Cuando un día oímos hablar de
deporte, supimos que no era otra cosa, sino deporte, lo que habíamos
hecho desde siempre, saltando paredes de campo, gateando a los
árboles y corriendo en todas las direcciones. Y no era, sino
deporte, lo que hicieron nuestros mayores toda su vida, levantando
sacos de trigo, cavando garbanzos, o caminando durante horas por
montes y pedregales. Y deporte fue lo que hicieron aquellos
antepasados que no conocimos, que sin saberlo, fueron atletas de
sudor al viento, corredores en pista de tierra... plusmarquistas de
la necesidad.
Claro está, que una sociedad
sedentaria, necesita inventar nuevas formas de volver a sus orígenes,
para lo que estaba y sigue estando concebido el cuerpo humano, que es
para andar y desplazarse de un lado para otro... y en esto, mira tú,
apareció el deporte.
Allá por los años sesenta llegó de
pleno la fiebre futbolera a la vida rural, y comenzaron a organizarse
partidos entre pueblos. Eran partidos con masajistas que llevaban
alcohol y vendas en cajas de zapatos, y jugadores que exhibían
camisetas de rayas, imitando al Atlético de Madrid, o de Bilbao,
camisetas que los mozos sufragaban arrancando jaras en la dehesa, al
tiempo que improvisaban porterías de palos de encina, quedando claro
que hasta el fútbol, tan moderno, aún estaba supeditado a los
elementos propios de la tierra. Solían ganar los pueblos que
portaban jugadores procedentes de colegios de curas, con técnica
depurada, frente a los aguerridos mozos lugareños, que a lo más
que llegaban es a estampar el balón en la cara de algún distraído
espectador, como en cierta ocasión me ocurrió siendo muy pequeño.
En las fiestas de los pueblos empezó a
ser habitual el partido de solteros contra casados. Eran partidos de
pantalón arremangado, intentando "entallar" (acertar a dar) la pelota con las
sandalias de material, cosa que no siempre era fácil. Lo de acertar
un pase al compañero, se convertía en una “delicatessen” sólo
para unos cuantos elegidos; a la par que algunos casados empezaban a lucir una
incipiente barriguilla cervecera, que desataba los gritos
socarrones del público: ¡¡Tú ya Manolo, sopitah y buen
vinuuuu!!
El término fútbol aún nos sonaba
como una cosa un tanto extranjera, y lo de “balompié” nos
resultaba demasiado cursi; así que el deporte del fútbol, para
nosotros, se quedó en “jugar al balón”, sin más, y para
nuestros mayores nunca pasó de “jugar o a la pelota”.
Al balón se jugaba en las calles con
la indispensable colaboración de los tejados, que a menudo eran
receptores de los escasos balones que portaban los niños de aquella
Extremadura limitada en lujos y tonterías. El tejado se quedaba la
pelota, a veces para siempre, no sin antes haber pagado el
consiguiente peaje en forma de gotera. En algunas ocasiones nos
íbamos a jugar a los valles idílicos de las afueras, aunque a
menudo nos llegaba la visita frustrante
de un pastor, para recordarnos que aquel lugar estaba
reservado al ganado, y tan sólo se hacía la oportuna excepción en
los días señalados de las fiestas patronales; pero el fútbol se
abría paso por todas partes, como las enredaderas, y al final
acabábamos jugando hasta en los sitios más insospechados.
Nuestras porterías infantiles, con
frecuencia, eran dos “gorruscos” (piedras gordas y pesadas), o
dos botes de hojalata, que los había por doquier. Y no faltaba nunca
el niño gordito con el balón debajo del
brazo, y en la otra mano la rebanada de pan con mantequilla y azúcar.
Sus dotes atléticas no eran grandes, pero eso sí, era el dueño del
balón. Los equipos se formaban echando pie; de esta forma, el dueño
del balón, y otro, se colocaban frente a frente, como en un duelo al
sol, y avanzaban colocando un pie inmediatamente por delante del
otro. Cuando quedaba un espacio reducido entre los pies rivales, uno
de ellos decía: monta y cabe, y elegía jugador. El dueño del balón
se convertía por momentos en una estrella “pop” a la que casi
pedíamos autógrafos, esperando que tuviese a bien dejarnos jugar con
“el su balón.”
Se jugaba preferentemente por las
tardes, después de la escuela, portando como merienda un “zalico” de pan y una pastilla
o dos de chocolate de fundir, que acabó sustituyendo las meriendas antiguas de
pan con higos secos de nuestros antepasados. Alguna vez se daba el
caso (como me recordó un amigo recientemente) de que un perro famélico se llevaba
el pan de la merienda, al dejarlo por descuido en el suelo; y desde
lejos se escuchaba luego el grito del niño, mientras el perro se perdía
en la lejanía, como un ser lastimero, salido de
un inframundo perruno, en una escena más propia del Lazarillo
de Tormes.
Luego, ya en la adolescencia, caímos
ante el arrobo del fútbol de manera absoluta, escuchando
interminables carruseles deportivos por la radio. Cuando en mis
primeras lecturas juveniles leí a Albert Camus, en su libro “El
Extranjero”, relatando aquellas plomizas tardes de fútbol en
Argel, pude comprender que el mundo simétrico y global, cocinado
en las calderas de algún oculto mago negro, empezaba a ser muy
parecido en todas partes.
Algunos ancianos fueron armonizando los
toros con el fútbol, en una obligada simbiosis pueblerina de
adaptación a los nuevos tiempos. Cuando vi a mi abuelo, y a otros de
su generación, viendo fútbol, y emitiendo opiniones al respecto,
había algo que no me cuadraba; aunque sus comentarios no pasaban más
allá de cosas tan básicas como: “Ehtuh de blancu no pierdin nunca la
pelota”..., o tal vez:
“Loh de colorau ehtán siempri mu atentuh loh unuh con loh otruh”.
