La palabra comercio, tal vez nos
rechine en los oídos como una actividad de compraventa y
especulación sin límites; pero de niños conocimos otro tipo de
comercio: “El comercio”, que era tan sólo la tienda pequeña de
toda la vida, cercana en la distancia y cercana en lo humano, que a modo de miscelánea, abastecía a las familias de las
pocas cosas que necesitaban.
Aquellos
comercios de los pueblos no tenían un nombre específico, ni un
cartel encima del dintel con el que llamar la atención de los
transeúntes; era tan simple como ir “en ca´ tía...”, o
“en ca´ tíu...” Con
el nombre del dueño bastaba. Generalmente tenían el nombre de la
mujer, pues eran éstas las que más tiempo atendían la tienda,
mientras el hombre se ocupaba de tareas agropecuarias.
Al entrar en
aquellos comercios, teníamos la impresión de entrar en una casa
particular, invadiendo la intimidad de la misma, que a fuerza de ser
visitada durante años, acababa siendo un poco como la nuestra. No
había un horario establecido; podías llamar a cualquier hora del
día. Llegabas allí, obedeciendo un recado (un mandado), y tocabas
la madera con los nudillos, o entreabrías un poco la puerta y
chillabas, por ejemplo: “Tíaaaa Lucíaaa....”;
y al fondo de la casa se oía soltar la cuchara en el plato y gritar:
“Yaaaa vaaaaaa..., qué quiérih,
bonitu” / Que dici mi madri que me dé uhté mediu quilu de alubiah
y un cuartu de galletah María... / Dili a tu madri que han subíu
doh realih lah galletah...”
Aquel comercio que conocimos, nada tenía que ver con esa cosa abominable representada por las
serpientes del caduceo. Era, más bien, una modesta y honrada forma
de ganarse la vida. Las tiendas eran pequeñas, humildes, y tan
personales, que cada una tenía su olor particular. No había tampoco
una regla fija en la decoración, lo mismo podías encontrar un
mostrador a la entrada, heredado de los antepasados..., un cuadro de
un bisabuelo vestido de militar, un calendario
con el busto de Gabriel y Galán, o unas estanterías hechas por
algún carpintero de solera.
Algunos comercios se heredaban de unas
generaciones a otras, pasando parte del mobiliario a la nueva
empresa. Se pesaban los productos con básculas antiguas, de pesas, y
en algunos comercios más rústicos, incluso en romanas. Luego fueron
llegando aquellas modernas básculas de color blanco, con cristal,
que recordaban un poco la estética de las motos Vespa, ya con un
cierto aire de cultura americana de los sesenta.
Los niños, además de hacer recados,
íbamos a los comercios para nuestro disfrute, que eran cuatro
cosillas contadas: confites, caramelos,
chicles de Bazooca, chupachús, “peonas” (peonzas), “bóluh”
(canicas) y aquellas pastillas dulces de leche de burra, que podrían
haber sido anunciadas por la mismísima Mesalina.
Casi todo se vendía al peso. Arroz,
lentejas o azúcar, se servían en cartuchos de papel, portados por
el propio cliente. Estos cartuchos tenían
una larga vida; se colocaban a veces en el fondo de las sillas de
nea, para disimular los agujeros de éstas, y después del contacto con las
posaderas rurales, se reutilizaban una y cien veces, y nos mandaban con ellos al comercio a por más
huevos o garbanzos. Íbamos corriendo a comprar, como íbamos
corriendo a todas partes, y el riesgo de ver la mercancía por los
suelos, estaba siempre latente. Todo era, ciertamente, altamente
reciclable, sin necesidad de inútiles campañas medioambientales, ni
contenedores específicos para cada cosa. Era todo mucho más
sencillo y amable con el medio: los envoltorios no existían, la
materia orgánica iba a las gallinas, cerdos, burros, cabras, perros
y gatos..., y los escasos bártulos que se compraban, duraban veinte o
treinta años. Era un desarrollo verdaderamente sostenible, sin
cumbres planetarias de hipocresía, que tan sólo sirven para dar matarile al planeta.
A la vuelta de la escuela, nos
tirábamos largos ratos mirándonos en los escaparates de los
comercios, esperando ver algo nuevo, que sólo aparecía muy de tarde
en tarde. Aburridos de ver siempre lo mismo, quedábamos allí,
hipnotizados, mirando nuestras caras de panolis en el cristal, como
atontados, perdidos en la periferia de los pensamientos. Luego nos
marchábamos soltando el aliento en el cristal y escribiendo, quizá,
“iniciales, que son nombres de enamorados, cifras, que son fechas”,
como en los célebres álamos machadianos.
También las madres nos mandaban a por
pan a la tahona: “Prenda, veti a la tahona a por un pan”.
Aquellas tahonas verdaderas, donde el pan no llevaba aditivos.
Eran los grandes panes de hogaza que inevitablemente pellizcábamos
al salir de la tahona, y a veces sin salir de ella. Quedábamos
asombrados con aquella
especie de hormigonera usada para la masa del pan, y muchas
veces, ya por costumbre, o por enredar, le pedíamos al panadero que
nos pesara en la báscula destinada a los sacos de harina: “Tiu
Claudiu... ¿me pesa uhté...?”, y
poníamos la misma cara de entusiasmo que ponen los niños ahora al
subir a cualquier artilugio lúdico, esperando que nos dieran el
resultado del peso, aunque sabíamos que era siempre el mismo.
