Nos pasamos la
infancia quitando y echando trancas de casas y corrales, trancas
grandes y oxidadas, trancas pintadas de negro, trancas desencajadas,
trancas de un tiempo igualmente vivido a trancas y barrancas, que fue
conformando lo que fuimos como personas, lo que seremos de por vida
hasta que echemos un día la tranca inevitable y última.
Los cierres de
edificios que conocimos, eran más bien escasos en número y
variedad, como casi todo en aquellos pueblos nuestros. Trancas,
cerrojos y pasadores de hierro nos daban la casi totalidad de
artilugios destinados al efecto. La anatomía de la tranca era tan
simple, tan rudimentaria, que hasta el cerrojo, a su lado, parecía
un mecanismo de alta tecnología. La tranca, pobrecilla, se iba
desajustando con el tiempo, y llegaba a tener generosas holguras,
girando en falso, y obligándonos a dar otra vuelta más para
ejecutar el cierre con éxito, no siendo buenas consejeras las
prisas.
Aquellas trancas
se quitaban bruscamente, anunciando a las claras la entrada en la
vivienda, a la vez que el arrastre de la puerta caída, y las
bisagras chirriantes, disipaban las pocas dudas que aún pudieran
quedar. Ciertamente, no eran necesarias esas figurillas de peces de
metal dorado que cuelgan en las entradas de tiendas y farmacias. La
tranca era noble, familiar y directa. Algunas veces, en el mismo
barrio, coincidían trancazos y arrastres de distintas puertas,
provocando un concierto disonante, que no era sino el concierto de la
tierra misma, atrancada y arrastrada por fatigas y desgastes, que
hacían mella también en la propia piel de las cosas.
Las puertas de
los corrales daban acceso a un mundo espectral y lóbrego, donde las
almas en pena se desplazaban sorteando pilones impregnados de
estiércol y gallinazas, y los niños huían espantados recreando
escenas de miedos aldeanos. Algunos muchachos mayores, a sabiendas de
que otros niños asustadizos se ofrecían voluntarios a entrar de
noche al corral, a por los huevos de las gallinas, se colaban previamente en el mismo, y cuando el infante, receloso, introducía
su mano en la oscuridad para quitar la tranca, encontraba el tacto de
una siniestra mano fría tocando la suya. El niño corría
despavorido a relatar el suceso a los miembros de la casa, pero
cuando estos acudían al corral, claro está, ya no había nadie,
aunque tal vez el jocoso fantasma del pajar, estaba ya integrado en
la propia comitiva cazafantasmas; y una abuela, con su aporte
racional, sentenciaba: “Esu eh que al niñu, probecitu, se le
tieni que habel figurau alguna cosa”.
En ocasiones, en
el interior de las puertas de los corrales, encontrábamos a perros
“cerberos” guardando, más que el infierno, el humilde inventario
de las cosas mínimas. Eran siempre perros con más hambre que
vergüenza, dispuestos a vender su fiereza por un pedazo de pan duro,
tal como Esaú vendiese su primogenitura por un plato de lentejas.
La manera de
acceder a las casas nos mostraba un código fácilmente descifrable:
Cuando sonaba bruscamente la tranca de la puerta, era señal
inequívoca de que alguien de la propia casa entraba, o en todo caso
era persona suficientemente allegada como para tomarse la osadía de
soltar trancazos en confianza. Cuando la tranca sonaba levemente,
era señal de gente próxima a la familia, que se tomaba la licencia
de abrir por su cuenta y riesgo, pero dejando entrever una cierta
prudencia, claro. El resto de la gente no tocaba nunca la tranca, llamaba a
la puerta "torteando", osease, dando varios golpes con los
nudillos en la madera. Al fondo de la casa se oía: “¿Quién
va?...”, y el visitante contestaba: “Un servidor...” Algunas
mujeres tradicionales, para llamar, introducían ligeramente la
cabeza por la puerta, y en un tono dulce y beatífico declamaban:
“Ave María Purísima”, y la mujer anfitriona acudía a través
de la oscuridad, rauda como una “rejileta”, y en el mismo tono
contestaba: “Sin pecado concebida.”
Conocimos puertas
que daban paso a otros mundos..., a mundos de oscuridades y fríos
invernales, de estancias de ambiente huraño y alma de pedernal, con
olor a vicio y Zotal, como perfumes bastardos de un pasado rural que
nos quedó marcado a fuego en la piel.
De niños,
veíamos aquellos grandes portones de madera en los “tinaos”,
como murallas insalvables, que parecían más bien fortalezas de
castillos, repletos de ovejas balando y mastines ladrando a lobos,
a veces imaginarios.
Cuando los
cerrojos tocaban a su fin, dejaban su sitio a un palo debidamente
insertado, y luego a una larga sucesión de palos que iban marcando
la dilatada existencia de la puerta centenaria..., o a veces,
simplemente, una cuerda atada de cualquier manera salvaba el
problema, a la espera del arreglo pendiente, que podía durar,
probablemente, años.
