Ni gritos, ni estallidos verbales, ni
algarabía por las calles, ni estruendo de carros y cascos de las
bestias golpeando los guijarros, ni trajín rural de ningún tipo..., nada de nada, sólo silencio. Tan sólo niños y chicharras teníamos
licencia para dar por saco en aquellas horas sacrosantas, licencia
para conculcar el silencio milenario de la siesta. El tiempo parecía
detenerse, dando una tregua a la zozobra de la sufrida gente; un
mísero y corto receso que permitía desconectar de una realidad
demasiado áspera como para ser vivida
sin interrupción.
Las calles y los campos eran lugares
intransitables, hornos de tierra y piedra donde, en ausencia de
sombrero, se cocían hasta los pensamientos. Temperaturas inhumanas
que parecían mostrarnos un planeta más cercano al sol de lo que nos
habían contado.
Los campesinos madrugaban para
aprovechar la fresca, y aguantaban por la noche al fresco. Tanta
fresca y fresco relegaban el sueño nocturno a la mínima expresión,
haciendo obligatoria esa
ancestral costumbre tan española y moruna de la siesta.
Los hombres llegaban del campo
“ehcalamecíuh” (exhaustos), vencidos del calor y el trabajo,
buscando, ávidos, el gazpacho de poleo y la justa y merecida entrega
al descanso, que no era más que un breve armisticio pactado con la
miseria, un instante de nada, que se hacía soluble en la dura
jornada.
Podíamos dividir la siesta en dos
categorías: la siesta fugaz, o “cabezá”, en escaño de madera,
con ronquido y mosca cojonera rondando la boina del abuelo, y la
excelsa siesta de “pijama y orinal”, que acuñara el insigne
Camilo José Cela. Esta última, en los pueblos, se llevaba a cabo en
habitaciones lóbregas de tabiques de adobe, con suelos de granito,
más propios de ermitas románicas, y alfombras de corcha colocadas a
los pies de gigantescas camas de hierro, que a veces ofrecían
problemas de accesibilidad a los minúsculos pigmeos extremeños de edad
provecta, que afrontaban la escalada como alpinistas artrósicos de
calzoncillos de patera larga: “¡Ca´ veh me cuehta máh gateal
a la joía cama, meee caaaguen toa la órdigaaaa!”
Las
sobreprotectoras abuelas aconsejaban a los nietos no salir a la calle
en esas horas proscritas de la siesta,
con la eterna
coletilla de: “No salgah a la calli, prenda, que cain
cócuh en la cabeza”. Nunca
supimos qué tipo de cocos eran los que caían, aunque, en cualquier
caso, los cocos nos caían por todas partes, tanto al sol como a la
sombra; nos caían en el resto de lances de la vida, en aquella
jungla amenazante y recia que era, sin duda, la infancia rural. Algunas veces se echaban en siesta las abuelas, dejando a los nietos jugando
en el sereno de la casa, bajo el expreso mandato de no pisar la
calle. Recuerdo haberme salido en cierta ocasión a jugar por ahí, y
haber experimentado luego la justiciera zapatilla en las nalgas que a
todo infante otorgó natura.
A veces los niños
éramos forzados a dormir la siesta, y andábamos por allí, echados
en la cama, buscando musarañas o cualquier otro elemento de
distracción, hasta que, poco a poco, nos íbamos quedando dormidos
mirando aquellos bellos cuadros de San Miguel Arcángel, o de ángeles
de la guarda protegiendo a niños que cruzaban pasarelas junto a
precipicios.
En la trilla
también podíamos ver raquíticas e improvisadas siestas, con
trilladores echados a la sombra de las hacinas, y el gran sombrero
redondo de paja puesto sobre la cara, como los mejicanos de las
películas del oeste; aunque estos mejicanos de pueblo, ciertamente,
trabajaban bastante más, y se movían con mucha más soltura que los
chicanos despatarrados y perezosos que podíamos ver en los
“spaghetti western”.
