Al igual que Alicia
cruzaba el espejo hacia un mundo lleno de fantasía, los niños
levantábamos la tranca de la puerta de la troje, y accedíamos a un
lugar tenebroso de embeleso y esperpento, de duendes pueblerinos
escondidos tras las vigas de castaño, o de murciélagos colgados de
amenazantes cabrios carcomidos. Allí, en aquella arquitectura pobre
y caprichosa, lejos de pompas e imperios,
apenas llegaba la luz de un "ventanillo" improvisado en la
pared, o de alguna teja movida por los gatos. Las trojes, de repente,
eran un azaroso parque infantil de telarañas y oscuras intenciones.
En aquel parque, los infantes, pasábamos largas horas, a veces
solos, a veces con temblorosos amigos de aventura. Una vez llegada la
noche, la troje alcanzaba la magia suprema, con la luz misérrima de
una bombilla de 40 vatios alumbrando una gran superficie. Las siluetas, claro está, se tornaban
totalmente indefinidas; de esta manera, las cosas se postraban a los
pies de la imaginación infantil, y adquirían las formas antojadizas
que siempre esculpe el miedo. Las brujas, sin más, se proyectaban
siniestras desde ropajes oscuros colgados en grandes clavos pinchados sobre paredes de adobe, y en ocasiones se reían con sus caras ocultas
en viejas gorras
montehermoseñas, o quizá escondidas tras algún
torcido puntal de madera, o tras una trinchera de sacos de picón.
Las trojes eran granero y
desván, todo en uno. Por allí convivían las bellotas, las patatas
o el trigo, con el retrato de algún tatarabuelo que ningún niño
conocía, o del primo hermano de la bisabuela, que lucía ufano el
uniforme militar de su paso por la guerra de Cuba, ahora durmiendo el sueño de los justos..., sueño de inútiles batallas perdidas y
olvidadas. Podíamos hallar, también, alguna vetusta trilla
desdentada, hamacas de tablas descompuestas, baúles forrados de
latas de colores apagados, tajos rotos de corcha, pucheros
despostillados, trébedes mugrientas, espejos rotos que ya
cumplieron sobradamente el maleficio, antiguos reclinatorios que
quedaron cojos de carcoma y fe; garrafas de antiguos vinos que
causaron estragos en trasiegos pendencieros de
otros tiempos, cestos de mimbre de Baños de Montemayor,
maletas de madera que hicieron dos viajes, no más: el de la mili, y
el de un contrato de tornero-fresador por
seis meses en Madrid. Y así un largo inventario de
cosas aparcadas, que dejaron su impronta
en la anónima historia de algunas vidas.
Era extraño y curioso
que aún hubiese cosas desechables donde casi nada sobraba, donde
casi todo hacía falta, aunque, por supuesto, aquellos objetos no eran
propios del desván de ricas casas solariegas; no podíamos ver,
claro está, el arpa del poema de Bécquer, sino más bien, allí,
desde la troje, “en el ángulo oscuro, de su dueño tal
vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo, veíase la tinaja...,”
la tinaja o la artesa de la matanza, o tal vez el celemín, o la
cuartilla de madera, o el liendro desliendrado..., o quién sabe qué
otros objetos descansando en la quietud de un camposanto de recuerdos
baldíos y confinados a la nada.
¡¡Callálsuh, coñu,
que se oyi un ruiu en lah ehtrojih!! De las trojes venían
ruidos, ruidos incluso misteriosos que casi siempre eran de
procedencia gatuna... Los gatos... los sempiternos gatos. Ruidos
también de lluvias persistentes. En los días de aquellas lluvias
tenaces, los baños de barro hacían su apaño bajo las goteras, que eran como gotas malayas inquietando el sueño de los
campesinos. Todo inquietaba el sueño de la gente, todo era, sí,
un cúmulo de adversidades y zancadillas donde, casi siempre, hacía
su agosto la Ley de Murphy con total impunidad, como ya se ha dicho
aquí reiteradamente.
En algún baúl de la
troje estaban los libros de la escuela de posguerra: el
Catón, la Juanita, y aquellos
cuentos de la editorial Calleja (“tienes más cuento que Calleja”,
se decía). Dormían, todos ellos, junto a la licencia de la mili de
cualquier antepasado, guardada en un canuto de lata, rodeada de antruejos de
un lejano carnaval, o una pera de goma para
hacer lavativas, que nadie tuvo la osadía de tirar, no fuera a ser
que hiciese falta para algo.
Los niños pegábamos el
ojo a los agujeros que dejaban los nudos de las tablas, y mirábamos
el submundo que se ofrecía por debajo, como desde un plano superior,
sintiéndonos inexpugnables. Por aquel orificio interdimensional,
podíamos observar al abuelo, junto al chupón,
atizando la lumbre. Por estos mismos agujeros caían los gusanos de
las bellotas, a veces, con tan mala fortuna, que aparecían en el
tazón del café portugués de puchero, justo al punto de mojar la magdalena.
Las
abuelas nos buscaban por todas partes, sin saber nada de nosotros,
sin sospechar lo más mínimo que pudiéramos estar en lo más alto
de la casa, en silencio, agazapados, absortos en el encanto
misterioso de la troje. Al ser descubierta nuestra presencia en las
alturas, bajábamos raudos a tierra hostil, sabedores de que allí,
en las regiones del sur, imperaba la ley de la zapatilla, que acto
seguido íbamos a experimentar nada más cruzar la aduana.
Los agujeros en las
paredes de las trojes, servían para esconder las
limas oxidadas o, incluso, el vino peleón de los viejos
borrachines de antaño, que subían sigilosos con la coartada de
coger la cebada de las cabras, y bajaban ya beodos, como pequeños
alienígenas grises con barba de tres días, con la lengua trabada en
torpes lenguajes de no se sabe qué lejanos planetas.
Por
las trojes deambulaban los gatos en su espacio natural. Las
gatas parían en lugares inesperados, y en las trojes donde no
circulaban los gatos, los parientes extremeños de Mickey Mouse,
hacían de su capa un sayo, y se daban un desordenado festín de trigo y centeno.
Las trojes nos permitían
desconectar con el mundo de abajo, que nada nos gustaba, y al subir
por allí,
jugábamos al escondite, a inventar cuentos de miedo, a
rebuscar en los baúles, a reinventar, en fin, mundos imaginarios
llenos de fantasmas, que eran, tal vez, prefiguraciones
de lo que posteriormente veríamos en el cine... y hasta en la
vida misma.
En aquella oscura
estancia fuimos felices a ratos, pues,
aunque sabíamos de las crujías que se soportaban bajo nuestros
pies, allí arriba todo era distinto, las leyes de los hombres
quedaban a merced de las leyes de los niños, pero eso sí, tan sólo
por un breve espacio de tiempo, el breve y mezquino espacio de tiempo
que siempre otorga la felicidad.
Una tarde cualquiera del pasado nos
quedamos allí, ya para siempre, mirando por una ventanilla los verdes campos extremeños, el
arcoiris de un día de primavera, o tal vez el crepúsculo final de
un tiempo que quedó guardado en las arcas de la troje, que son las
arcas de la memoria, llenas de arquetipos de un mundo más real de lo
que seguramente hubiéramos podido imaginar.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com