Todo se comía con pan, y a veces el pan solo; pan con tocino,
pan con aceite, pan con hambre. El pan era más que un alimento, era todo un
emblema, venerado hasta el punto de aprender desde niños a besarlo cada vez que
caía al suelo. Era un amigo benefactor, cercano y omnipresente, que hasta los tiempos
de nuestra infancia aún mantuvo intacta su sacralidad.
La ausencia de pan en la posguerra llevó al pan a unos niveles
de leyenda nunca alcanzados por alimento alguno.
Había buscadores de trigo como hubo buscadores de oro. Bien lo supieron
aquellos antepasados nuestros; tal es el caso de mi bisabuelo, que en los años
de sequía partía con dos mulos hacia tierras de Castilla, buscando unas pocas fanegas
de trigo (en trueque de productos), aún a riesgo de ser requisado por los
carabineros.
Más tarde el pan empezó a ser habitual en la vida campesina,
pero siempre con un halo de respeto alrededor. Dentro de cualquier casa
podíamos ver escenas de este tipo: un niño pequeño sentado en la jalda de la
madre, rechazando una cucharada de sopa de fideos, con mueca de asco, mientras
el resto de la tropa comía a la disputa en una sola fuente de porcelana despostillada,
sabiendo bien que a cada golpe de cuchara encontrarían más baja la marea en las
menguadas aguas del gazpacho extremeño. Para el segundo plato, tres cuartos de
lo mismo, las tajadas de tocino en el centro, y cada cual ensartándolas con el
tenedor para llevarlas hacia el pan propio. Las migas caídas sobre el mantel de
hule eran barridas con la mano hacia la boca, o rescatadas con la yema de los
dedos, para no dejar resquicios del honorable pan, ni siquiera en su expresión
mínima. Cada comida era como librar una batalla.
En muchas casas tardaron en llegar los platos individuales.
Esta llegada supuso toda una revolución en los hábitos domésticos, cambiando el
concepto competitivo de aquellas comidas de supervivencia por un relajado
deleite nunca visto, aunque siempre en un ambiente de pocas tonterías, faltaría
más.
Desde pequeño escuché una anécdota en mi entorno, sobre un
niño de ciudad, de familia acomodada, que visitaba el pueblo en vacaciones, y
en cierta ocasión, al entrar con un amigo en casa de los abuelos de este
último, los encontró a todos comiendo del mismo caldero, ante lo cual, el
delicado infante, exclamó asombrado: "¡Comen como los cerdos, todos en la
misma pila!" El anciano de la casa, famoso en el barrio por su humor fino,
guardó silencio unos segundos y contestó con sorna: "¿Y vusótruh comeréih comu loh búrruh, ca unu en el su pilón?
Tiempo atrás una sola servilleta de trapo servía para todos
los comensales, y la bebida consistía en levantarse a echar un trago en la
tinaja de barro comunitaria, tapada por un plato y un puchero (ambos de
porcelana), puchero del que bebía también furtivamente el gato, aprovechando la
soledad de la estancia. Tan sólo algún varón cerrado en barba cambiaba el agua
por el vino peleón.
Al levantarnos de la mesa quedaba todo reciclado; todo era
materia orgánica apta para ser devorada por los distintos y famélicos
animalillos domésticos que habitaban casas y corrales, salvo algún coscurrillo
de pan duro que escapaba por la puerta a beneficio de los “perrinos”
callejeros, o a las alforjas de los pordioseros con aspecto de mendigos
medievales, que aún transitaban las calles de nuestra niñez.
Antiguamente, me cuentan que se hacía el pan en casa: se
dejaba fermentar tapado con sábanas y mantas (como a otro humano cualquiera),
luego pasaba por las casas la “jornera” (mujer del horno) con su tablero a la
cabeza, para llevarse los panes a cocer. Eran los tiempos de la “maquila” (el
cobro de un pan por cada arroba masada). Después volvía la “jornera” nuevamente
a entregar aquellos panes de tres libras, por un instante arrebatados... Estos
panes de ida y vuelta, se iban tan sólo un instante con la firme esperanza de
volver, sabedores, quizá, de lo necesarios que eran en aquellos hogares de tez
quemada y pómulos marcados... Aquellos panes redondos se guardaban en tinajas
de barro, en la bodega, con tapadera de corcho; de esta forma el pan no estaba
nunca duro, sino tan sólo correoso, lo cual suponía un mal menor, en un tiempo en
que los males menores sabían a gloria. También había préstamo de panes entre
familiares y allegados, en una permuta de solidaridades ya un tanto anacrónica en nuestros días: "Dejálnuh
un pan, que mañana masámuh nusótruh y oh lo devolvémuh..."
Las madres y abuelas tenían toda una colección de frases
recurrentes para con nosotros, los pequeños comensales: "Comi dehpaciu, que te vah a añurgal..."; "Ponti pa
lanti, que te mánchah...";
"No ehpúlguih, comi a jechu..."; "Deja de miral lah
musaráñah..."; pero ante todo: "Comi
con pan, que te va a jacel dañu..."
Cuando algo no nos gustaba, por ejemplo, las escamas del
pescado, siempre quedaba la “jugada maestra” de echárselas al gato, que de
manera cansina daba la tabarra alrededor de la mesa, restregándose sobre
nuestras piernas y maullando con insistente reivindicación gatuna. Claro que
nuestra inocencia no tenía límites, pues nada más dejar caer el manjar al
suelo, el silencio del gato nos delataba, y una vez ya descubiertos, es cuando
venía la frase lapidaria de la abuela, tantas veces escuchada: "¡¡Qué jambri de quinci díah que
tuviérah...!!" Las abuelas eran tremendamente generosas, pues nos
maldecían tan sólo por un corto espacio de tiempo, sabedoras de que el hambre
pasada duró considerablemente más. Por tanto, no nos deseaban ningún mal, sino
tan sólo un pequeño periodo de necesidad pedagógica, perfectamente delimitado
en quince días.
Otro recurso, no siempre eficaz, para superar el rechazo
alimentario, era "engañar" la comida con alguna cosa de mayor
aceptación. Cuando, por ejemplo, los garbanzos del cocido no nos entraban ni a
tiros, nos obsequiaban con un par de uvas para “engañar” (además del pan, siempre
el pan), pero a veces ni por esas colaba; y aquí volvía la abuela a la carga,
tachándonos de "micos", "sarnosos",
"gajientos"..., y el abuelo dándonos la puntilla con el eterno sonsonete:
"Cuandu váyah a la mili te van a
ehpabilal..."
Otra perla de aquellos lances infantiles con la gastronomía
rural, eran nuestras manifestaciones de hambre a madres y abuelas: “Mama, tengu jambri...", a lo que
la madre contestaba: "¿Jambri...?,
sí, jambri golosa..."; o bien: "Abuela,
tengu jambri"; y la abuela respondía: "Poh alza la pata y lambi..."
Algunos adornillos en la repisa de la chimenea y paredes
aledañas, daban un ligero toque de amabilidad a la sobria decoración, y
entretenían nuestras distraídas miradas infantiles durante las comidas
soporíferas: un antiguo molinillo de café..., algún candil al uso..., pucheros
de barro…, o almanaques de San Antonio bendito, el amado santo de las causas
imposibles.
Si la comida en el hogar resultaba austera, la comida a
campo era rayana con la vida en las cavernas, todo sin delicadezas, y a mano…,
todo a mano, pegando tirones de un lado a otro, como remotos homínidos de ropas
remendadas, con grasa en los hocicos y los ojos entornados frente a soles y cierzos,
pero siempre con el pan al lado, el sagrado pan.
Como ya hemos comentado alguna vez por aquí, el hedonismo era un fulano
encorsetado y relamido, que nunca fue bien recibido en aquellas aldeas, aún
casi celtíberas, de la alta Extremadura, y era
echado a patadas de la mayoría de las casas, donde los placeres eran habas
contadas, reservados para momentos especiales.
Los viejos masticaban sin dientes, todo a golpe de encías;
apenas un diente solitario y burlón asomaba al descuido de una mueca o sonrisa,
mientras mordisqueaban el pan con goce y
dedicación. Siempre el pan, el sagrado pan.
En algunas casas había ausencia total de comedor (menudo
lujo). Se comía directamente en las cocinas, al lado del "chupón"
(chimenea). Los que comían de espaldas a la lumbre, se achicharraban por
detrás, y el resto de comensales pegaban tiritones fusilados por las corrientes
despiadadas de las viejas casas espartanas. No había término medio para casi
nada. Tan sólo a los ancianos se les reservaba el pequeño privilegio de
sentarse en el escaño, cerca del fuego, con las manos “rejilonas” (tiritonas),
deformadas de artrosis y trabajos costosos hasta edad avanzada; y allí,
sentados, miraban abstraídos las amorosas llamas de la hoguera, mientras
guardaban en la mano un trocillo de pan blanco, como un tesoro al que no
estaban dispuestos a renunciar ni siquiera en el último instante de sus vidas.
El pan de aquellos días, sin química, se compraba en las tahonas,
con aquellos olores a cosas verdaderas, y un trajín de gente, grande y menuda,
saliendo y entrando por los portones salpicados
de harina, y parándose a hablar con el pan bajo el sobaco, sobre la brisa
perfumada y campesina de aquellas plácidas mañanas de amapolas, soles y espigas.
Y así, siempre presente el pan en los platos extremeños de aquellos
días: Migas, sopas de patatas, repollo con huesos de la matanza, cocido
extremeño con sapillos, patatas “revolcás”, cuchifritos de carne, aceitunas “arracás”,
morcillas finas..., y el pan blanco de migajón, tan apreciado, que acababa
luego en las sopas de leche nocturnas, y en las plingadas mañaneras. Ahora,
cuando los viejos ven a la gente comer pan integral a precio superior al pan
blanco (tan idolatrado tiempo atrás), sonríen, haciéndonos saber que el pan
integral era el pan de las antiguas "perrunas" que echaban a los
mastines del ganado, allá en aquellos años donde perros y humanos compartían
estrecheces, y el hambre se repartía generosa, sin hacer distingos. Estas personas mayores, si ven un trozo de pan
desperdigado por ahí, intentan comérselo, aún sin hambre, como en una deuda
permanente y no resuelta con lo más arcano y menesteroso de su pasado.
En materia de comida estaban los comedidos y los
“ajechones”, que era el nombre que recibían los que aprovechaban cualquier
circunstancia para zampar sin miramientos ante la generosidad de la pobre gente
que humildemente ofrecía lo que tenía. En bastantes ocasiones los “ajechones”
no eran los más necesitados, como parece repetirse en tantas cosas.
Distintas fueron las frases que escuchamos referidas a la
gente o animales tenidos con escasez de alimentos: "A matajambri..., a trónchuh y bérzah..., a grílluh..."
Pero siempre había un trozo de pan misericordioso, aunque fuese duro o
correoso, no importa. Incluso en las mayores penitencias, la gente quedaba a
pan y agua, como dos elementos capitales que se daban la mano en una última y extrema
alianza a favor de la vida.
Había todo un vocabulario aldeano para referirse al pan en
sus distintos tamaños y formas: "coscurro", para el trozo de pan
duro...; "zalico", para el cacho de pan arrancado caprichosamente...;
"regojos", para las sobras de pan destinadas a sopas, gazpachos,
o a los animales cercanos en última instancia…
En las “sardinadas” organizadas en los pueblos recientemente,
con las multitudes comiendo pan con sardinas, revivimos el milagro de los panes
y los peces, la necesidad milenaria de la gente por lo más elemental y cercano; ese eterno consorcio
entre lo humano y lo divino donde nunca falta el pan, como un lazo atávico con
la trascendencia, que ha sobrevivido a culturas y generaciones a lo largo de
los siglos.
Nuestra infancia fue una infancia con pan y migajones,
migajones que al caer al suelo eran picoteados por las gallinas, y las hormigas
laboriosas los transportaban al hormiguero más cercano, sito bajo un poyo de
cantería, donde un anciano sentado al sol acunaba en paz sus pensamientos.
En el azaroso inventario de recuerdos que la memoria
casquivana nos procura, nos quedan los trigales al viento…, las extensiones
ocres maduradas de soles y paciencia..., los sacos apilados, contenedores de
harinas y deseos... Y el pan, siempre el pan.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com