Caía la tarde de enero, y una mujer, a
la puerta, encendía el brasero de picón..., ese oro negro de los
pobres, un oro basto y sucio que se prendía y se avivaba con un
trozo de cartón, mientras pasaba la vecina de vuelta a casa: “Hay
que vel, qué fríu jaci... se quean loh déuh engarañáuh.”
Volvíamos a casa los niños, con el
aire gélido del invierno y el viento traqueteando los platos de
aquellas viejas bombillas que tanto se han citado por aquí..., y nos
sentábamos allí, al calor del brasero, y al calor humano, que nunca
ha sido superado en grados por los modernos sistemas de calefacción
y confort de nuestros días.
La expresión peyorativa de “dar la
brasa”, aquí cobraba un sentido más amable. Dar la brasa era como
dar la vida, pues la brasa no era otra cosa sino una fiel amiga,
pequeña y benefactora, que habitaba en el borrajo de la lumbre, o
bajo las faldas de una modesta camilla. Se daba la brasa como el que
da lo mejor que tiene, como el que ofrece abrigo y calor al más
necesitado.
Removíamos el brasero con la “badila”,
que era una vieja barra de hierro terminada en una paleta, o hasta
incluso se removía con la propia alambrera del brasero, sin más. A veces,
cuando el brasero ya estaba “moquicaíu” (medio apagado), se
trasvasaban unas brasas del borrajo de la lumbre al brasero... ¡y
cómo se agradecía nuevamente aquel calor intenso!, como un soplo de
vida nueva que provocaba una sonrisa contagiosa, y comentarios del
estilo: “¡¡Cómu se agraeci el calorcinu ahora, ¿eh?!!”
El gato friolero y zalamero, se subía
a nuestras piernas, manchándonos de ceniza el pantalón, o se quedaba
dormido encima de la caja del brasero, oculto entre las faldas, y le
dábamos sin querer con el pie, con la sensación de tocar un muñeco de
peluche, con pelo de tiña.
La prolongada exposición al brasero
dejaba en las piernas una especie de tatuajes rurales, llamados
“cabrillas”, que nada tenían que ver con las Pléyades en lo
alto del firmamento, sino más bien con unas irregulares telas
metálicas marcadas en la piel, que permanecían a veces hasta
entrado el mes de junio.
Me cuentan que antiguamente, en la
escuela, los maestros y las maestras, tenían braseros bajo sus pies,
pero los niños se quedaban “arrecíuh” (ateridos de frío) en el pupitre,
metiendo la pluma en el tintero con manos tiritonas, aunque alguna
compasiva maestra dejaba a las niñas acercarse al brasero y
calentarse las manos en medio de un cómico concierto
de rechinar de dientes.
Los piconeros
preparaban el picón de tarmas, o incluso de jaras; este último de
menos calidad, pero más asequible a las diminutas economías.
Podíamos ver aquellos montones de picón humeantes entre la propia
niebla de la mañana.
Desde niño tuve noticias de una
curiosa escena de camilla y brasero en casa de mis abuelos maternos. Allá, por
los años cuarenta, mi abuelo compró una radio de aquellas de madera
oscura y tela de saco, con un amplio repertorio de silbidos y fugaces
emisoras francesas colándose como psicofonías del Palacio de
Linares... Después de cenar, mi abuelo dejaba entrar a todos los
radioyentes del pueblo que quisieran acercarse
al novedoso acontecimiento. La
escena era la siguiente: mis abuelos, mi madre y mi tío, aún muy
niños, sentados a la camilla, escuchando la radio colocada
encima de la propia mesa, y la gente que iba llegando, sentada
al lado, en banquetas de un antiguo salón de baile. Escuchaban con
suma atención los consejos de Elena Francis, o las canciones del
Niño Marchena, en Radio Andorra, que hacían emocionarse a los
asistentes de lágrima fácil. Todo ello, bajo la luz ocre y casi
crepuscular de una pobre bombilla colgada de un cuarterón de
castaño. Luego, por las calles oscuras e invernales, la gente
regresaba a sus casas con la sonrisa de quien necesita muy poco, o
casi nada, para ser feliz.
El ahora tan temible monóxido de
carbono, era un burdo aprendiz de villano, fácilmente reducido a la
nada por las grietas y “talleras” que abundaban por todas partes;
a través de ellas el aire nos fusilaba sobre un paredón ahumado y
frío..., y además nos fusilaba por la espalda, como un traicionero sicario
enviado desde la helada Siberia hasta la recia Extremadura.