Los viejos
exhibían grandes llaves de hierro por las calles, que servían
también para silbar por el agujero del extremo, y llevarse detrás a
los niños, como renqueantes flautistas de
Hamelin, con pocas ganas de
tonterías. Cuando estas llaves se extraviaban, provocaban gran
turbación entre los parroquianos, pues no había copias. A falta
de copias, la llave era usada una y mil veces por todos. A menudo era
escondida en una ventanilla de granito, o en agujeros de
paredes de piedra..., tal vez en la tallera de una puerta vieja..., detrás de
grandes tinajones de barro..., en las grietas de poyos de cantería..., y sobre todo, con frecuencia, en el mismo sitio donde nos dejaban la
merienda con la pastilla de chocolate Kitín y el coscurro de pan de
hogaza envueltos en papel de comercio, pues al papel de aluminio aún
le quedaban varios lustros para ser presentado en sociedad.
La gente hablaba
desde las puertas de las casas, frente a frente, mientras la lluvia
ponía una cortina de fertilidad y esperanza entre las palabras. No
era tampoco extraño ver a un burro asomado a la puerta del corral,
como un burlesco dueño falsario del edificio, o a un hombre
sexagenario, asomado a la puerta, con los antebrazos apoyados en la
parte inferior, con el mechero de piedra encendiendo un cigarro de
tabaco de liar, quedándose allí, ensimismado y vacío de
pensamientos. Otros viejos se sentaban abajo, en el umbral, o tal vez
en el quicio de la puerta, como el abuelo de la canción, cambiando,
esta vez, la vara de avellano por la vardasca de olivo.
Al acostarse la
gente, en aquellas casas labriegas, la pregunta más recurrente era:
¿Habéih echau la tranca de arriba...? Efectivamente, las
casas tenían puertas dobles, con dos trancas; la tranca de arriba
impedía el acceso a la vivienda. Parece como si, desde siempre, las
cosas de arriba nos cortasen el paso y las de abajo nos dejasen fluir
tranquilamente.
En algunas casas
de cierto abolengo se colocaban aldabas para llamar a la puerta..., aldabas que eran grandes anillones de hierro, o manos de bronce
semicerradas, con la bola adosada, que hacían un ruido estruendoso que se escuchaba muchos metros a la redonda.
Conocimos trancas
de todas las hechuras y tamaños: trancas de hierro basto y pesado..., trancas de corralones..., trancas de cuchitriles..., trancas de
alacenas..., y trancas clavadas con un pequeño clavo que, al caerse,
dejaban a la puerta desprovista de la propia tranca.
De monaguillos
nos tocó llevar pesados manojos de llaves de hierro atadas con un
cordel. Eran llaves que abrían puertas de iglesias, sacristías,
campanarios..., puertas de coros en las alturas,
y hasta puertas de antiguos cementerios adosados a las iglesias.
Muchas de las
casas tenían dos entradas, “la de alanti y la de atráh”, que
permanecían abiertas sin miedo al hurto de indeseables, pues, salvo
excepciones, la honradez era moneda corriente, y el afán de
enriquecerse con lo ajeno, aún no estaba suficientemente enquistado
en la sociedad, a pesar de la pobreza. La puerta principal (o de
“alanti”), en algunas casas sólo se abría en ocasiones
especiales, siendo la de atrás la que sufría el roce del ajetreo
diario. Ambas puertas daban a calles distintas, y a barrios
distantes. El contacto más frecuente se tenía con los vecinos de la
puerta de atrás; los vecinos eran más vecinos por las puertas de
atrás, donde la vida transcurría en confianza, diálogo, poyos
compartidos, risas y algarabías cotidianas.
Ahora las únicas
trancas que nos van quedando son las de algunos jóvenes en los
botellones contemporáneos..., aunque antiguamente el vino tabernero,
y el de pitarra, también nos dejaron generosas trancas para la
historia, pero aquellas melopeas recibían nombres más propios de su tiempo lugar, como “filuseras” y otros por el estilo.
Luego, ya por los
ochenta, empezaron a extenderse los candados y llaveras modernas con
abundantes llaves de bolsillo, portadas en aquellos llaveros horteras
que te regalaban en todas partes... Escudos y relieves de una España
setentera que se afanaba en abrir puertas por doquier, aunque algunas
nunca supimos muy bien a dónde daban. Manojos de llaves, en fin, que
los padres de familia movían en el bolsillo las tardes aburridas de
domingo, paseando con la mujer y el niño de la mano, mientras un
romántico olor a jazmín embriagaba el final de la tarde.
Y así fuimos por
la vida encontrando más trancas cerradas que abiertas, llamando a
puertas que nunca nos abrieron..., sabiendo de llaves escondidas en
lugares inaccesibles, remotos y profundos. Mientras de niños
cantábamos por las calles: “Dónde están las llaves, matarile
rile rile...”, de adultos supimos que estaban, como no podía ser
de otra manera, en el fondo del mar.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com