miércoles, 27 de diciembre de 2017

Lo que nos contaron


Las caras de misterio que ponían los adultos al contarnos cualquier cosa, eran directamente proporcionales a las caras de asombro que poníamos los más pequeños al escuchar; había una perfecta armonía entre el contador y el oyente. Esto ocurría, claro está, en un entorno donde la palabra, y la historia contada cara a cara, aún gozaban de una magia ya perdida... Nos hablaban en voz baja, en un tono misterioso y alcahuetero, que no podía por menos que captar nuestra atención, suscitando en nosotros una perfecta mezcla de temor y admiración.

Los cuentos que nos contaban los ancianos, no eran los cuentos recurrentes de Andersen o Perrault (a los que en modo alguno conocían), sino más bien relatos que formaban parte de un acervo cultural propio, rayano en lo más atávico y campestre, adquirido a su vez de la mano de sus antepasados directos. Eran narraciones siempre con muchos lobos de por medio, y otros miedos enraizados en lo más arcano y profundo de la tierra extremeña.

Aquellos cronistas de nuestros años lejanos, pocas veces comenzaban sus cuentos con el clásico "érase una vez", ya tan manido; ellos usaban frases introductorias más propias de las hablas locales de aquellas aldeas nuestras: "Me acuerdu una vez, cuandu era chicu, que me contaba mi padri..., no sé si será verdah, peru a él se lo contó su agüela...” "Éhtu que voy a contáruh, dicin que pasó una veh jaci ya múchuh áñuh, cuandu ehtaba un muchachu solu en el monti guardandu el ganau...”

La tradición oral, a falta de tecnología (bendita tradición oral), se abría paso con la simple y a la vez insuperable presencia humana. La transmisión de boca a oído, de mirada a mirada, con olores y sonidos propios del lugar, se tornaba en un mensaje claramente tridimensional y organoléptico, muy por encima de todos los malditos “gibabytes” del mundo digital que nos rodea... Esta tradición oral fue brutalmente aniquilada con la llegada del modernismo, sí, pero a nosotros, los niños de entonces, nos dejó una huella imborrable, y nos permitió ser privilegiados testigos de los últimos coletazos de aquella antigua y hermosa cultura de la palabra.

Los adultos nos contaban cosas en los ratos de asueto de las matanzas..., en el fresco..., en los poyos al atardecer..., en los recesos dominicales, sentados en cualquier piedra que hacía las veces de poyo..., o en las mesas camillas los días de lluvia y frío…, al fuego de las chimeneas, o quizá en los trayectos campestres, donde los abuelos desplegaban, como una vieja acordeón, su memoria inagotable, bajo el marco incomparable de una dehesa extremeña, o alguna empinada cuesta de tierra con la imponente vista del río Alagón al fondo.

Había personas mayores conocidas por su habilidad para entretener a los niños, habilidad que en gran medida consistía tan sólo en importantes dosis de paciencia y dedicación, que era lo único que los más pequeños demandábamos de aquellos adultos, en su mayoría serios, ásperos, e inmersos en las distintas cuitas que nosotros ignorábamos desde nuestra irresponsable atalaya de fantasía, quizá como un mecanismo de defensa infantil.

Eran habituales los cuentos de niños pobres, padres pobres, ancianos andrajosos, mendigos…, y todas las calamidades del mundo mundial que se mimetizaban a la perfección con el entorno rural propio, más cercano a las carencias que a las sobras... Era como sí, en el mundo de lo irreal, más que desear una válvula de escape en algún sujeto triunfante, buscásemos más bien alivio en el famoso consuelo de tontos. Sentíamos un extraño placer viendo a personajes atribulados pulular por los diversos vericuetos de la ficción... Así pues, era más interesante la historia de un niño ciego y mendigo, que un príncipe rebosante de éxito y lozanía, pues en el fondo ese niño encajaba mucho más en el pequeño submundo aldeano, ese submundo local nuestro perfectamente ilustrado con perros pulgosos por las calles, caras curtidas tras el cristal de las ventanas, paredes desconchadas y corrales con tejados amenazantes que no acababan nunca de hundirse.

Algunas zonas del norte extremeño eran particularmente ricas en historias, especialmente las Hurdes, con asombrosas leyendas del "Machu lanúu", que era una versión hurdana del mismísimo demonio..., o "La encorujá", que era una especie de bruja encorvada que raptaba a los bebés por las noches y los abandonaba en lo alto de los montes u otros sitios insospechados... O incluso historias nacidas a la luz de testimonios contados de primera mano por sus habitantes, que hacían referencia a sombras errantes que causaban pavor en la noche..., gigantescos ensotanados sin rostro (y a veces sin cabeza), que cruzaban levitando los caminos y se precipitaban por oscuros barrancos de pizarra..., o luminarias intrigantes que, salidas de la más profunda oscuridad, sembraban de inquietud las vidas de aquellos habitantes de las montañas hurdanas.

En muchas casas o entornos familiares, era habitual la presencia de un libro de cuentos, sobado y resobado, de aquellos volúmenes de hojas amarillentas que parecían incunables, fruto de un antiguo regalo que alguien hizo tal vez muchos años atrás. Los cuentos de ese libro en cuestión tenían un radio de acción que no pasaba mucho más allá del dominio familiar, o si acaso, todo lo más, se extendía hasta los cercanos niños del vecindario, o quizá, como mucho, a otros pequeñajos provenientes de las familias “con lah que máh roci teníamuh...” (familias allegadas). Desde pequeño crecí con los cuentos de uno de esos ejemplares entrañables; uno en concreto llamado “Para mi hijo". Era un libro que básicamente representaba un poso de moralidad, muy al estilo de las fábulas de Esopo, La Fontaine, o las más populares de los fabulistas españoles del siglo XVIII. Eran cuentos, en fin, que hablaban de la conveniencia de una ética que se hacía presente en todas las cosas, y la necesidad de restituir las siempre tambaleantes virtudes humanas. Tal era el caso, por ejemplo, de un mendigo honrado que corrió tras una carroza para devolver una moneda de oro, pensando que tan generosa limosna había sido por error…; o el alumno de una escuela militar que se negaba a tomar otra cosa que no fuese pan y agua, hasta que al fin descubrieron que el espartano ayuno del joven, no tenía otra razón más que el sentimiento de culpa por los escasos alimentos que se tomaban en su desdichada y pobre familia.

En la tradición oral estaban muy presentes, como parte de una cultura heredada de siglos, las figuras religiosas: santos milagreros, vírgenes protectoras, rezos que ahuyentaban a los malos espíritus, u oraciones poderosas que trascendían las barreras de lo puramente racional.

Las historias y leyendas iban pasando de unos a otros, con la consiguiente deformación que acarrea el tiempo y la inevitable cosecha propia, que añade siempre pequeños ramalazos autobiográficos por parte del narrador, con sutiles pinceladas de sus propias virtudes o miserias (más bien las segundas), como pasa en casi todo orden de cosas.

Luego, los niños, íbamos por ahí imitando los gestos aprendidos de los viejos, en nuestro afán de ser también cuentistas (aún a riesgo de ser "cuenterreteros"), y acaparábamos la atención de otros chavales, recitando trabalenguas, como aquel famoso de la “cabra ética, perlética y pelambrética”…, o relatando historias escuchadas, exageradas y deformadas por nosotros mismos, o incluso adaptadas a nuestros intereses y preferencias. De esta manera, tal vez, el niño que tuviese en casa un perro color canela, lo introducía "sin venir a cuento" como el perro acompañante del protagonista de la historia; o el que tenía en casa un caballo tordo, lo hacía partícipe de las más gloriosas hazañas del consiguiente caballero armado.

Muchas de las historias estaban salpimentadas del localismo propio de aquellos pueblos: niñas que se perdieron en el monte y aparecieron al amanecer como si tal cosa, al amparo quizá de San Antonio, después de una inquietante madrugada de agónica búsqueda ...; historias de sucesos reales, como un pobre hombre que falleció en un chozo de la dehesa, pasando a ser devorado por sus propios cerdos, y del que alguien encontró tan sólo su cabeza intacta, que llevó al Ayuntamiento metida en un saco, vaciándolo encima de la mesa consistorial... O tal vez leyendas más antiguas aún, como aquella del marido incrédulo de una supuesta bruja, al que se le cruzó una “guarrapa” (cerda) en el camino, impidiéndole el paso, y tirándole éste una piedra a la pezuña derecha del animal, para luego, al llegar a casa, encontrar por sorpresa a su esposa cojeando, con el tobillo derecho vendado...; o la impactante historia de la hija del sepulturero, magistralmente escrita por Gabriel y Galán, a la que rehuían los mozos en el baile, sospechosa de lucir bellos pañuelos robados a las muertas, y que luego, en los mentideros locales, años más tarde, atribuían tal historia a una mujer que vivió y murió de vieja, quedando curiosamente soltera de por vida... Y así un sinfín de leyendas rurales oídas y aprendidas, que cubrían con dignidad el entretenimiento del personal, con adecentados barnices labriegos, antes de ser suplantadas por los culebrones televisivos que llegaron de repente con la arrogancia propia de toda especie invasora.

En la infancia de nuestros mayores, había un objeto imprescindible para relajar a los niños (especialmente a aquellos que tenían “azogui” en el cuerpo), y eran unas pequeñas banquetas de madera que había en la mayoría de las casas, con el agujerino al medio para meter el dedo y transportarlas. Estas banquetas, por lo que se ve, debían contar con un extraño poder hipnótico para los pequeños, pues, una vez sentados en ellas, escuchaban con atención cualquier declamación de naturaleza fantástica que llegase a sus oídos, tal y como ahora se quedan embelesados con los televisivos dibujos animados. Otras veces el asiento era un pequeño tronco de encina, o directamente el propio suelo, que podía ser perfectamente el suelo de cantería de las lanchas de las puertas, en aquellos nocturnos frescos veraniegos que tantas glorias dieron a la tradición oral.

Algunos cuentos de nuestra infancia eran de lo más surrealistas; recuerdo especialmente uno (luego descubrí que era una adaptación particular de un relato de los Hermanos Grimm) que me contaron repetidamente de pequeño, sobre un matrimonio de pescadores muy pobres (otra vez la pobreza de por medio), donde un tal Francisco, el pescador, pescó una pescadilla que resultó estar “encantada” y hablarle al infeliz hombre, pidiéndole a cambio de devolverla al mar, todos aquellos deseos que a éste apeteciesen... Al buen hombre, sencillo y humilde, no se le ocurrió nada que demandar al mágico pez, pero al contar lo sucedido en casa, su mujer enloqueció de ambición desmedida, solicitando peticiones alocadas y fastuosas sin solución de continuidad, y trayendo en jaque al pobre Francisco que acudía a la orilla del agua cada día a reclamar a la pescadilla los numerosos ruegos de su esposa Isabel: “Pescadilla, pescadilla, sal a la orilla del mar, que Isabel está enfadada y hay que hacer su voluntad”. Os podéis imaginar el final, con los pescadores escarmentados, y condenados nuevamente a la más absoluta indigencia, con la oportuna moraleja relativa a los efectos perniciosos de la avaricia.

En ausencia total de comecocos tecnológicos, los niños se concentraban en torno al cuentista. La historia era casi siempre la misma, aunque podía variar ligeramente en función de las emociones, el clima, o la predisposición de los asistentes. No importaba que nos contasen el mismo cuento cien veces: "Tía, ¿noh cuenta usteh el cuentu de Piel de Áhnu…?, y el cuento de "Piel de Asno" recobraba nuevamente vida, con el entusiasmo siempre renovado, a pesar de ser reproducido con las mismas y exactas palabras, y los mismos y exactos gestos…, porque nosotros queríamos, sí, escuchar los cuentos tal cual los conocíamos ya de antemano, hasta el punto de que, si el narrador variaba lo más mínimo el contenido, inmediatamente era corregido por nosotros en un acto reflejo de desaprobación. El placer de escuchar las mismas cosas, era equivalente al placer sentido por aquellos que disfrutan de escuchar una y otra vez su música favorita.

A pesar del paso del tiempo y su ventisca cibernética, estas historias antiguas, y otras más contemporáneas, siguen vigentes y cobran fuerza al ser contadas en campamentos de verano o en cualquier otra ocasión similar que se requiera, con parecida aceptación y las mismas caras de asombro de los niños. Es como si todas las cosas verdaderas, consustanciales al ser humano, permaneciesen adosadas a nosotros de por vida, y estuviesen ahí latentes, impermeables al tiempo, capaces de sobrevivir a todas las capas añadidas de un futuro malévolamente trazado, que nos fue seduciendo con sus turbios oropeles digitales, sin darnos cuenta de la trampa que encerraba.

Chascarrillos, refranes, trabalenguas, acertijos…, daba igual, íbamos de un lado para otro, por las calles cenicientas, como mendigos de la palabra, buscando una tribuna desde la cual ser absorbidos por la magia oratoria, por ejemplo, no sé..., de alguna anciana muchachera, portadora de los antiguos tesoros de un tiempo generoso en el verbo, aunque escaso en el pan. Fueron historias que conformaron la argamasa de nuestras vidas, esa silenciosa argamasa que se va enriqueciendo de las cosas más insospechadas, pues, en alguna medida también fuimos, y somos, sin saberlo, aquello que nos contaron.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com