Vivíamos
lejos, muy lejos, de la cultura de la imagen, de la cultura de la
fachada exterior: las presentaciones encorsetadas, por un lado, o el
abandono impostado de las modas transgresoras, por otro. Vivíamos,
en fin, ajenos a la publicidad y al resto de escenarios donde se
rinde culto a los imperantes feudos de la vacuidad...
Al
contrario que las
tribus urbanas, nuestra imagen era una imagen natural, sin
pretendidos y
calculados desaliños…
Los
niños transitábamos alegres por todas partes, con nuestro
aspecto descuidado,
en
nuestra “tribu rural”, y en
medio de un decorado
donde, quizá, se hacía más certera que nunca aquella frase de
Valle Inclán de: "La
imagen más bella es absurda en un espejo cóncavo".
Las
caras y la indumentaria pugnaban por ganarse un sitio en el reino de
los desheredados. Si la indumentaria era precaria, las caras, de
igual forma, se mostraban sin cremas ni tratamiento alguno. Campaban
a sus anchas los radicales libres, quizá como el precio a pagar,
curiosamente, por ser "radicalmente libres" en medio de la
naturaleza que teníamos a tiro de piedra. Algo bueno teníamos que
tener, claro, disfrutando de aquella libertad plena que nos daban los
cielos inabarcables, los horizontes en lontananza, el olor a poleo de
los humedales, o los sonidos polifónicos
de los campos... Siempre hay una bondadosa ley que tiende a compensar
las faltas de aquí o de allá, con tesoros injustamente valorados,
hasta que el tiempo les pone su pátina añeja, y acaban adquiriendo
la solera propia de las cosas verdaderas.
Nos
sacaban por la pinta. Siempre
había un parecido, por
ejemplo,
con algún abuelo paticorto y cara de expresión leguleya;
y
así
nos lo recordaban por
todas partes unos y otras.
"Se
da un airi a su agüelu en
la cara"...
"Eh calcaíta calcaíta a su agüela Catalina…"
“Se
paeci toitu
a su agüelu Prudenciu
en
lah narícih”…
“Sali
tooo a su bisagüelu en el geniacu que tieni...”,
eran
algunas de las frases que
escuchábamos
a menudo por
boca de las vecinas. Siempre había un gesto, no sé..., una impronta
atávica, una mueca particular de la familia..., una forma de colocar
las manos por detrás..., una manera de andar con los pies zambos,
torpemente, o con los pies abiertos y la cabeza alta,
en actitud resuelta. Tal vez había una risa tontorrona heredada de
varias generaciones atrás, o quizá una nariz chata, casi simiesca,
que era propia de todos los vástagos de algún linaje particular.
Todas eran formas de significarnos, y nunca faltaba un hábil
fisonomista que se aventuraba a sacar parecidos, aunque con
frecuencia surgían las discrepancias: había quien sacaba un
parecido y había quien sacaba otro, y en
numerosas
ocasiones ambas partes tenían razón.
Nuestra
pinta infantil era una pinta de pinto pinto gorgorito..., de juegos
al aire libre..., de casas de puertas abiertas..., de ojos entornados
mirando el paso viajero de las cigüeñas..., de “jarapales” por
fuera del pantalón..., de mataduras en las piernas curadas con
alcohol..., de
olor a “cuchifritos”..., de
saltos a pídola, los
niños, y
las
niñas a
la comba
con la cuerda vieja
del corral. Era una pinta de juegos en la era y crepúsculos de
sangre al atardecer..., de piedras volanderas y sálvese quien pueda.
Nuestra pinta era una pinta, en fin, que pintaba muy bien, en
libertad continua y en compañía constante, ajenos a todos los
problemas nacionales, internacionales y hasta incluso locales, pues
ya bastante teníamos con salvar el pellejo por aquellas calles
espartanas de “calambuco”
y “zurriaga”,
calles alocadas de “vardascazos”
y carreras repentinas hacia todas partes, en una permanente estampida
donde la suerte estaba echada a pares y nones.
