Era la hermana pobre, la cenicienta de
las calles, estrecha y oscura, pequeña y olvidada; a menudo con
gallinas picando hierba, y de tarde en tarde la aparición esporádica
de algún transeúnte afanado en los quehaceres de la tierra.
La calleja, en el casco urbano, daba
más bien a las afueras del pueblo, y nos llevaba a espacios
secundarios, relegados a la nada, donde nuestra protagonista perdía
su estatus de calleja en favor de algo más pequeño y humilde
todavía, como era la vereda, a menudo invadida por yerbajos y
ortigas, y la presencia intimidatoria de excrementos de
animales domésticos..., o de sus propios dueños.
La calleja era
estrecha, como una metáfora de la vida, aunque, sin embargo, la
estrechez no representaba problema alguno, pues formaba parte de la
propia dinámica de la tierra, donde todo era estrecho y pequeño. La
calleja estaba pensada para el paso de animales y personas, cuando
aún las maquinarias no demandaban espacios más holgados.
A veces la calleja se mostraba en su
versión mínima, y se quedaba tan sólo en “callejina”. La "callejina" era hijastra de la propia calleja, y por ella pasaban,
claro está, burrinos, hombrinos, mujerinas..., y toda la fauna
menguante de aquellos reinos de Liliput. Todo era tan diminuto, que
tal vez por esa razón encontraban su hábitat natural las pulgas,
que campaban a sus anchas, cogiéndose a las canillas de las piernas
para viajar de un lado a otro, como el que coge un taxi aquí o allá;
viajaban a placer surtiéndose de la sangre que, con escasez,
recorría las venas de los pobres habitantes de aquel pequeño
planeta gris de las cascarrias.
Al llegar la noche, las callejas
quedaban desprovistas de luz, ni siquiera la luz pobre de las
bombillas de plato les llegaba; así pues, la calleja era pacto de
las tinieblas, y de su oscuridad tan sólo aparecía, de tarde en
tarde, algún viejo campesino con un farol de aceite, o una “moderna” linterna de petaca..., o tal vez algún borrachín de reconocida solera, apareciese quizá por la calleja canturreando aquella vieja canción sesentera de: “Tres cosas hay en la
vida, salud, dinero y amor...”, aunque en su vida, lo más
probable, es que no hubiese ninguna de las tres.
Nuestra amiga, la calleja, no tenía
derecho a ventanas, si acaso a algún ventanillo diminuto en lo alto
de una troje, o en la parte baja de un corral. Los niños nos
asomábamos a las ventanillas de los corrales, esperando encontrar un
mundo mágico de emoción y misterio, pero tan sólo nos llegaba la
imagen en penumbra de un burro comiendo paja en el pilón, y un
marcado e inconfundible olor a corral. El resto, como siempre, lo
ponía nuestra imaginación.
Las callejas, a pesar de su escaso
protagonismo, tenían también sus nombres propios, humildes, como
ellas, a la vez que bellos y literarios:
“Calleja de los pinchos, calleja de las tenerías, calleja de los
palomares...” La hechura de las callejas era informe y arbitraria;
cada una era distinta, con sus señas de identidad, alejadas de un
molde frío e impersonal, tan propio de las cosas de hoy, casi todas
similares en apariencia y engaño.
Ni que decir tiene que la calleja no
era recomendable para juegos de persecución: la escapatoria era
improbable, dada su angosta anatomía, y algunas eran callejas
ciegas, sin salida; de esta forma, cuando encontrabas refugio en la calleja, sabías
que tu destino como jugador estaba sentenciado, y en no pocas
ocasiones te tocaba escapar espoleado por puntapiés, vardascazos o
capones.
A la pobre calleja se le perdía el
respeto con suma facilidad, llegando a convertirse en improvisado
meadero en las fiestas populares, donde también se hacían aguas
mayores si el apretón no daba otra opción. Al terminar las
fiestas, las callejas desprendían un fuerte olor a orín que algún
vecino intentaba mitigar a golpe de manguera... Todo esto, es cierto, sí, aún sigue ocurriendo a día de hoy.
Dada su ubicación, las callejas fueron
las últimas calles del pueblo en ser asfaltadas, conservando
intacto su encanto centenario, y las piedras primigenias que algún
antepasado colocó en siglos precedentes; piedras irregulares que
dejaron “trompicones” de la más variada plasticidad artística..., todo al más puro estilo del cine mudo, sólo que aquel cine nuestro
se proyectaba con una amplia sonoridad de tacos e improperios.
