Un tropel
descontrolado de niñas y mozuelas, corría entre los rollos
callejeros para apostarse sobre esquinas y márgenes de las calles,
subiéndose en poyos, paredes de granito o cualquier sitio de cota
elevada, al objeto de ver pasar a la novia, la deslumbrante novia que
ese día acaparaba todas las miradas pueblerinas. Algunas mujeres
observaban el cortejo nupcial desde la íntima oscuridad de la
cortina, o desde las ventanas enrejadas que horadaban las gruesas
paredes de piedra y barro.
El novio era un
simple figurante, un paje de la novia;
se diría más bien una sombra proyectada por la rutilante novia,
sombra marengo y triste, de la que apenas resaltaba el pico del
pañuelo blanco que asomaba tímido por el bolsillo de la chaqueta…,
o el brillo del calzado embetunado con maternal esmero..., o quizá
el pelo pringado de brillantina, que parecía más bien el lametón
de una vaca “morucha” encima de un rostro curtido de soles
cimarrones. La cabeza del novio recordaba un poco a la de aquellos
muñecos de los futbolines que nos llegaron por los setenta, con el
pelo brillante y aplastado, y el porte rígido, propio de quien se
sabe lejos de su espacio natural.
Tan sólo había una
cosa por encima de la novia en fulgor y expectación, y era el propio
traje de ésta. El traje de la novia eclipsaba a la misma novia, sí,
desatando todas las miradas femeninas, y se convertía en la
comidilla por las calles del lugar.
Por los sesenta ya
empezaban a verse novias con trajes
blancos, y alguna niña llevando la cola, tal y como se podía
contemplar en las bodas televisivas, pero en este caso con más razón
que nunca, para salvaguardar el traje de las cagalutas de oveja, la
tierra del suelo, o las brevas aplastadas que se repartían
bondadosas por las calles de nuestra infancia rural. El traje blanco
de cola era toda una novedad, pues hasta los años cincuenta, la
mayoría de las novias llevaban traje negro con mantilla y peineta, y
un pequeño ramo de flores artificiales confeccionado al efecto.
Aquellas novias eran
la proyección ilusionada de las emperatrices austriacas que
aparecían en las películas, o las famosas artistas de las revistas
Hola y Garbo, que iban llegando esporádicamente desde Madrid o
Plasencia...
Los invitados de
aquellos años aún no iban de traje y corbata, ni las mujeres
llevaban elegantes vestidos con chal. Salvo los familiares más
directos, la mayoría de los invitados no pasaban de la vestimenta
propia del "remúe" dominical: los hombres,
preferentemente, con su eterna camisa blanca arremangada, y un clavel
en la oreja; las mujeres, con un discreto traje o vestido que ellas
mismas, muy apañadas siempre, se arreglaban en sus talleres caseros
de costura; las niñas, con aquellos vestidos minifalderos blancos…,
y los niños, con las calzonas cortas de Cuéntame, y algún “niqui”
especial que la madre les reservaba para domingos y fiestas de
guardar.
Muy corriente
resultaba también la estampa de los músicos, con saxo y acordeón,
buscando a los
padrinos primero,
al novio después,
y finalmente a la novia, con
pasodobles pachangueros, para proseguir con el pasacalle castizo con
el resto de invitados hasta la puerta de la iglesia. El cortejo se
iba abriendo paso entre curiosos que acudían a la orilla de la
calle, y alguna cabra que indiferente miraba desde la puerta del
corral.
A la salida de la
iglesia, la gente de posguerra aún tiraba el arroz con cierta
escasez, con el freno de mano echado, y esa plena consciencia atávica
de estar tirando un bien preciado.
Los niños, por contra, acribillaban a los novios sin miramientos,
subidos en algún poyo de granito a la entrada de la iglesia, después
de una interminable espera, donde los novios no acababan nunca de
salir… Ese era el momento en que el padre de la novia lanzaba el
misérrimo cohete de marras, con expresión bobalicona en la cara…,
y el estallido sonaba en las alturas, como dos pobres cuescos de
pólvora al aire, apenas perceptibles, que se llevaba el viento
solano de la mañana extremeña, junto al paso de alguna solitaria
cigüeña que regresaba al campanario.
Uno de los
martirologios de cada boda, era el que sufrían los mozos y mozas en
edad de merecer, que eran blanco de todo tipo de indirectas y
exhortaciones a abandonar el celibato. El más acosado, sin duda,
eran el pobre mozo tardío: “A vel cuándo
te va tocandu a ti, que ya va siendu
hora”, le decían las mujeres…; “A vel si vámuh
espabilandu, que paeci que no tiénih sangri en el
cuerpu, meee cagueennn…,” le espetaban los hombres.
Mientras tanto, el humillado mozo tardío, cabizbajo, con lo único
que se atrevía sin miramientos, era con el rancio coñac que quita
las vergüenzas, aunque tan sólo por un tiempo breve.
Las
mujeres del pueblo especializadas
en bodas, con sus típicos guisos
de carne, o su chocolate con
jeringuillas, empezaron a ser relevadas
por pequeñas empresas especializadas en eventos rurales,
provenientes de pueblos cercanos... Eran bodas que ocupaban aún todo
el día, con baile de orquesta y pasodobles que marcaban la hegemonía
musical, mientras el humo iba formando en los salones una neblina
tabacuna, que difuminaba las arrugas de
las caras acartonadas..., caras que
iban asomándose, sin
saberlo, a un proceso
de aculturación, con
modas venidas de aquí o de allá, que nos iban
colocando sutilmente nuevas
costumbres, como
el cuco deja los huevos en los nidos ajenos.
Tiempo antes de la
boda, si el novio era foráneo, se las tenía que entender con los
quintos locales, que eran una especie de ejército bárbaro..., una
suerte de suevos o alanos, bravucones recaudadores de impuestos
etílicos, cobrados como arancel por llevarse a la moza lugareña.
Estos pertinaces guerreros rústicos, abordaban al citado forastero
con numerosas defecaciones verbales a cada frase, para intimidar al
mancebo advenedizo. Ponían expresiones cromañonescas que parecían
sacadas de las cavernas, a pesar de tener sus cuerpos embutidos en
modernos pantalones de campana sesenteros, lo que les daba un aspecto
híbrido, a caballo entre homo erectus y Fórmula V. El tributo que
exigían estos aguerridos guardianes de la muralla local, por tanto,
era un poco masoquista, pues consistía en cogerse una “filusera”
(una tajada impresentable), sufragada por el complaciente novio, y
hacer luego la oportuna ronda callejera, con cánticos disonantes,
dando “zambutones” por aquí y por allá, y acabando con alguna
vomitona en cualquier bello portal extremeño, de esos que ya casi
quedaron en el olvido.
Los salones de boda
y de baile eran una misma cosa, con humildes banquetas de madera que
cojeaban sobre suelos traqueteados ya de mil batallas, y baldosas un
tanto desniveladas, que daban al comensal una cierta sensación de
inestabilidad, a la par que podía, por ejemplo, mancharse con la
sopa, en el instante mismo de acercarse la cuchara a la boca, cuando
alguien, inoportunamente, se levantaba en el otro extremo de la
banqueta a gritar el recurrente y atronador “Vivan los novioooos”,
que de paso pillaba a más de un invitado con la boca llena de migas
en el momento mismo del alarido colectivo... Una voz aflautada
replicaba acto seguido: “Y vivan los padrinoooossss”, y sonaba
otro "viva," esta vez más timorato, que dejaba en
evidencia al espontaneo vocero... Mientras tanto, la comida
continuaba con un bullicio generalizado, y un estridente repique de
cucharas en los platos, tan propio de una gente acostumbrada a dejar
pocas sobras en ninguna parte; incluso no faltaban mujeres que
guardaban en la merendera de aluminio la comida que sobraba del
cubierto del niño, y se justificaban en un gesto grave de suprema
honradez: “No me llevu na´ que no sea
míu…, me llevu lo que he pagáu...”
Las mujeres aún
decían cosas a los padres de los novios, del estilo: “Que
loh conohcáih múchuh áñuh…;
que éhtu eh pa’ toa la vida…; que
dioh oh dé saluh pa’ conocéluh…”,
y otras frases similares propias de las hablas locales...
No faltaba, claro
está, el momento temido por muchos, donde los quintos del novio
cortaban la corbata de éste, y daban la paliza a los comensales
pasando la bandeja. Algún astuto comensal, incluso, atisbaba con
tiempo el instante recaudatorio, y aprovechaba para marchar al aseo…,
aseo que tal vez fuese la pared de piedra de algún olivar próximo,
donde ya de paso se fumaba un ducados y lanzaba una ventosidad al
aire, o quizá algún eructo provocado por el vino tinto con gaseosa
Molina, mientras hacía el oportuno tiempo de escaqueo para no
soltar la mosca, claro.
Ya
por los sesenta fueron entrando en escena los
fotógrafos locales,
citados en anteriores textos, que nos dejaron esas improntas
en blanco y negro, de bodas,
bautizos y comuniones, de aquella
Extremadura
rural,
de blanco almidonado y
peripuesta,
entre pujante
y retraída.
Había un tipo de
boda extraña, casi surrealista, que nunca llegamos a entender los
niños, y eran las bodas de los curas, celebradas igualmente con
banquetes al uso, cuando estos se ordenaban como sacerdotes. Los
críos ingenuamente preguntábamos por la novia ausente, y una
anciana, circunspecta, en tono solemne contestaba: “La novia es la
iglesia...”, y algún niño especulaba creyendo entender que la
novia estaba aún en la iglesia, y no había subido todavía al
banquete.
Estas bodas aquí
glosadas, aparentemente incómodas y sin muchos miramientos, eran
todo un lujo en contraste con aquellas otras relatadas por nuestros
mayores, aquellas bodas de “ótrah vécih” (antiguamente)
celebradas en corralones y serenos con el suelo de tierra. Esto me
lleva, inevitablemente, a hacer una breve incursión retrospectiva
hacia el pasado que no conocí:
De aquellas otras
bodas, nos cuentan cosas como que, a los novios, en los días
previos, les gastaban bromas cavernícolas que dejarían en poca cosa
a aquellas relatadas por el mismísimo Miguel Gila. Había anécdotas
de novios a los que dejaban maniatados a una encina, hasta que
alguien acudía a liberarlos..., o a otros a los que paseaban en procesión
montados en un somier
por las calles del pueblo...; y de mozos
que repartían
un escatológico chocolate en un
orinal, que
ofrecían llamando a las puertas de las casas, envueltos
en mantas, al más puro estilo surrealista rural, etc... O nos
hablaban de la recogida de cubiertos, y demás menaje para la boda,
por las casas del pueblo, junto a diversas tareas distribuidas a todo
tipo de personal auxiliar que colaboraba en distintos asuntos de
apoyo logístico… Nos contaban, entre risas, el
reclamo del
jamón en la noche de la boda, que demandaban los quintos, ya
beodos, a los padres de los
novios, o a los padrinos, a los que daban la paliza toda la madrugada
si no se
avenían a razones y se mostraban
generosos… O nos hablaban, no
sé, sobre las figuras del “mozo de novio”, o “moza de novia”,
asignados a cada uno de los futuros esposos, que eran una especie de
escudero, o escudera, para todas las necesidades que tuviesen en esos
días señalados... Nos hablaban, también, de aquellas largas bodas
de tres días, siempre en septiembre, ya libres de tareas
agropecuarias, después de rozar las tierras de maleza, esperando la
sementera de octubre… E incluso nos relataban
tradiciones como aquellos bellos cantos de alboradas al amanecer, que
se cantaban
a la puerta de la novia, del novio, o incluso del cura, con alguna
niña allegada a la familia, que dormía junto a la novia para
escuchar los
cánticos mañaneros: “Novio a la
novia te entrego, para que vivas con ella, si le has de dar
mala vida, déjala moza soltera...” Y
nos relataban costumbres,
como aquella de los novios,
al final del baile,
repartiendo
a las mozas invitadas por las casas, y otras tantas tradiciones
ya perdidas en la noche
de los tiempos, en fin… Y
por último,
aquella
cosa ancestral
de “La
manzana”, en la tarde de la boda, donde se pinchaban los billetes
de los invitados en
la fruta (manzana clavada en
un palo), con alfileres, y
los novios, pacientemente, bailaban con unos y con
otras, en agradecimiento,
mientras alguien cantaba
cosas así:
...Mira,
novio, la
tu mesa,
mírala
de arriba abajo,
mira
que tienes en ella
los
padres que te han criado.
...Mira,
novia, la tu mesa,
mírala
de abajo arriba,
mira
que tienes en ella
todita
la tu familia…
La luna de miel era
más bien una media luna, que no iba más allá de un viaje
esporádico a Madrid (en el mejor de los casos), a ver el parque del
Retiro, y de paso pillar el estreno de “Esa voz es una mina”, de
Antonio Molina, en algún cine de Gran Vía, allá por los cincuenta,
donde el mítico cantaor deleitaba a los paisanos con gorgoritos
imposibles...
A los pocos días de
la boda, la novia dejaba aparcado su eventual estatus de princesa
cacereña, y regresaba a la realidad, arrodillada en un lavadero de
madera, frotando trapos sobre las aguas otoñales, mientras no dejaba
de recibir felicitaciones por aquí y por allá: “Eeee, hija,
enhorabuena, que sea pa’ bien… / y uhté que lo
conohca, tía...” La joven desposada, ya inmersa en las
agrestes faenas, cambiaba el traje efímero de novia por el traje
largo y pesaroso de la vida, sacando adelante, heroicamente, toda una
prole de la cual descendemos la mayor parte de los aquí presentes.
Aquellas mujeres, hicieron todo un ejercicio inigualable de entrega y
sacrificio, sin esperar mucho a cambio, todo lo más, ya en sus años
postreros, una cierta tranquilidad..., sólo tranquilidad, y acaso
algún pequeño gesto de atención o afecto, aunque
en no pocas ocasiones encontraron
también ingratitud.
JORGE SÁNCHES
MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com