En los campos
castigados por el sol cruel y despiadado del verano, las vacas se
“amosquilaban”
bajo las encinas, las ovejas buscaban sombras por doquier, y
todo era una continua lucha de sombra y sol. Aquella brutal dicotomía
estaba tan interiorizada entre la gente, que incluso el cubata rural
de los bares (anís y coñac), adoptaba el nombre de “sol y
sombra”, para expresar la frontal dualidad
del bien y el mal, de la verdad y la mentira, de la paz y la guerra,
del blanco y negro de un tablero de ajedrez con un jaque
constante a la existencia convulsa de aquellos habitantes. Todo allí,
en una tierra donde no había medias tintas, donde todo era, sin más,
o sol, o sombra.
Pastores y cabreros
dormían la siesta en los chozos, o bajo los árboles de copa
extensa; o a la sombra, quizá, de algún cancho generoso, o tal vez
junto a la orilla de arroyos con chopos frondosos que dejaban el
bello canto de los ruiseñores al atardecer. Nadie usaba
despertadores ni relojes, ni falta que hacían. El único reloj era
el propio sol marcando su posición en las alturas, o el fiel
compromiso que nace del deber, que es el reloj más preciso y fiable
de todos.
Aún era posible,
en aquel tiempo, encontrar octogenarios echando un “pabilu” en
los poyos de las calles, con sus almidonadas camisas blancas y alguno
de aquellos antiguos chalecos negros.
Cerraban los ojos, pañosos de cataratas, y se quedaban quietos, como
en un ensayo de la ausencia definitiva que intuían ya cercana.
Otra escena
frecuente en los hogares, era un padre, o un abuelo, dando una
cabezada en la silla coja y destartalada que había en todas las
casas, y, cuando la pata de la silla fallaba, se despertaban, con
sobresalto incluido, diciendo frases del estilo: “Me he queau
trahpuehtu..., me cagüen sane, habrá que echalsi un ratu en siehta.”
La siesta también
se llevaba a cabo en lugares surrealistas e imprevistos: en pajares,
en las trojes de las casas, encima de viejas mantas zamoranas, con
alforja por almohada, o en algún viejo cuarto lleno de melones,
junto a higos secos colocados sobre telas de esparto..., y eso sí,
todo ello acompañado de un zumbido constante de moscas y moscones
que provocaban un efecto somnífero imposible de aguantar más allá
de dos o tres minutos, sin acabar, al fin, entregando la cuchara en
favor del desalmado de Morfeo.
A finales de los
setenta empezaron a ser habituales los televisores en las casas, y
con ellos nos llegaron las primeras telenovelas de sobremesa. Durante
la emisión de tan novedoso acontecimiento, desde el fondo de la
alcoba oscura, se oían los ronquidos del ciclópeo padre de familia,
que a veces, desde el cuarto, asustaba a los televidentes con un seco vozarrón: ¡Ponel
esu máh baju de una puta veh, que no hay quien pegui oju en ehta
casa!
Sobre las cinco y
media de la tarde, iban llegando los primeros ruidos callejeros,
desperezándose la oxidada maquinaria acústica de la vida rural, con
labriegos que no engrasaban los ejes de las carretas, como en la
canción. Alguna que otra tarde, una vez concluida la siesta, nos
sorprendían las repentinas tormentas de verano, con olor a tierra
mojada y mujerinas asomadas a las cortinas diciendo: ¡Uyyyy,
vaya revolturiu que se ha formau en pocu ratuuu!! Y la vecina
contestando desde la puerta de enfrente: ¡¡Uyyyy, dioh míuuuu,
la ropa que tenía tendía en el canchu, cómu se habrá puehtuuuu!!
Todo volvía a su
ritmo, un extraño ritmo entre cansino y eléctrico, pero siguiendo
el curso de las leyes naturales. La vida seguía después del
paréntesis de la siesta, con sus claroscuros,
y el tiempo no era más que un trilero, un tahúr insobornable, que
nos dejaba, siempre, ausencias imperdonables y expresiones en el
rostro que alternaban, sí, a veces sol, y a veces sombra.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com