El rincón era pariente cercano de la
calleja, y en más de una ocasión las callejas terminaban en
rincones, que albergaban escenarios surrealistas, con pozos de piedra
ocultos en carcomidas y ajadas puertas de madera, donde nadie
sospechaba su presencia. Rincones donde sólo habitaban cabras,
cerdos o gallinas, sin rastro de vida humana, con la excepción,
quizá, de algún mozo viejo con cierta vocación de ermitaño, que
vivía apartado del mundo en su rincón. Aún quedan algunos rincones
por los pueblos, con distinta fisonomía, ya encementados en su
mayoría, y con la presencia esporádica de forasteros despistados
que acaban en los rincones pensando que la calle continúa, aunque
nunca falta una mujerina samaritana para indicarles: “Eeeeee,
señol, que esa calli no va a ningún lau”; y efectivamente,
algunas de aquellas calles parecían no ir a ningún lado, en el
sentido más estricto.
En invierno, las callejas de piedra se
llenaban de musgo y basilios, que los niños reventábamos con los
dedos para sentir el agua verdosa, que a veces nos manchaba la ropa,
y hurgábamos en los huecos húmedos de las paredes para extraer
caracolillos... Cuántas veces los críos nos pasábamos las horas
muertas jugando en aquellas concavidades de magia y naturaleza viva.
A la calleja, normalmente, no daban las
puertas de las casas, más bien encontrábamos corrales con puertas
rotas, olor a estiércol y garrapatas dispuestas a darnos la
bienvenida, a la par que algún gorrino asomando el hocico por la
puerta rota del corral, nervioso y estresado por el hambre, y con
aquella mirada triste y porcina que tantas veces vimos de niños,
mendigando algún trozo de cualquier cosa..., tal vez, no sé, la cáscara de
un melón rodeada de moscas, que los chavales acercábamos a la puerta
temerosos de quedarnos sin dedos.
También estaba
la calleja de campo, que daba a pozos pequeños, a entradas rústicas
y portillos de los que tanto hemos hablado por aquí...; callejas
flanqueadas por paredes de granito, ahora ya derruidas...; callejas
que morían en la entrada de un cortinal...; callejas que daban a
otras callejas, que a su vez daban a más callejas, en un maravilloso
y anárquico laberinto, donde el mismísimo Minotauro hubiese dejado
escapar a sus víctimas por aburrimiento.
Bastaba salir a pasear por aquellas
callejas asilvestradas para encontrar la paz y el sosiego ahora tan
solicitados. No hacían falta técnicas orientales de relajación,
tan demandadas por esta sociedad pueril y desnortada, dispuesta a
pagar hasta por el aire que respira. Bastaba, decía, salir al campo
y sentir, con el gran Garcilaso de la Vega, aquello de: “Y en el
silencio sólo escuchaba un susurro de abejas que sonaban...”
Algunas de aquellas vías agropecuarias
estaban atravesadas por arroyos o regatos que nos obligaban a
realizar saltos de longitud, yendo a parar nuestro pie al agua, o al
barro, con relativa frecuencia. También hallábamos abundantes
zarzales y comíamos directamente las moras, sin miedo alguno, pues
estábamos a salvo de este mundo actual de química y basura que nos
trajo el mismísimo demonio de la mano de sus adoradores.
Callejas, en fin, que fueron un
homenaje a la humildad, callejas tomadas por la maleza, que aún
siguen ocultando formas de vida de un pasado del que ya no quedan ni
siquiera cronistas, de aquellos de boina y reposada cháchara, que
tanto echamos de menos, pues al igual que las callejas, quedaron ya
asfaltados en cemento y olvido.
Contemplando una calleja, se me ocurrió
pensar en la grandeza inveterada de las pequeñas cosas de siempre,
las cosas que no reclaman su presencia, ni necesitan ser vistas para
existir. La calleja nos enseñó a rebajar nuestras pulsiones
megalómanas, a saber que las cosas auxiliares tienen también su
dignidad, sin grandes aspavientos para llamar la atención, como la llaman las
cosas de nuestro tiempo, cargadas de embustes y oropeles.
Así también, un
buen día, despojados ya de vanidades que a nada nos llevaron, de
orgullos y pretensiones vacuas..., diremos, pues, con el poeta: “Como
tú, calleja humilde, como tú”. Comprenderemos, sí, que al final
estuvimos hechos como aquella piedra pequeña de León Felipe, que no
sirvió para piedra de una lonja, ni piedra de una audiencia, sino
tan sólo para ser lanzada por una honda, para ser precipitada por
barrancos y hondonadas, hasta acabar en las simas profundas de la
tierra.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com