Si tuviera que elegir un
momento de aquella vida echada al viento y a la naturaleza, tal vez
elegiría el fresco en las noches de verano, con sensaciones, olores y silencios
dignos de ese hedonismo escaso que a veces nos brindaba la justicia
divina. Las noches de verano tenían un punto que tocaba el cielo, y
nos alejaban de aquella rácana y cicatera realidad que la emprendía
contra nosotros durante las interminables horas
del día. Al caer la noche, la arquitectura popular se mostraba
distinta, con un rostro más afable. Se diría que, los poyos, las
parras o los pozos, en las horas afanosas del día, eran el decorado
de un mezquino Míster Hyde, un tanto gañán y “farraguas”, que,
por las noches, en cambio, se trocaba en un amable Doctor Jekyll,
reposado y comprensivo.
Los aldeanos encontraban
en el fresco un rato de placer inesperado. Se sentaban por allí, en
poyos de cantería, o en sillas de nea, y se enganchaban en
redundantes conversaciones agropecuarias, los unos, y en pláticas
hacendosas, o de actualidad rural, las otras.
Antes del fresco, con las
últimas luces de la tarde, podíamos ver la figura de un viejo
chepudo con una calderilla de cinc, regando la puerta de la casa con
agua del pozo, salpicando con la mano allí o acá, buscando, sin
mucho éxito, robarle unos grados celsius
a un suelo calcinado de soles inmisericordes..., buscando, quizá, una
limosna de frescura, una perra chica de refrigerio.
El fresco que conocimos
de niños, tenía poyos y lanchas de cantería, bombillas de plato,
calles de rollos y una vitalidad incomprensible para nuestros días.
Los viejos, ya digo,
hablaban de su tiempo y de sus cosas: "Me acuerdu yo de tíu
Venanciu..., esi hombri sí que sabía canteal..., fue el que me enseñó
a mi...; tiraba la paja doh o treh metruh pa´rriba con una
desenvoltura..., ¡buaggg!, no he vihtu otra cosa igual".
Los gatos subían y
bajaban de las parras, cazando langostos, como finos acróbatas de su
tiempo... El nieto obedecía los mandatos del abuelo, y le traía
agua fresca de la tinaja, con el puchero a prueba de escrúpulos...
Algún perro pasaba raudo por la calle, sospechando hostilidad en el ambiente...
Una vieja se quitaba la zapatilla para darle a un "arañón" inexistente... Un hombre volvía de la taberna canturreando una copla
de Farina... en fin.
A veces se hacía un
breve silencio cuando pasaba gente por la calle: "Eh ¿vaih
pa´llá? /"Siiii, vamuh a vel si moh recogemuh yaaaa".
Uno de los momentos más
tragicómicos del fresco era, en los calores asfixiantes, la
expectación generada por el aire canalla que no se dignaba en
moverse un ápice: “Ahora paeci que se muevi... ahora paeci que
no... laaaa maaaadri que lo pa.... ahooora, ahoooooora ya paeci que
quieri venil una mareinaaaa / Uyyy, cómu se agraeci, poh yo creu que
vieni algu solanu, lo mihmu trai agua...”
Los campesinos más
castizos, desafiando al termómetro, hablaban de irse a dormir a la
era, o con el burro al cortinal; claro que muchas veces era una
simple declamación de tradición oral, que se quedaba en nada..., no más
allá de la puesta en escena del anciano octogenario que gustaba vacilar
a los contertulios.
Por las paredes blancas
de jalbiego los saltarrostros posaban
estáticos, elegantes, majestuosos, deteniendo el tiempo, ya de por
sí lento y paciente, a la par que los cortos silencios del fresco
eran rotos por el bostezo estentóreo de algún viejo, que acto
seguido decía: “Habrá que recogel loh bártuluh y acohtalsi.”
En las noches de calores
tórridos, algunos argonautas emprendían paseos nocturnos por el
campo, buscando al esquivo aire fresco, en noches iluminadas por
gigantescas lunas llenas, que mostraban un paisaje como sacado de
otro planeta..., planeta, sin duda, más tranquilo y amable que éste;
de otro planeta que, como quiera que fuese, nos hacía sospechar
otras formas de vida sitas en las antípodas de la viriata tierra que
nos vio nacer. Nosotros, mientras tanto, seguíamos anclados a una
vida bajo mínimos, tirando más bien a extremófila..., de curioso
parecido fonético con Extremadura, ciertamente..
Algunas noches nos
llegaban los titiriteros, arrastrando caravanas de desaliño indumentario,
que diría el poeta, y vidas rotas por los caminos de la convulsa
España. En el pueblo se comentaba: "Ehta nochi hay títarih
en la plaza". La gente caminaba hacia la plaza con la silla
de palo en la mano. A la vuelta de "loh títarih" siempre
preguntaba algún viejo: “De qué ha síu la función...”,
y una vieja muy resuelta contestaba: "Naaaa, bobáh..., cosah pa´ la
genti nueva."
El día después de los
“títarih”, los niños emulaban a los titiriteros con inocentes
actuaciones al fondo de calles sin salida, e invitaban a la vecindad,
anunciando por las casas, a bombo y platillo, el sitio y la hora de
la función; y allí luego obsequiaban a los pacientes espectadores con
saltos, “perinaltas” y "ñáñaras", y hasta incluso
canciones ya demasiado ye-yés para los gustos de posguerra de unos
ancianos que esperaban ser deleitados con "La hija de Juan
Simón", de Juanito Valderrama.
En otras ocasiones era el
cine de verano el que venía a ponernos un punto moderno y americano.
Era un espectáculo de baja intensidad, con películas desgastadas
por miles de sesiones, que aquellas pobres gentes conseguían de
saldo; así como un cinematógrafo casi heredado de los hermanos Lumière,
proyectado sobre la pared de alguna centenaria ermita. El resultado
de todo aquello era un corte cada media hora, siempre en el momento
más emocionante, cuando los Siete magníficos avanzaban en hilera,
como jinetes horteras del Apocalipsis, levantando el polvo del
desierto, que no era más que un polvo mínimo añadido al terregal
nuestro. Y tocaba esperar, sí, durante largo rato, a que uniesen la
cinta desgastada y cenicienta. La espera, claro está, no nos pillaba
por sorpresa, pues lo nuestro, siempre, era un gozo “interruptus”,
y la paciencia formaba parte del hatillo con que el destino tenía a
bien obsequiarnos cada día.
Los incipientes
televisores emitían por las noches las obras de teatro de “Estudio
1”, y alguna gente empezó a ser infiel al fresco, acudiendo a las
casas de los pocos vecinos que ya incluían la bien llamada caja
tonta entre los escasos muebles de la casa extremeña. Aquellas
primeras teles de los pueblos, con un toro de terciopelo asaeteado de
banderillas, encima del aparato, junto al souvenir de las cuevas de
Arenas de San Pedro. La tele de aquellos años ya era una leve
avanzadilla de la pandemia que vendría luego idiotizando y alejando
a las familias de algo tan esencial como la comunicación.
Curiosamente, ya el sistema empezaba a jugar el tocomocho de las
palabras, calificando a la tele como “medio de comunicación”,
cuando era, abiertamente, un medio de “incomunicación” entre las
personas, y el fresco comenzó a ser una de las primeras víctimas de todo
aquello. Luego, afortunadamente, la gente empezó a estar un tanto
saturada de tele, y, al cabo de unos años, volvió a reverdecer la
milenaria costumbre de sentarse por las calles en las noches de
verano. Eso sí, la ergonomía cambió sustancialmente, pasando del
poyo y la silla de palo, a las acolchadas hamacas regulables, que
hasta los más viejos, a día de hoy, lucen orgullosos como regalo de
hijos o nietos.
A partir de cierta hora
no se escuchaba nada más que el coro relajante de las ranas en las
lagunas, y los conciertos de ronquidos inarmónicos provenientes de
las ventanas abiertas; ronquidos propios del gigante Gargantúa, que espantaban a los
gatos que osaban subirse a las ventanas.
Cualquier noche de
septiembre, el aire cierzo nos dejaba vacías las calles, y el pueblo se
perdía en un grisáceo letargo nocturno, tan sólo con árboles y
poetas de bronce expuestos al viento, en
una terca soledad de granito y pizarra. El fresco estival iba tocando
a su fin, hasta acabar, poco a poco, diluido en “El sueño de una
noche de verano”.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com