Se pagaba todavía
con monedas de dos reales, con el "agujerino" en medio (que servían
también para hacer tope en las cuerdas de las peonzas), o con
perras gordas y chicas de aluminio, con aquellos relieves de lanceros
a caballo, ya desgastadas, como antiguos denarios romanos de una Roma
mermada y bellotera.
Algunos comercios hacían las veces de
farmacias, y vendían productos básicos, como pastillas de Okal para
el dolor de muelas, Ceregumil para los niños “gajientos”,
alcohol y algodón para las mataduras de las rodillas, Tanagel para
las cagaleras estivales, o Calcio 20, para los niños flacos y
huesudos, con la sombra alargada del raquitismo de los negritos de
África, que ya veíamos por las primeras teles en blanco y negro.
La gaseosa seguía siendo el refresco
por excelencia; tanto era así, que cada comercio era representante
de una marca u otra: unos llevaban La Molina de Béjar, otros la
Casera y otros la Revoltosa. Incluso había reparto de gaseosa por
las casas, y hasta incluso reparto nocturno, con un carreto de
madera, con ruedas de hierro, armando estruendo sobre los rollos de
las calles, en las noches del fresco veraniego. Era todo mucho más
hermoso, literario y poético que ahora.
Ya existía el binomio frutería -
pescadería, que luego perduró en el tiempo. Cuando el pescadero
traía sardinas, sonaba un pregón, y esa noche, ni que decir tiene,
el pueblo cobraba un manifiesto
olor a sardinas, y los gatos se
mostraban más nerviosos que Don Quijote en un parque eólico.
Otra manera improvisada de comercio,
que nosotros ya apenas conocimos, fue el trueque. Llegaban vendedores
ambulantes con las bestias, y portaban alubias de El Cerro, que
cambiaban por garbanzos o trigo; Castañas de Mohedas, o del Casar,
también cambiadas por trigo. El barbero y el herrero, cobraban las “igualas”
a base de trigo, demostrándose así la inútil necesidad del dinero;
ese invento del diablo que alguien creó para perder las almas en
favor de la usura. Con aquellos trueques, sin intermediarios ni
impuestos añadidos, el comercio justo (ahora
tan de actualidad), era una realidad cotidiana; de aquella
manera, se daba a cada uno lo que era de cada uno, a Dios lo que era
de Dios, y al César... nada.
La gente de los pueblos más pequeños
se desplazaba andando a los pueblos de mayor tamaño, que servían de
epicentro comercial. Todo eran caminantes hablando por los caminos,
como en el "Viaje a la Alcarria" de Cela :
“Eh, vah pal Ahigal... / sí, ámuh pa´ llá a compral unah
cosinah...” En
estos pueblos más grandes, había incluso zapaterías, ferreterías,
droguerías, tiendas de ropa, de telares, de vestidos..., mercería,
etcétera. A través de este intercambio, llegaba a conocerse la
gente de unos pueblos con otros, en medio de una camaradería ya menos frecuente en nuestros días.
Algunos comercios eran tan sólo de
alimentación, y otros se atrevían incluso con sencillas ropas,
alejadas de modas o extravagancias; o tal
vez vendían calzado, adaptado a las necesidades más
inmediatas: preferentemente botas katiuskas para los grandes
barrizales, zapatos de charol “pa´ remualsi” el día del patrón,
o zapatos Gorila, con la pelotina verde y maciza de regalo, que en no
pocas ocasiones acababa encalada en el tejado de algún corral
castizo, no sin antes haber hecho la oportuna gotera.
Aún conservo en la retina de mi más
tierna infancia, algún viejo comercio de la generación de mis
abuelos, con sachos y hoces en el techo (como en El embargo
galaniano), sartenes, calderos, trébedes, tripas para la matanza...
Todo de lo más sobrio, artesanal y semioscuro, pero con un halo de
honradez antigua, imposible de encontrar hoy en la bazofia
publicitaria que nos asedia.
De tarde en tarde llegaban los
charlatanes, y aparcaban la camioneta en cualquier plazoleta,
vendiendo ropa, billeteras, correas y, sobre todo, mantas para
sustituir a los antiguos “cubertónih”. Se colocaban allí, en
calles y plazas, como los políticos de nuestro tiempo en los
mítines, y soltaban una larga perorata, con una verborrea
desconocida para los aldeanos, ofreciendo casi todo, a cambio de casi
nada. Hablaban de regalos y más regalos... bla, bla, bla. A pesar de
nuestra corta edad, ya sospechábamos que eso de tantos regalos no
podía ser cierto. Así fuimos aprendiendo, desde niños, que la
supuesta gratuidad de las cosas, casi siempre lleva aparejada una
mentira.
Aún quedan pequeñas tiendas en los
pueblos, ya lejos de las aquí referidas. Las tiendecillas de
las grandes urbes fueron desapareciendo poco a
poco, siendo la triste y fiel crónica de una muerte
anunciada, fagocitadas por los grandes centros comerciales, que son
los actuales Gargantúas del consumo insaciable. Todo está al
servicio de los adoradores del demonio Mammón, servidores de un dios
apócrifo que, con la connivencia de las clases dirigentes, han ido
diseñando un mundo a su imagen y semejanza; un mundo descreído y
sin alma, que no tiene más dios que el dinero.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com