Nos sentábamos en casa de los abuelos
a la camilla, al rescoldo del brasero, con un café portugués de
puchero y unas perrunillas en un plato de duralex, o tal vez unas
magdalenas cuadradas, de aquellas que se hacían en la tahona y se
comían “amolledidas” en el café. Las abuelas te contaban
chascarrillos; casi siempre eran los mismos, pero cada vez cobraban
una nueva naturaleza... La abuela, antes de terminar el cuento, se
quedaba traspuesta en el silencio de la tarde lluviosa, y después de
media hora, despertaba súbitamente y decía: “Uyyyy, prenda, yo
creu que me he queau algu amorrongá”. Luego
te relataba, por ejemplo, que “otrah vecih” (antiguamente), desde
la ventana, se veía pasar por las calles a gente bullanguera
corriéndole los campanillos a un hombre casquivano que se
“desapartó” de la mujer... Mientras la abuela hacía ganchillo
sobre la camilla, mirábamos pasar a mozos y mozas con "zarrios
carnavalescos" y toda clase de ropajes y “andarríuh”,
haciendo gala de una suerte de dadaísmo
autóctono..., un surrealismo propio que a veces se abría puertas en
cualquier parte, improvisando una alegría necesaria: la ración de
alegría imprescindible que nos sacaba del pozo del desánimo y nos
devolvía, sin ansiolíticos, a la claridad del día.
A veces las cosas venían mal dadas por
“las calles de la burla”, y te acusaban de “cicateru” en el
juego de pídola, o te enemistabas “para siempre” con alguno de
tus mejores amigos, por el interminable plazo de un día... Tocaba
entonces “meter la guitarra en el costal”, marcharse a casa, y
sentarse allí, taciturno, al calor del brasero en la camilla, con
los codos en el hule y las manos en las mejillas, haciendo las
primeras reflexiones infantiles sobre la torpeza humana..., la torpeza de los otros, claro, y a
veces, inevitablemente, la propia.
Cuando se iba la luz, bajo el azote de
lluvias y tormentas, se colocaba una vela en la camilla. El abuelo,
mientras tanto, se quedaba extasiado, con la mirada perdida, pensando
en media cuartilla de trigo
arriba o abajo..., o en una linde imposible..., o en un trato con fulano que nunca
llegó a consumar.
La camilla, en su versatilidad, podía
servir para el “conviti” del mayordomo, o la comunión
de la "nietina"... o el raquítico cumpleaños del padre, que recibía
a los vecinos con cuatro mantecaos y una copina de anís La
Castellana, de una botella que llevaba varias décadas en la misma
alacena, detrás de un almirez de cobre
que nunca se usó.
Según me contaron, hace muchos años,
las camillas con faldas eran propias de las casas bien, y en las
casas más corrientes la gente se sentaba tan sólo a la lumbre, o
en todo caso las mujeres cosían alrededor de un simple brasero, sin
camilla, con los pies puestos sobre las tablas, hablando de lo divino
y de lo humano. Por tanto, la imagen tan sencilla y candorosa que
conocemos de la gente sentada a la camilla, en su día fue una
estampa más propia de casas de una cierta distinción: la casa del
cura, de la maestra, del boticario, del alcalde...
Las camillas vestían faldas de paño
con numerosas quemaduras, y lucían hules con el mapa de España, que
los más cursis llaman “mapa preconstitucional,” con
aquella Castilla la Vieja, verdaderamente vieja..., y en lo más alto,
la ciudad de Santander, como puerto de mar de Castilla. A menudo el hule
estaba desgastado y podíamos apreciar una España descolorida y
agostada, como metáfora de lo que ha sido siempre la historia
cainita y convulsa de este país nuestro, lleno de motines y
pronunciamientos, y sembrado de eternos reinos de taifas con
ambiciones desmedidas. Algún cigarro descuidado sobre el hule, dejó
para siempre un punto negro en un lugar indefinido de la provincia de
Soria, tal vez la Numancia donde los arévacos sucumbieron
estoicamente bajo la brasa del cigarro gigante de Escipión. El hule
tenía manchas de café, migas de pan y azúcar esparcida, que las
moscas bajaban a degustar como golosas mensajeras de un reino
menesteroso.
Luego vinieron los braseros eléctricos,
más funcionales, engordando a las grandes eléctricas, que ya
empezaban a dar buena cuenta de los bolsillos de la pobre gente.
Aún encontramos por ahí camillas y braseros, como habréis podido constatar, pero aquellas
escenas de camilla que conocimos tenían un duende ya extinguido..., un
halo, no sé... de afecto y cercanía, sin televisión,
cachivaches tecnológicos, ni demás bodrios alienantes con
los que hemos ido aceptando a la fuerza los automatismos del mundo
actual. Todo ello nos lleva a pensar, con Jorge Manrique, “cómo a
nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor...”
El viento soplaba recio ya entrada la
noche, y una lluvia de invierno azotaba el techo de teja vana. Dentro
de la casa, dos ancianos posaban estáticos, frente a frente, en la
camilla; el hombre repasando una y mil veces el mismo libro
desvencijado de Gabriel y Galán..., quizá leyéndole en voz alta a
la anciana el poema de “El Crihtu Benditu”, para emocionarse
siempre al punto aquel de: “Ni me jizu
marquéh, ni
menihtru, ni alcaldi siquiera...”
Y así, en su sencillez perfectamente asumida, se iban apagando,
lentamente, a la noche y a la vida, como la brasa amorosa del
brasero.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS