Noches de llanto y despedida, de cajas de cartón llenas de
casi todo y casi nada, noches de mudanza pobre y equipaje minimalista, con
cuatro sillas de palo y un televisor en blanco y negro... Diáspora de pana y
sandalia de material, en un destartalado camión
de mudanzas... Otras veces, despedidas bajo la
imponente cubierta acristalada de alguna estación de tren, o en un pequeño y
modesto apeadero ferroviario…
El paisano cogía los "bártulos" y "estarmaba"
(huía) del terruño improductivo y trabajoso. Los bártulos no eran más que cuatro
cosas de escasa valía, los enseres de la menesterosa existencia pueblerina, que
portaba el paisano marchando a la aventura en un viaje incierto, que ni el
mismísimo Ulises hubiese emprendido sin previa garantía.
Así, de repente, el paisano cambiaba el sacho por la llave
inglesa..., la zurriaga por la manivela..., la segureja por la paleta..., el
terrón por el mortero..., el sol achicharrante de los surcos, por los altos
hornos…, y el vino de pitarra por el gin tonic canalla de algún moderno
"pub" con nombre anglosajón. Cambiaba, en fin, las alforjas por el
bolso de viaje..., el farol de aceite por las luces de neón..., y el aire
perfumado de los campos extremeños, por la gasolina esnifada en el asfalto
espeso y gris de los madriles. Un contraste brutal que nos costaba tanto
metabolizar, aunque los niños siempre nos adaptábamos mejor a las novedades que
los adultos; teníamos esa cosa maleable de la infancia, capaz de sonreír contra
viento y marea, encontrando nuevos amigos a la vuelta de cualquier esquina, y
jugando en los sitios más insospechados, como si nada importante hubiera pasado
en nuestras vidas.
Los niños que tuvimos una infancia rural a la vez que
urbanita, nunca fuimos completamente de pueblo, ni enteramente de ciudad;
tuvimos el alma dividida y un tanto confusa: una sensación de estar
incompletos, pero, a un tiempo, enriquecidos de un eclecticismo necesario que
nos hacía sobrevivir a las modas de las grandes urbes, sin perder el olor del
pasto mojado por la tormenta, armonizando la arrogancia capitalina con la
modestia aldeana. Así, de esta forma, fuimos un híbrido involuntario, una nueva
e inédita generación urbano-rural…, pequeños paisanillos de ida y vuelta,
aunque algunos se quedaron en la ida total y absoluta, tan sólo ya recordados
en las melancólicas y nocturnas tertulias veraniegas, donde se repasan los años
perdidos de un pasado añejo que conspira contra nosotros en forma de nostalgia:
"¿Te acuérdah de Ramón el de tía
Engracia?...; no le he vueltu a vel el pelu dehdi que éramuh chícuh.../ Creu
que acabó pa Getafi..., o pa esi lau".
A nuestros abuelos les tocó lidiar con una emigración
trasatlántica, aún mucho más traumática que la nuestra. Aquellos antiguos
paisanos se marchaban hacia Argentina, con separaciones que no eran otra cosa
que una suerte de muertes recíprocas entre familiares y allegados, que se
despedían con la certeza de no volver a verse nunca más. Luego vino la partida a
Alemania, allá por los sesenta, y el éxodo masivo a los principales destinos industriales,
receptores de extremeños “jerrizos”, capaces de trabajar en las condiciones más
adversas sin rechistar. En los pueblos se quedaban los abuelos sufriendo las
ausencias; aquellos abuelos que lloraban con la canción de "El
emigrante" de Juanito Valderrama, abuelos perfumados de alcanfor, que por
recuerdo llevaban un rosario de marfil..., tan sentimentales, tan apegados aún
a la cultura de los afectos (en crisis en este tiempo de compraventa). Fueron
abuelos que trabajaron de sol a luna, para ver todo su proyecto de vida sin
continuidad en el tiempo, viendo a los hijos partir, escapando del mísero
minifundio largamente labrado y sufrido. Así reprochaban luego algunas abuelas
a los abuelos, cosas como ésta: "¿Te
dah cuenta, tantu plantal olivuh... y máh olivuh, que toh te paecían pocuh...?;
ahora loh tiénih toh pa tiiiiii..., pa metéltiluh por ondi te quepan..."
Las calamidades de la vida campesina pasada, obligaban a los
paisanos a volver al pueblo ofreciendo una imagen triunfadora, aunque no fuese
cierto (en muchos casos no lo era), regresando, claro está, con algún coche
flamante, superprotegido por toda la familia, que en ocasiones se turnaba
haciendo guardia a la puerta de casa, para salvaguardar al reluciente Renault
12 (en el que habían gastado gran parte del presupuesto familiar) del amplio
elenco de amenazas rurales: los roces de las cabras al pasar, el haz de tarmas
de los burros callejeros, o los balonazos y piedras volanderas de la
chiquillería, aún abundante por aquellos años setenta y ochenta. El coche era
un personajillo mimado y apócrifo, que escondía los fantasmas interiores, y se
convertía en el secreto epicentro de todas las carencias.
Entre el variado repertorio de paisanos aquí glosados, se
daban los dos extremos, como en todas las cosas. Estaban, por un lado, los
paisanos que volvieron definitivamente al pueblo, sin apenas dejar estela en el
asfalto urbano, frente a los que nunca más volvieron, quedando un poco
desarraigados de por vida, perdiendo las raíces del lugar de nacencia, que era
perder un claro referente vital.
En las conversaciones infantiles que teníamos los niños en
las ciudades, los chavales sin pueblo se quedaban callados, como si fueran niños
con una infancia mutilada, con menos cosas que contar. Una infancia sin pueblo
en vacaciones no era lo mismo, por más sustitutos que se buscasen luego, a
través de granjas escuela, campamentos en la naturaleza, y otros sucedáneos
similares que no pasaban de ser sofisticadas y pobres imitaciones del entorno
rural.
Los niños urbanícolas sorprendíamos a los infantes locales
con algún cachivache recién traído de la ciudad, por ejemplo, un caleidoscopio
hecho en un taller del colegio..., y cosas así. Mientras nuestros amigos del
pueblo le daban vueltas al artilugio, viendo las bellas formas geométricas del
cromatismo exuberante de los vidrios, nosotros mirábamos al cielo extremeño, y
la panorámica del paisaje que se abría ante nuestros ojos, nos hacía comprender
la clara hegemonía de la belleza real sobre la virtual...
Siempre traíamos alguna historia para contar a nuestros
rústicos camaradas, de nuestra vida metropolitana..., de nuestras correrías de
semáforo y humareda..., pero lo que nuestros amigos del pueblo desconocían, es
que nosotros, los paisanillos emigrados, hablábamos constantemente a los amigos
urbanitas de nuestras vivencias rurales: de la libertad de movimiento..., de
las salidas campestres…, de las costumbres bizarras..., y así constantemente
hasta el hartazgo, hasta aburrirlos, incluso exagerando cosas, fruto de la
emoción que nos embargaba, siempre con la morriña de la tierra a cuestas.
Los recuerdos a fulanito o citanito, estaban a la orden del
día. Era tanta la gente dispersa por la amplia geografía nacional, que en
cualquier ciudad podía vivir un familiar, o un allegado, que fuese receptor de
los citados recuerdos: "Dali
recuérduh de mi parti a Juhti...; y
de toh nusótruh..." En ocasiones el recuerdo llevaba aparejado algún
chorizo de la matanza, con lo cual el recuerdo cobraba una naturaleza
organoléptica, que siempre era de agradecer.
El pueblo representaba una referencia insustituible en la
vida del paisano emigrado. Sobre el pueblo giraba toda la existencia. Podíamos
vivir en distintas demarcaciones geográficas, pero el pueblo natal era siempre el
núcleo inconsciente de nuestra vida. Allí estaba nuestra genealogía, y nuestros
recuerdos grabados a cincel. La propia anatomía de las calles, edificios
locales y parajes campestres, afloraban en los sueños como arquetipos oníricos
que volvían una y otra vez, de manera recurrente, a modo de carrusel de
imágenes y emociones, girando a nuestro alrededor.
Por el puente de los Santos, los niños volvíamos al pueblo
con la belleza del verdor otoñal, la lluvia chirimiri, los primeros humos de
chimeneas, y la "chiquitía" (merienda campestre infantil, en otros
sitios llamada “chaquetía”), subidos en canchales alfombrados de líquenes, con
la “bolsina” de la merienda, donde no faltaba la granada de turno, las nueces y
los higos secos casados con castañas; y algún inevitable radio cassette con
música de la época: Umberto Tozzi, las Grecas, o la gloriosa Ramona de Fernando
Esteso...
¿Quién de vosotros no vivió alguna vez la emoción al
regresar después de largo tiempo al pueblo, por primavera, y ya, desde la ventanilla
abierta del coche, ir percibiendo el olor de las jaras…, de las escobas…, los
vientos serranos…, los cielos diáfanos, las plácidas cigüeñas sobrevolando
majestuosas los campanarios, y las vacas pastando en las dehesas verdes, con un
fondo de montañas nevadas...? Seguramente gran parte de los que ojeáis estos
renglones, habéis vivido sensaciones similares.
Pero, si había una fecha mayoritaria para el regreso a las
raíces (y aún sigue siendo así), eran las fiestas locales veraniegas. Los
paisanos se encontraban en la barra del bar, y los vinillos y cervezas dejaban
paso a los recuerdos infantiles, con hazañas y "facatúas" incluidas: "¿Te acuérdah cuandu noh cahtigarun en
la ehcuela por tirali piédrah al tejáu del maehtru?
Y cómo no hablar de la inevitable lucha entre el acento
castellano y el extremeño, que se enfrentaban en un duelo breve, rápidamente
inclinado a favor del segundo. A veces un castellano cheli del Madrid
periférico, y otras un castellano “fisno”, se escapaban de la boca del paisano,
y a medida que la conversación se iba haciendo distendida, el acento local se
imponía poco a poco, sin apenas despeinarse. Este último, como una madreselva
sutil, iba anulando y envolviendo al débil y alambicado castellano, con la
ayuda inestimable del garrafón verbenero. El paisano capitalino, al final,
quedaba desnudo, en su esencia aldeana, hablando extremeño sin complejos, tal y
como si no hubiese salido nunca del lugar. Y al final, acababan todos juntos rematando
la madrugada, con los bailes finales de la orquesta ochentera, cogidos por los
hombros, con los ojillos brillantes, dando trompicones desde Santurce a Bilbao.
Capítulo aparte merecen aquellos paisanos que vivían en
Alemania, y volvían con un volkswagen nuevo, hablando un alemán pedestre, pero suficiente para alucinar a los lugareños, que,
embelesados, comentaban sobre el "germano-bellotero": "¡¡Habla alemán comu si llevara allí
toa la vida...!!"
El primer regreso infantil al pueblo, se hacía especialmente
emotivo: La ilusión de los niños cuando marchaban por primera vez fuera, era
sobradamente superada por la emoción que representaba el regreso. Ese primer
regreso, después de mucho tiempo, era indescriptible... Podía ser, por ejemplo,
en verano, con los amigos esperando, y las pandillas preadolescentes ya
dibujándose de cara a los próximos años. Estas pandillas marcaron un antes y un
después en la vida pueril del paisanillo, con aquellas algazaras en bicicleta,
camino de los baños pantaneros, al estilo de "Verano Azul..." Las
pandillas se iban disipando sobre los veintipocos años de edad, a la par que en
las veraniegas calles rurales, se iban perfilando nuevas hornadas pandilleras,
en un oportuno relevo generacional que siguió su curso hasta nuestros días.
Entre las distintas circunstancias migratorias, estaba el
paisano que nunca más volvió, por falta de vínculos familiares, o simplemente
por falta de una mísera casa heredada donde alojarse... Estaba el paisano que
perdió contacto con el pueblo, pero un buen día regresó y construyó una casa
nueva, recuperando sus raíces… Estaba el paisano que volvía con frecuencia a
casa de los padres, con niños pequeños que se hicieron devotos de la libertad
rural y callejera... Estaba el paisano que se jubiló y decidió repartir su vida
entre el pueblo y la ciudad… Estaba el paisano que aparecía sorpresivamente
después de varias décadas, y la gente aún lo reconocía “por la pinta”, a pesar
de volver orondo y calvo, con la frente marchita, como dice el tango que se
suele volver... Y estaba, también, el paisano que volvía de escapada, con los
hijos mayores, ya señoritos de ciudad, a visitar a los afectuosos abuelos, que
esperaban con los ojos llorosos de alegría y el beso sonoro y tiritón de la
abuela... En fin, y así un amplio catálogo de paisanos y circunstancias, que
nos daría para muchos relatos de esta naturaleza.
Un contraste especialmente pintoresco, era el de la chica
del pueblo que estudiaba una carrera fuera, y alternaba su vida entre aulas
universitarias, y la imagen del padre ordeñando las vacas, con las botas
katiuskas hundidas en el estiércol mojado y gélido de enero...
El paisano volvía por las matanzas navideñas..., por la Semana Santa de colores y
fragancias..., por "el puenti de la Pura ”, y sobre todo, en verano; pero a diferencia
de los señoritos veraniegos, ya tocados por aquí en un relato anterior, el
paisano emigrado llegaba ávido de tareas, y se agarraba a la cincha del burro
del padre campesino, o a dar unas vueltas con la trilla en la era, como en una
deuda inconsciente con sus mayores, o un cierto cargo de conciencia, quizá, que
le impedía romper el eslabón del pasado vivido en las abruptas tierras.
Frecuente también era la escena de los paisanos que se
encontraban en el metro de Madrid, y charlaban de manera precipitada,
comunicándose las últimas novedades del pueblo, con defunciones incluidas, ante
la inminente voz en off de la megafonía, que de golpe sentenciaba:
"Próxima estación, Diego de León"..., poniendo fin, repentinamente,
al encuentro esporádico de dos paisanos en la villa.
Igualmente habitual era el paisano que marchaba fuera, por
una corta temporada, con billete de ida y vuelta, a la vendimia, a los hoteles,
a la mili, a estudiar a Salamanca, etc. Eran marchas menos dolorosas, marchas
que dejaban un pequeño pellizco de temporalidad, liviano y llevadero.
De aquel exilio rural, y los retornos vacacionales, nos
quedaron las fotos desenfocadas de las primeras máquinas fotográficas propias…,
las fiestas locales, las verbenas, las terrazas veraniegas, los baños en el río…,
y nos quedaron, un poco, sí, los complejos, a veces superados, a veces no.
"Un día cambió todo, nuevos paisajes y los mismos
dolores; las manos tienen callos, pero no de espigas...", cantaba el
cantautor extremeño allá por los setenta, en la mítica sala Olympia de París,
recordando la diáspora extremeña en Alemania.
Muchos fuimos los paisanos de ida y vuelta..., unos más de
ida, y otros más de vuelta. Partimos un buen día a la deriva, como las aves
migratorias que trazan bellas formas en los cielos, siempre en manos del
destino, sujetos a un orden que no pudimos subvertir, sujetos a un tiempo que
nos tocó en suerte, y sujetos al vínculo emocional con un pueblecillo del alma
que nos marcó para siempre; un pueblecillo en ocasiones pequeño, destartalado,
austero, baldío..., sí, pero grabado a fuego en nuestro corazón.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS