Una niña con trenzas y andares
pizpiretos, dando saltos cadenciosos, se acercaba a la puerta del
correo, que era una casa como otra cualquiera, y apartando la cortina
de palillos, echaba por la ranura de la vieja puerta la carta para su
amiga de Madrid. Al cabo de un mes, una buena mañana, aparecía en
el suelo de su casa un sobre con matasellos madrileño, al
lado de una escoba de baleo. Los ojillos de la niña se
encendían de alegría, y abriendo el sobre, delante
de su rostro iluminado, se mostraba un texto circundado por
dibujos de flores y promesas de verse ya pronto, tal vez en el verano, que no
andaba muy lejos, ya con las flores de mayo llenando de perfumes y
versos las tardes aldeanas.
Eran escenas de un tiempo epistolar,
cargado de romanticismo, donde las cartas iban y venían, portadoras
de pensamientos viajeros, como parte de unas vidas prestadas, con el
remite marcado a fuego en el alma. Las
cartas nos conectaban con el mundo exterior, como un dilatado cordón
umbilical de papel y esperanza.
El cartero marchaba por las calles, con
su bolso de piel marrón, como la Penélope de la canción. No
necesitaba mirar la dirección de sobres ni edificios, tan sólo con
el nombre del destinatario le bastaba para dar en la diana. Iba a
tiro hecho a cada casa, sita en cualquier recoveco o rincón
escondido, o en la trasera de extrañas edificaciones, de las que
había por cualquier sitio desafiando toda lógica arquitectónica.
En las casas no había buzones, las
puertas estaban llenas de “talleras” (rendijas), y las cartas y
el frío entraban a placer cogidos de la mano. Las cartas aparecían
en el suelo, junto a la puerta, como si tuvieran vida propia, y una
ductilidad que les permitiese acomodarse a las rendijas mínimas, que
en muchos casos eran máximas. A veces se mostraban humedecidas en el
suelo, sobre una cantería calada por el agua que se filtraba con el
hostigo invernal. El cartero no sólo conocía las direcciones, sino
que también sabía la puerta exacta por la que echar cada sobre, y
la grieta más indicada en cada una de ellas. Lo hacía con tal
discreción, que nunca advertíamos su presencia; parecía como si
las cartas se materializaran de la nada en cualquier momento: ahora
mirabas y no estaban, y volvías a mirar y ya estaban allí, como en
una suerte de magia
necesaria para nuestras vidas.
Los niños escribíamos al dictado las
cartas a los viejos ágrafos..., quizá a alguna vecina que el destino
no tuvo a bien alfabetizar, trabajando de niñera desde niña, qué
paradoja. Pero el destino no pudo privarlos de la sabiduría en
tantas materias de la vida misma, ni evitó que nos dieran mil
lecciones como curtidos profesores del magisterio vital. Más de una
vez me tocó hacer de escribano por aquí o por allá, y recuerdo
sentirme como un personajillo útil, resolviendo problemas a personas
que para mi eran todo un referente: “Ehhh, bonitu, ven pa cá, a
vel si me puédih ehcribil únah létrah pa´ una carta...”
En las cartas predominaba el lenguaje
formal, aprendido de muchos años atrás. Expresiones como: "Supimos
por la presente..., a la espera de una pronta respuesta..., sin otro
particular...”, etc., abundaban en los textos. Costaba creer
cómo personas de confianza, que habitualmente hablaban sin tapujos
entre ellos, pudieran usar tanto formalismo en los escritos que se
enviaban. Era algo que nos chocaba un poco a los niños, y nos hacía
incluso cierta gracia.
En aquellos pueblos extremeños no se
usaba el término "dirección", por tanto los lugareños lo
que se daban entre sí eran "las señas". Se daban las señas, sí,
unos a otros, como el que daba lo poco y mejor que tenía, que era la
ubicación exacta de piedra y adobe donde moraban
sus cuerpos serranos, achicados a la
mínima expresión biológica del universo. Había una
especial preocupación en los más viejos por poner bien las señas
en las cartas. Cuando salías por la puerta de la calle para echar la
carta, los abuelos te volvían a insistir una última vez, con esa
desconfianza de quien ha perdido tanto y ha visto perderse tantas
cosas: "¿Hah miráu si ehtán bien puéhtah lah séñah...?,
no sea cuantu no llegui..."
Por las calles, los niños en corro
jugaban al Cartero del Rey: “Soy el cartero del Rey, y traigo una
carta para todo el que lleve una prenda de color... verde”. “Las
niñas cantaban a la comba: “Ya viene el cartero, qué cartas
traerá, traiga las que traiga se recibirán...”
El cartero podía ser también
peluquero, barbero, albardero..., y a la vez, no sé, sellar
quinielas de fútbol. Podía ejecutarlo todo con el mismo esmero y
buen hacer, como ya vimos en el relato de los “Oficios perdidos”,
con aquellos irrepetibles artistas multidisciplinares, de un tiempo
donde la honradez estaba a mesa y mantel en casi todas las casas.
La verdadera preocupación de la gente
de la época, era la buena caligrafía; las personas mayores escribían
con renglones rectos, con precisa y preciosa letra, y despacio, con la
paciencia artesanal de las cosas bien hechas. Recuerdo a mi abuelo,
como un intelectual de pueblo, con sus gafas caídas y el gesto
trascendente que ponía cada vez que abordaba el noble acto de trazar
unos renglones. Eso sí, la ortografía era una intrusa poco
considerada; claro que ahora lo sigue siendo, hasta en mayor medida
que antes, y con un agravante aún mayor, pues entonces era tan sólo
por desconocimiento, y ahora lo es por
desidia.
Las niñas portaban mensajes amorosos
en papeles cuadriculados. La amiga de la enamorada entregaba el papel
doblado al afortunado, que generalmente lo recibía entre rubor,
desplante y chulería, y se negaba a cogerlo ante el cachondeo
generalizado de la tropa. Me cuentan que en una antigua escuela de
posguerra, la clase de las niñas estaba en el piso alto, y a través
de las ranuras de las tablas, dejaban caer sutilmente papelillos con
mensajes comprometedores que irrumpían tablas abajo, como solitarios copos de nieve
mensajeros que caían hacia el piso inferior en el que se
encontraban los muchachos.
Las cartas de aquel tiempo tardaban en
llegar, pero llegaban contra viento y marea. De niño conocí la
anécdota de una carta que recibió un vecino cercano, proveniente
de un amigo de la mili, que con la buena intención de poner Guijo de
Granadilla, a todo lo más que llegó es a poner “Carijo de
Cromachilla”, y la misiva, inesperadamente, llegó a su destino,
burlando toda lógica y demostrando un insospechado sentido del
humor.
Cartas de novios desde la mili, cartas
de familiares emigrados, cartas de postales veraniegas, cartas de la
hija sirviendo en Madrid, cartas de niños y amigos estivales, cartas
a los Reyes Magos... Las cartas iban y venían
por todas partes. Y cómo no, aquellas cartas trasatlánticas,
desde Argentina, con sobres especiales de avión con aquellos bordes
rojos y azules, y el sello de Eva Perón... Quien más y quien menos
aún guarda por ahí esas cartas del pasado, en el cajón de alguna
vieja mesilla, o en alguna caja de cartón en la troje. Son esas
cartas de ayer que nos devuelven sin piedad a las mismas sensaciones, a las mismas alegrías y tristezas del tiempo al que pertenecieron; cartas que
están ahí, fosilizadas, con toda la emotividad larvada que se clava
como un puñal al instante mismo de ver la luz.
Los carteros iban por la tarde a
esperar al "coche correo", para recoger las sacas de cartas
que luego clasificaban minuciosamente por la noche. Cuando
esperábamos alguna carta con impaciencia, no dábamos lugar al
reparto de la mañana, sino que íbamos la noche anterior a casa del
cartero a ver si teníamos ya correspondencia. Acudíamos varias
noches seguidas, hasta que al fin, a fuerza de insistir, la carta
aparecía ya por aburrimiento, y esa noche, el cartero, con una
sonrisilla confidencial, nos tenía ya colocado el sobre en un
extremo de la mesa camilla, a la par que echaban en la tele en
blanco y negro aquella serie de Antonio Mercero, titulada “Crónicas
de un pueblo”, donde un cartero rural, llamado Braulio, repartía
las cartas en bicicleta.
Antiguamente, una vez a la semana, los
carteros tenían que desplazarse con las bestias a la estación de
tren más cercana, a recoger la correspondencia, y las cartas se
acercaban a golpe de pezuña, piedra y polvo del camino, hasta
aquellas aldeas septentrionales de la depauperada Extremadura de
posguerra.
La única competencia al correo era el
teléfono, pero en la mayoría de las casas no había este artilugio;
tan sólo en casa del médico, del cura, del boticario... y poco más.
La gente acudía al locutorio (que al igual que el correo, era una
casa corriente), generalmente atendido por alguna mujer que tampoco
se dedicaba íntegramente al asunto. A finales de los setenta
empezaron a llegar las primeras cabinas, que se instalaron en las
plazas de los pueblos. Eran como aquella del célebre cortometraje de
"La Cabina", donde López Vázquez entraba en una de ellas,
y quedaba encerrado para siempre, con angustioso y terrorífico
final, como una metáfora, o quizá profecía, de lo que las
tecnologías acabarían haciéndonos en el futuro. Más de un
autóctono también tuvo problemas con las puertas de aquellos
dichosos armatostes de aluminio, claro que ellos lo resolvían con un
rústico empujón, acompañado de algún seco estallido extremeño:
“¡¡Mee caaaguen toa laaaa...!!”
Toda la historia de la humanidad estuvo
llena de mensajes llevados por carteros que adoptaron las más
diversas formas: carteros fueron los ángeles (significa mensajeros)
que llevaron noticias aladas con sellos celestiales...; y las palomas
mensajeras que acudían a
ventanales de doncellas abatidas
por desamores...;
y los halcones que portaron pergaminos
medievales...; y cartero fue aquel Filípides griego, que corrió de
Maratón a Atenas para llevar el mensaje a tiempo de salvar a
los suyos de la quema. Carteros, en fin, hemos sido todos sin
saberlo.
El correo físico
ha quedado relegado a postales navideñas, y el resto del año tan
sólo a correspondencia bancaria o publicidad, tomando el relevo
modernos sistemas, con correos electrónicos, mensajerías
instantáneas y demás inventos sin solución
de continuidad, que han pasado a jugar un nuevo “papel” en
nuestras vidas; todo con la urgencia de un tiempo acelerado, donde
las cosas suceden de manera vertiginosa, no vaya a ser que nos quede
un pequeño resquicio de tiempo para pensar..., ufff, qué miedo.
Algún día, amigo lector, cuando vuelvas a releer estos relatos, un
sofisticado sistema de comunicación, nos permitirá ya emitir
pensamientos que serán captados por algún cachivache de última
generación; pensamientos que alguien, desde algún sitio, manejará
a placer, aunque claro, siempre con nuestro beneplácito, que otorgaremos a través de leoninas condiciones de privacidad que nadie
osará cuestionar, al albur de irresistibles tecnologías punteras de
las que seremos..., ya lo somos, felices y compulsivos súbditos.
Un buen día las
cartas, como en una fábula propia de Samaniego, hicieron un congreso
entre ellas, y decidieron no mostrarse más a los humanos, después
de milenios a su lado. Convinieron que era mucho más oportuno
dejarlos abandonados a su suerte, probando las mieses robóticas del progreso,
como irredentos personajes de un nuevo mundo digital.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS
jspombal@gmail.com