Todo era fútbol a todas horas. Durante
la comida, se escuchaban en la calle risas de un gamberrismo un tanto
impostado, y entre risa y risa, sonaba un balonazo en la puerta de casa (que hacía las veces de portería), hasta que el comensal afectado se asomaba, con el gesto áspero y el
rostro “renegrío”, tan propio de aquel tiempo, y les espetaba:
“Ilsuh a tomal por culu a jugal a la pelota pa´ la vuehtra
puerta”.
Ya nos iban llegando los vientos de la
moderna cultura competitiva, con películas y demás inventos donde
todo consistía en ser el número uno, ganar y machacar al
contrincante sin demasiada delicadeza. Y así íbamos
asumiendo poco a poco el rol que nos tocaba vivir. Cada uno, en su especialidad,
intentaba superar a los rivales, y encaramar el ego a las alturas. A
un servidor le otorgó natura unas piernas rápidas y veloces para
ganar carreras rurales. Recuerdo una de las primeras, en la era,
donde un triunfo apoteósico me trajo los halagos de los curtidos
trilladores. Pero además de luces, cómo no, había también sombras: mi
acreditada fama de "correcaminos" me condenó a la persecución
habitual de un grupo de muchachones mayores, que para verme en
acción, corrían detrás de mi con un langosto en la mano, al objeto
de introducirlo en mi camiseta. A mis espaldas, ya a lo lejos, podía
escuchar sus risas cavernícolas, con la tranquilidad de saber que
nunca lograrían darme alcance.
El deporte femenino se resumía en unas
niñas corriendo al pilla pilla, de manera pizpireta, o saltando a la
comba, o a la teja..., y el contacto de éstas con la pelota, se resolvía
botándola contra el suelo, o lanzándola sobre la pared, en
aquellos juegos con canciones, de los que ya hemos hablado por aquí:
“Te pe té, caaaafé, arroz con
leche, sardinas en escabeche...”
Las bicicletas, refutando al genial
Fernán Gómez, lo mismo eran para el verano como para el invierno...
Las bicis se convirtieron en un lujo que no estaba al alcance de
todos. Los pequeños, a falta de bici propia, aprendimos a montar en
las bicis de los mayores, metiendo la cadera bajo la barra, y
pedaleando en posturas claramente circenses. Eran enormes bicis,
cuyas cámaras rojas servían para los “tiraores” (tirachinas).
El aprendizaje de la bicicleta costaba numerosas caídas, y hasta incluso perder
el control con la bici y meterse en el comedor de alguna casa en plena comida,
como en algún caso que conocí, más propio de los hermanos Marx.
Luego fuimos alocados e intrépidos ciclistas transportando por el
pueblo a otros niños en el portamaletas, y dando vueltas y más vueltas
hasta la saciedad, con la emoción en el rostro, el aire sobre el
pelo, y una sensación de aventura y libertad difícilmente superable
por ninguna videoconsola.
Algunos obreros regresaban de la obra
en los pantanos en una humilde bicicleta, “haciendo deporte por
partida doble”. Se bajaban sigilosos de la bici al llegar a las
calles de rollos, para preservarla del impacto con las piedras. Eran
antiguas bicicletas de guardabarros acabados en una gran goma, casi
rozando el suelo, con timbre, portamaletas y dinamo para el faro, que
se proyectaba en la parte delantera, como una especie de gárgola
metálica y triste.
Llegó un tiempo
en el que todo eran bicis por todas partes: bicis para ir a la era,
bicis para ir a la escuela, sita en los pueblos cercanos, bicis para
el baño en los ríos, bicis para el gamberreo callejero, bicis para
presumir; bicis, en fin, para todos los eventos y quehaceres de la
vida rural.
Todo era ejercicio continuo, y la
obesidad y el colesterol eran una pareja de baile con escaso
predicamento. Conozco el caso de un familiar que en un reconocimiento
médico que le hicieron, el galeno quedó asombrado al comprobar sus
bajísimas pulsaciones, y no pudo por menos que preguntarle: "¿Qué
deporte practica usted?", y éste, con cierta extrañeza,
contestó: "Yoooo... no paru de un lau pa´ otru".
Nosotros, fervorosos deportistas de
pueblo, queríamos ser como esos otros deportistas afamados de la
tele. Todo esto nos llevó, también, al coleccionismo, y nos pusimos
a coleccionar cromos de manera compulsiva: cromos de futbolistas yé
yés, con melenas horteras y pantalones ajustados, marcando paquete; o también cromos de ciclistas que salían en unas bolsas de pipas
de sabor rancio, donde todos teníamos el álbum casi completo, a falta del
malogrado Luis Ocaña, que a nadie le salía, y
cuyo premio consistía en una guitarra..., hasta que alguien decidió un buen día comprar el saco entero de pipas, para hacerse con el preciado
instrumento. Recuerdo cómo los chavales nos arremolinábamos en torno al bar, para
ver la famosa guitarra y el citado cromo imposible de Ocaña.
Luego ya por los
ochenta, todo empezó a parecerse más a lo propio de este tiempo.
En las tardes
antiguas y grises de aquella infancia perdida, un buen día, dejamos
las pelotas de goma desinfladas en oscuras trojes, dentro de cajas de
cartón, que un día, al hacer “dehcuaji” o limpieza en
profundidad, fueron todas "a tomar por saco", a los modernos
contenedores de plástico y olvido.
Las pelotas de
ahora, mueven cifras astronómicas de dinero, corruptela y usura,
cifras obscenas que superan con creces los límites de la indecencia
a la que nunca debió llegar el ser humano.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS