de personal auxiliar que colaboraba en distintos asuntos de apoyo logístico… Nos contaban, entre risas, el reclamo del jamón en la noche de la boda, que demandaban los quintos, ya beodos, a los padres de los novios, o a los padrinos, a los que daban la paliza toda la madrugada si no se avenían a razones y se mostraban generosos O nos hablaban, no sé, sobre las figuras del “mozo de novio”, o “moza de novia”, asignados a cada uno de los futuros esposos, que eran una especie de escudero, o escudera, para todas las necesidades que tuviesen en esos días señalados... Nos hablaban, también, de aquellas largas bodas de tres días, siempre en septiembre, ya libres de tareas agropecuarias, después de rozar las tierras de maleza, esperando la sementera de octubre… E incluso nos relataban tradiciones como aquellos bellos cantos de alboradas al amanecer, que se cantaban a la puerta de la novia, del novio, o incluso del cura, con alguna niña allegada a la familia, que dormía junto a la novia para escuchar los cánticos mañaneros: “Novio a la novia te entrego, para que vivas con ella, si le has de dar mala vida, déjala moza soltera...” Y nos relataban costumbres, como aquella de los novios, al final del baile, repartiendo a las mozas invitadas por las casas, y otras tantas tradiciones ya perdidas en la noche de los tiempos, en fin… Y por último, aquella cosa ancestral de “La manzana”, en la tarde de la boda, donde se pinchaban los billetes de los invitados en la fruta (manzana clavada en un palo), con alfileres, y los novios, pacientemente, bailaban con unos y con otras, en agradecimiento, mientras alguien cantaba cosas así:

...Mira, novio, la tu mesa,

mírala de arriba abajo,
mira que tienes en ella
los padres que te han criado.
...Mira, novia, la tu mesa,
mírala de abajo arriba,
mira que tienes en ella
todita la tu familia…

La luna de miel era más bien una media luna, que no iba más allá de un viaje esporádico a Madrid (en el mejor de los casos), a ver el parque del Retiro, y de paso pillar el estreno de “Esa voz es una mina”, de Antonio Molina, en algún cine de Gran Vía, allá por los cincuenta, donde el mítico cantaor deleitaba a los paisanos con gorgoritos imposibles...

A los pocos días de la boda, la novia dejaba aparcado su eventual estatus de princesa cacereña, y regresaba a la realidad, arrodillada en un lavadero de madera, frotando trapos sobre las aguas otoñales, mientras no dejaba de recibir felicitaciones por aquí y por allá: “Eeee, hija, enhorabuena, que sea pa’ bien… / y uhté que lo conohca, tía...” La joven desposada, ya inmersa en las agrestes faenas, cambiaba el traje efímero de novia por el traje largo y pesaroso de la vida, sacando adelante, heroicamente, toda una prole de la cual descendemos la mayor parte de los aquí presentes. Aquellas mujeres, hicieron todo un ejercicio inigualable de entrega y sacrificio, sin esperar mucho a cambio, todo lo más, ya en sus años postreros, una cierta tranquilidad..., sólo tranquilidad, y acaso algún pequeño gesto de atención o afecto, aunque en no pocas ocasiones encontraron también ingratitud.


JORGE SÁNCHES MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com