Íbamos de olor en olor, detrás de la
nariz... acaso “a una nariz pegados”, como aquel pobre narigón
del soneto de Quevedo, sólo que nosotros más por exceso de olores
que por tamaño de napia... Fueron olores tan ciertos, tan
verdaderos, que al cabo del tiempo nos dejaron
una huella tan marcada, que esta vez, inevitablemente, se diría que
nos toca recordar por narices.
El catálogo de olores era
interminable; eran tantos que me recrearé tan sólo en un breve
muestrario de los mismos. Empezaba la mañana con el aroma del café
de puchero puesto a la lumbre, y las “plingás” de aceite en la
sartén, en aquellas mañanas invernales, donde
nos llegaba también el tufillo “aguardientero” proveniente del
lingotazo furtivo de algún hombrino recio y curtido, de aquellos
que
abundaban por nuestras tierras
carpetovetónicas.
Los niños estábamos en todas partes,
en todos los saraos, participando también de la fiesta de los
olores..., oliéndolo todo con deleite y curiosidad, como el
Grenouille de El Perfume, de Patrick Süskind, pero con intenciones
menos siniestras. Nuestra vida consistía en ir experimentando aquí
o allá, y de paso ir creando
anticuerpos contra todo lo habido y por haber.
En aquella ruleta olfativa de nuestra
infancia, no podían faltar los olores gastronómicos: el olor al
puchero del cocido, el repollo, las patatas cocidas, las alubias...,
o la sartén con las patatas “revolcás”, o
tal vez las “tajás” de tocino... Durante siglos todo se
cocinó a la lumbre, hasta que, allá por los primeros setenta, nos
fuimos familiarizando con el olor a gas de aquellas pequeñas cocinas
de camping que irrumpieron de golpe, con sus diminutas bombonas
azules, representando toda una sorpresa tecnológica en los
rudimentos del paleolítico en los que veníamos desenvolviéndonos
desde siempre.
No había mayor acontecimiento de
olores que los que daba el campo: poleo, romero, tomillo cabezudo
(más basto), y tomillo sensero (más fino)...; la presta, y su
hermana pobre, la presta de burro (siempre con los rudos nombres de
la tierra)...; la flor de la jara..., la flor de la escoba..., el
olor a forraje..., a heno..., a las flores de mayo... En fin. Olores
campestres que disfrutamos sin medida, allí, donde “el aire se
serena y viste de hermosura y luz no usada”, de un siglo de oro de
las sensaciones en el que tuvimos el lujo de habitar.
La ropa se lavaba con jabón de sosa, y
los cacharros de la cocina con el mismo tipo de jabón. Era un jabón
casero, multiusos, que lo mismo quitaba las aguerridas zurraspas de
los calzoncillos que le hacía un repaso a la leche agarrada en el
cueceleche... El jabón de sosa no olía prácticamente a nada, tan
sólo a limpio; cuántas veces oímos decir a nuestras madres y
abuelas: “Güeli a limpiu”, sin saber muy bien a qué se
referían; luego supimos que el olor a limpio era tan solo la
ausencia de olor a sucio, algo tan simple como eso. Más tarde nos
llegaron los polvos de lavar, que soltaban un ligero perfume,
desnaturalizando, quizá, ese sencillo olor a limpio que era ya tan
nuestro. En cambio siempre estuvieron presentes las pastillas de
“jabón de olor” en los palanganeros de hierro o madera, tan
menguadas y desgastadas, que al cogerlas se escapaban de las manos
como sutiles pececillos de río... de un río
sencillo y humano, accesible a las manos curtidas de la gente.
Los muchachos más gamberros cogían
el carburo (de olor fuerte y un tanto desagradable) para
hacerlo explotar en botes de lata, después de una meada comunitaria
sobre el mismo, rodeados de niños pequeños que se espantaban ante
la explosión pueblerina, con la inestimable participación del ángel
de la guarda, que no daba abasto en aquel
tiempo de rudeza espartana. Los pobres botes valían para todo y para
nada.
La matanza era portadora de un reparto
tan amplio de olores, que podían formar grupo parlamentario propio:
el mondongo (o calabaza cocida)..., el adobo en la artesa, con su
olor a pimentón, vino, orégano y ajo..., los
chorizos colgando..., los guisos a la
lumbre..., y en particular el olor a las migas, cerrando el círculo
de fragancias matanceras.
Las colonias aún gozaban de poco
predicamento; tan sólo alguna colonia barata que algunos autóctonos
usaban de tarde en tarde en celebraciones importantes.
Nuestra relación infantil con
los perfumes se limitaba a la colonia que nos echaba el
barbero/peluquero cuando íbamos a cortarnos los “moligaños.”
Éramos rehenes también de los malos
olores, que a fuerza de un contacto
reiterado con ellos, acabábamos incorporando a nuestras vidas con
cierto agrado, en una extraña aceptación masoquista de todo lo que
nos rodeaba, de todo lo que en alguna medida considerábamos ya como
nuestro. Entre estos olores estaba el olor a vicio (estiércol) del
corral, combinado con olor a Zotal y gallinaza...; o el olor de los
cagajones recién puestos por los burros a la puerta de casa...; o el
olor a “zahurdo y verbajo” con
patatas cocidas...; o quizá el olor de los “defecódromos” sitos
en las afueras de los pueblos, que a falta de retrete hacían su
apaño, entre arroyos y zarzales, desde donde nos llegaban efluvios
escatológicos, aumentados por un lacerante sol veraniego que nunca
tuvo piedad de nosotros.
No eran pocas las veces que saltaba la
duda ante olores imprecisos que inopinadamente nos sorprendían, y
entonces alguien preguntaba: “¿A qué güeli...?”
En estos casos el olor no solía ser especialmente agradable, pues la
pregunta iba acompañada de un gesto entre asco y estreñimiento, que
era una mueca bastante habitual. Finalmente una voz de cazalla
sentenciaba: “¡Güeli a perruh muertuh...!”, y
las caras avinagradas dejaban repentinamente paso a las risas.
Al volver el cabrial de concejo al
pueblo, quedaban las calles impregnadas de un marcado olor a cabra,
ligeramente mitigado por el olorcillo a humo de las chimeneas, o al
guisoteo extremeño y austero que escapaba por el ventanillo de
alguna humilde cocina.
Cada estancia de la casa tenía su olor
propio: la bodega, la troje, la cocina, el leñar, el patio, las
escaleras de cantería... Íbamos saltando entre olores, como de oca
en oca, y huelo porque me toca, excepto el olor del cuarto de aseo
(más bien letrina), que estaba confinado en la agreste y fría
periferia del corral.
A veces los olores dejaban su propia
naturaleza y se convertían en expresiones de las hablas locales: El
olor a chamusquina, pues, nos mostraba una clara desconfianza ante
cualquier situación: "A mi esu... me güeli a
chamuhquina..." Estar atufado, dejaba
palpables muestras de enfado hacia alguien, o hacia muchos:
“Lleva un tiempu atufau... y pa mi que ya sé de ondi le
vieni...” De la misma forma que las personas aficionadas a
salir y curiosear el ambiente, eran reputadas como “goleoras”: “A
mi padri no le guhta salil a ningún lau... to lo contrariu que mi
madri, que ha siu siempri máh goleora...”
Muchas casas tenían un olor particular
que se percibía inmediatamente al entrar por la puerta. A veces el
olor de la casa nos daba una cierta información sobre los dueños,
como si los olores y las personas tuviesen similitudes difíciles de
explicar.
Y allí andaban los olores por todas
partes, los rancios olores gratamente recordados, al abrir, por
ejemplo, los armarios viejos y las arcas..., o las maletas de madera
deportadas en las trojes..., las alacenas..., la naftalina de los
baúles y las ropas después de largo tiempo guardadas... Y así
también el olor de las iglesias, los cirios y el incienso..., o el
olor a lumbre y brasero..., a jalbiego..., a las sillas recién
pintadas secándose a la brisa y al sol callejero de las tardes de
mayo.
Luego estaban, cómo no, los olores
particulares, tan de cada uno..., aquellos que nos llevaban sin
medida a lo más sublime de los
sentidos. En la parte que me toca, recuerdo con especial gozo el olor
de la hierba recién segada, pero sobre todo, y por encima de todos,
ese olor a ozono que precede a las tormentas, y el posterior olor a
“sequío” de la tierra mojada por la lluvia, después de largos
meses de soles abrasadores y chicharras cantarinas.
Los niños sentíamos atracción por
olores fuertes y sofisticados, y corríamos como posesos detrás del
olor a gasolina que desprendían las motos y los coches al pasar por
las calles. Lo dejábamos todo, juegos y aventuras, por correr en
tropel detrás de cualquier maquinaria quemadora de combustible,
quizá ya en alguna extraña prefiguración borreguil del tiempo que
estaba por venir. De la misma manera nos aplicábamos al pegamento
“Imedio” que algunos críos portaban en la cartera, hasta el
punto de pedirle al compañero que nos pasara el tubo, para echarle
una olfatadita, como el que te pasa la bolsa de pipas.
Estaban también los ambientadores
indirectos, que sin tener tal cometido, dejaban su fragancia en los
hogares aldeanos. Entre ellos, los melones, las zamboas,
y sobre todo las manzanas, que perfumaban los hogares colocadas sobre
trapos en el suelo, y me cuentan, “que otrah vecih”
(tiempo atrás) se quemaba azúcar en las casas a modo de
ambientador.
Los objetos de cuero, que en nuestros
pueblos se llamaba “material” (y los de menor calidad,
“badana”)... dejaban un olor tosco y
de pura humanidad, como también la ropa
de pana de los hombres, o los sombreros de paja, curtidos de
sudor..., o los abrigos de los abuelos en las
perchas, que los niños más pequeños olíamos, incluso escondidos
detrás de ellos, metiendo sin éxito la mano en el bolsillo de la
prenda, esperando encontrar algún despistado caramelo, aunque a
veces tan sólo encontrábamos el papel del mismo, un tanto
“engarrabuñáu”, y nos conformábamos con el olor goloso que
desprendía.
Olores inolvidables fueron también los
olores de los hornos en las tahonas, con el pan de hogaza recién
hecho, el olor de las perrunillas recién sacadas, las tortas de la
matanza, los pimientos asados, y los dulces en general salidos de
aquellos hornos comunitarios, con sus redes sociales tan bellas y
cercanas, siempre conectadas a los cinco sentidos.
La albahaca cumplía dos cometidos:
como ambientador y como repelente de moscas y mosquitos, aunque
algunas personas mayores aún guardan mal recuerdo de este olor,
asociado a las grandes mortandades infantiles de posguerra. Nos
relatan que llevaban a los niños con la cara descubierta, rodeados
de albahaca, de forma que la albahaca cubría al difunto y tan sólo
quedaba a la vista la cara de éste, y tímidamente, entre las hojas,
las manecillas cruzadas. La albahaca marchaba por las calles dejando
un insospechado aroma de tristeza.
Y así, todo lo entonces vivido nos fue
dejando una larga retahíla de memorias asociadas, y emociones que
aún saltan como un resorte ante el solo recuerdo
de aquellos pequeños duendes que fueron los olores, que aún
se cuelan por las rendijas del pasado hasta llegar fugazmente a
nuestras vidas. Ahora, desde las barandas del presente, los vemos
alejarse aguas abajo, como indefensos náufragos, ignorantes de que
un día nos pertenecieron.
Nos han canjeado los olores gratuitos,
naturales, legítimos... por carísimos perfumes con sofisticados
anuncios publicitarios donde el modelo, o la modelo (de movimientos
biónicos), ponen gesto desganado y hablan con voz de asco,
evidenciando así el hastío de un lujo de compraventa que nunca tuvo
alma, y dejándonos subliminalmente el mensaje de
que el olfato más apreciado de este tiempo, es el de los negocios.
Los olores que me faltan, colocadlos
minuciosamente, por orden, con cada sensación que os evoquen, con
cada recuerdo al que vayan aparejados. Seguramente están ahí,
dormidos, acurrucados, esperando pacientes para
llevaros de la mano hacia las moradas de
un reino aún no burlado, donde un día habitaron vuestros
sueños, donde, seguramente, no anduvo muy lejos vuestra felicidad.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com