Decía Platón que: “La burla y el
ridículo son, entre todas las injurias, las que menos se perdonan”,
y tal vez sea cierto, pero a nosotros, habitantes de aquel
paleolítico de
décadas pasadas, nos tocaba perdonarlo todo para poder sobrevivir y
hacer respirable un ambiente donde la burla y el agravio eran tan
corrientes como el saludo o la charla cotidiana. El sentido del humor
estaba basado, principalmente, en la denigración del otro: no había
nada que hiciera más gracia que el ridículo de algún pobre
infeliz, genuflexo ante el tablero de juego de la mofa y el escarnio.
El humor que allí se utilizaba no era
nada sano, era el humor que nace en los ambientes viciados, donde el
único propósito es hacer daño, y casi siempre al más débil. Pero
el que hace daño al débil, es débil en esencia, y tan sólo
manifiesta un instinto inconsciente de revancha contra sus propias
frustraciones y su gran mediocridad. En medio de todo aquello, la
envidia, además, era un ave de rapiña que sobrevolaba los tejados
de teja vana, tejados que servían de cobertizo a la ira y al
resentimiento. Si bien la burla y la humillación son primas hermanas, también, a veces, suelen ser hijas bastardas de la envidia. Por allí, todo esto, era moneda corriente.
Los niños eran diana perfecta para
todo tipo de burlas y bromas de mal gusto. Chinchar a los más
pequeños era costumbre extendida en aquellos pueblos, y eso te
obligaba, como niño, a no bajar nunca la guardia al salir a la calle
o al doblar una esquina, pues, lo más probable, es que alguna
“recua” de muchachos mayores, sucios y desaliñados, impulsados
por un antiguo mimetismo de maldad heredada, te recordaran cualquier
mote propio, o de tus ancestros, cuando no te adjudicaban directamente
uno nuevo, para regocijo de los palmeros que secundaban al vocero
principal del grupo. Según te alejabas, escuchabas sus voces
desvanecerse, como un eco absurdo en el vacío de la nada, con risas
y gestos atávicos que les hacían reivindicar, sin saberlo, su
naturaleza de “homos no sapiens.”
Las calles, para los niños, eran
contradictorias: por un lado suponían un espacio de libertad ahora
impensable en las ciudades de nuestro tiempo, y por otro, en cambio,
eran una especie de jungla con amenazas repartidas entre el desaire,
la humillación y la agresión física. Como ocurre siempre entre la
especie humana, el agredido, agrede, el maltratado, maltrata, el
abusado, abusa y el ofendido, ofende, en una secuencia interminable
de maldades. Así parece haber sido siempre y así, también, parece
haber supuesto un gran negocio a lo largo de la historia, pues jamás
ha interesado a las castas dirigentes crear la educación y los
referentes adecuados para una convivencia en valores humanos, y, por
contra, han diseñado sociedades que premian y fomentan los bajos
instintos del aborregado ciudadano. Ya decía el gran Salvador
Freixedo (maestro de la conspiranoia), que somos una perfecta “granja
humana” de no se sabe quién.
En este festival de injurias
campestres, los motes ocupaban un lugar de privilegio. Los motes que
de niño conocí, no tenían nada que ver con esos sobrenombres
simpáticos que el propio destinatario asume con agrado, sino que
eran más bien aguijones envenenados y malsonantes, que la única
finalidad que guardaban era ofender y, sobre todo, irritar y buscar
la reacción del ofendido, para proseguir con la burla, en la medida
que éste se enfadase aún más, y así volver a la carga en
sucesivas ocasiones, cada vez con un número mayor de adeptos, que
iban sumándose y buscando asiento en el circo romano de la chufla.
El mote se
dirigía siempre a la parte más vulnerable de la persona, allí donde
pudiera causarte una brecha mayor en tu dignidad: si cojeabas un poco
de una pierna, podían llamarte “Pata chula”, si tenías
problemas de visión, podías ser “Cegañutu”, si eras muy bajo
de estatura, tal vez fueras “Perdigón” o “Repipión”, o si
otro día... no sé..., pisabas una cagaluta de cabra, podías pasarte el
resto de tu vida con el "cariñoso" apelativo de “Tíu Cagalutu”.
Lo más llamativo de todo esto es que, la mala fe del que colocaba el
mote, o lo publicitaba, era directamente proporcional a su grado de
intransigencia para encajar burlas o bromas similares.
Otras de las víctimas propiciatorias
de estas batidas por las calles empedradas, eran los mal llamados
“tontos de los pueblos”, tan satirizados y denostados en la
televisión de los años ochenta, que ya apuntaba a la basura que
acabó siendo hoy. El tontillo de pueblo era un alma de dios que
reproducía las virtudes y defectos de su entorno, en especial de su
propia casa. Este mal llamado tontillo era un juguete fácil para
algunos listos maliciosos que lo exponían a las masas, haciéndole
preguntas recurrentes y esperando siempre la misma respuesta, como un
mantra de la risa facilona que se ofrecía al insano y morboso espectador.
Era como si, tal vez, hubiera habido un pacto previo entre el verdugo
y el bufón, pues, en muchos casos, el tontillo repetía su letanía
en una clara subordinación o síndrome de Estocolmo, sintiéndose
entregado ante las caras expectantes a su alrededor, que, cual grupo
de bípedos, esperaban ansiosos a que el pobre desvalido les sirviera
su cabeza (y su dignidad) en bandeja de plata, o más bien en
“calambuco” de hojalata, más propio a las entendederas del
gentío acosador.
Cuántas veces oí la frase tópica y
desgastada de: “ningún tonto tira piedras contra su tejado”.
Esto no era del todo cierto: el disminuido psíquico se limitaba a
imitar los hábitos y procederes de su casa; por ello, en un mundo
rácano, donde cada uno nadaba y guardaba la ropa, y escondía su
pobreza de espíritu en las mugrientas ventanillas del corral, el
citado tontillo se limitaba a reproducir las conductas más cercanas, sin más, a veces a favor, a veces en contra.
No era extraño que la burla se llevase a cabo en
la propia casa. Era habitual que los hermanos mayores chincharan a
los pequeños, y estos últimos se quejaran lloriqueando a la madre:
¡Mamaaaa, írilooo, que no deja de jacelmi muecaaaah! Y
así todo el rato hasta que al fin, la madre, cansada, contestaba:
¡Me tenéih ya jarta, tupía y regotrá, al final vaih a cobral
dámbuh a doh!
Pero, no todo iba a ser negativo, pues,
hasta en los ambientes más hostiles hay personas llamadas a jugar un
papel benefactor, y estas eran, casi siempre, las personas más
mayores, y preferentemente las mujeres. Era corriente la escena de un
niño pequeño llorando en medio de un grupo de muchachos guasones,
haciéndole burlas y muecas, y al momento surgir una anciana en
su defensa, profiriendo frases del estilo: “¡Dejal al niñu,
probecitu, ¿no veih que eh máh chicu que vusotruh?, vergüenza soh
tenía que dal!”.
Los críos olvidábamos pronto las
afrentas, a través de un sabio y funcional mecanismo de defensa, y
saltábamos alegres por todas partes, no permitiendo que nada ni
nadie nos robase un ápice de nuestra Arcadia feliz. Creo que éramos
más inteligentes y prácticos que los mayores, sin duda.
Este tipo de costumbres y maldades aquí
reseñadas, no han sido nunca privativas de ambientes rurales, aunque
en los pueblos, por su propia y tosca naturaleza, tal vez se hayan
proyectado desde lo más primario del ser humano. Aquel tiempo, en
cualquier caso, tenía sus luces y sus sombras, y esta vez me ha
tocado recrearme en las últimas, en fin.
Desde las cuevas del abrigo de
Cromañón, trasladadas al oeste peninsular, se escuchaban enormes
carcajadas, mezcladas con ruidos de piedras y palos cavernarios, y
así, “burla burlando”, que diría Lope de Vega, íbamos cerrando
algunos ciclos de la dudosa evolución humana.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com