El
aspecto, ni que decir tiene, jugaba un papel irrelevante en todo
orden de cosas. Todo guardaba una pinta sin pintar, empezando por las
calles y las casas, que ofrecían una apariencia casi virgen desde
muchos años atrás. Al mirar las fotos en blanco y negro, observamos
que todo estaba deslucido: las paredes sin pintar, las puertas viejas
sin pintar, las ventanas sin pintar..., e incluso la gente pintaba
más bien poco en sí misma, pues eran supervivientes de un
microcosmos básico, descolorido y tirando a escala de grises. A
falta de pintura, en cambio, "pintaban bastos", sí,
pintaban bastos mucho más a menudo de lo que aquella admirable
gente hubiese deseado.
En
contraste con nuestro aspecto y desaliño, teníamos, en cambio, unos
principios y un orden, donde predominaba el respeto a las personas
mayores y una disciplina de vida indispensable para salir indemnes al
paso de los años, sin secuelas ni traumas anglosajones importados…,
pues en la mayoría de los casos, la austeridad de aquellos pueblos
suponía una gran escuela para la vida, donde las familias, aún a
pesar de los pesares, estaban razonablemente estructuradas, algo que
debemos sin duda a nuestros mayores, que se esforzaron en inculcarnos
un código de valores, si, difícilmente visible en nuestros días,
en ningún estrato social y bajo ninguna indumentaria al uso.
Las
madres se esmeraban amorosamente en peinarnos con la raya bien marcada,
pero nuestro pelo, apenas tomaba contacto con la calle, recobraba su
anarquía natural de inmediato. Nuestro pelo era un pelo de la calle,
y a la calle volvía como a su espacio natural…; y allí, en la
calle, con nuestra pinta de siempre, nos lanzábamos nuevamente a un
abismo de aventura sin parangón, con los ojos encendidos y cara de
velocidad.
El
aspecto de algunas personas no dictaba mucho al de aquellos pobres
representados en el arte pictórico del barroco español. Murillo y
Velázquez pueden darnos importantes pistas al respecto. Si estos
genios del pincel hubieran ejercido de viajeros en el tiempo, y se
hubiesen dado alguna vuelta por aquellos entornos nuestros de la
Extremadura rural, pintando alguno de sus cuadros costumbristas, no
hubiese sido fácil advertir la diferencia entre sus mendigos del
siglo XVII
y nuestros campesinos del
siglo XX, con remiendos hasta en la piel, sombreros de paja,
tan rotos, que parecían arrebatados a los espantapájaros, o zapatos
deslustrados donde el betún un buen día se fue a por tabaco y no
volvió...
La
palabra “pinta”, en sus distintas acepciones, tenía gran
predicamento en aquel tiempo relatado: Jugábamos a la "pinta"
con un trozo de teja en el suelo, de las tantas que ofrecían
generosos los salientes de los tejados. Eran cachos de tejas oscuras
y húmedas que caían como brevas maduras sobre un suelo repleto de
yerbajos y rollos de guijarro… Siempre había un graciosillo que en
medio de los juegos decía cosas de tradición pastoril como: “Por
la pinta y la oreja se conoce a la oveja…” Cerca de nosotros,
tal vez, escuchábamos cantar “La Pájara Pinta” en aquellos
juegos de corro y devaneos comprometedores, con voces infantiles de
niñas que se perdían en el eco de las tardes lugareñas. "Estaba
la pájara pinta a la sombra de un verde limón / Con las alas
cortaba la rama, con el pico cortaba la flor / Ay ay ay, dónde
estará mi amor..."
“Pintarruecas”
llamaban los lugareños a las mujeres foráneas que acudían por
aquellas aldeas extremeñas de tarde en tarde, exageradamente
maquilladas y ampulosamente ataviadas, que ponían un punto de
contraste e incomodidad en las austeras y recatadas calles locales.
En
algún
retrato olvidado
nos descubrimos
mirándonos
a los ojos con nostalgia. Nosotros,
allí ,con nuestras pintas
y
ropas pasadas de moda…, y
la foto se torna en un espejo atemporal en
el que nos observamos,
con
la sonrisa permanente en el papel, incapaces
de advertir
aún
la distopía perversa de
un
futuro
tan
repleto
de robótica como despojado
de humanidad.
Aunque
el aspecto de los campesinos era básicamente el mismo, con sus caras
un tanto desnutridas y sus precarias vestimentas, había, en cambio,
una gran variedad de rasgos físicos, rasgos provenientes de
numerosas culturas que conformaron nuestro pasado... Así pues,
encontrábamos caras celtas, de ojos verdes (propias quizá de los
vetones) poniéndole la cincha al burro a la puerta del corral;
muleros andinos de la Ruta de la Plata, con su piel cetrina, cavando
las patatas; valquirias vikingas lavando zurraspas en arroyos
cristalinos…; visigodos centroeuropeos de ojos azules con la boina
ladeada…; íberos norteafricanos, de tez morena, barnizada de
sudores, en el muelo de la era…; jóvenes romanas atusándose el
pelo en las calles soleadas; o alguna cara de expresión severa,
quizá propia de espigados hidalgos, caminando lentamente con un
sacho al hombro por alguna recóndita centenera.
"Vaya pelitáhqui que tieni”, se escuchaba decir a menudo a los aldeanos. Era una expresión relativa al mal pelo de los animales descuidados por sus dueños (que se hacía extensible también a las personas), aunque los señalados dueños de tal descuido, a veces no tenían mucho mejor pelo, o “pelitáhqui”, que sus propios animales, y, por tanto, tampoco había mucho que reprocharles.
"Vaya pelitáhqui que tieni”, se escuchaba decir a menudo a los aldeanos. Era una expresión relativa al mal pelo de los animales descuidados por sus dueños (que se hacía extensible también a las personas), aunque los señalados dueños de tal descuido, a veces no tenían mucho mejor pelo, o “pelitáhqui”, que sus propios animales, y, por tanto, tampoco había mucho que reprocharles.
En
las vacaciones veraniegas, es frecuente encontrarnos de vez en cuando
con algún niño forastero sobre el cual desconocemos su procedencia,
y al final siempre hay un rasgo, un algo..., no sé..., que nos sitúa
en una pista para sacarlo por la pinta... Nos quedamos parados, un
instante, mirando al citado infante en una determinada calle, quizá
junto a una puerta de sus antepasados, hasta que, al instante, se nos
enciende una lucecilla reveladora que nos aproxima a su estirpe, y
entonces el niño, de golpe, zasss, aparece como por arte de magia
dentro de un contexto, donde sus rasgos y gestos pasan a resultarnos
familiares, y esa nariz respingona y ojillos vivarachos que tanto nos
sonaban, de repente nos sitúan en la senda de su linaje,
probablemente de algún padre, quizá, que fuese compañero nuestro
de juegos y aventuras.
Los
cuadros humanos que vimos en el pasado,
a
nada que hagamos un pequeño ejercicio
de
memoria,
vuelven a nosotros con la fuerza de antaño:
niños
flacos, de cabeza grande, mirada esquiva y orejas desabrochadas a
punto de echarse a volar…; viejos de arrugas marcadas como surcos
de tierra, y pantalones de talle largo subidos por encima del
ombligo, con una cuerda de las
alpacas
a modo de correa; viejinas ocultas en el pañuelo que apenas dejaban
ver
entre las
sombras
la boca hundida y un diente solitario que, por alguna extraña razón,
nunca quiso caerse...; perros escuálidos, como sacados del Quijote,
que deambulaban errantes
y se acercaban, con más miedo que vergüenza, ante un ademán
fallido de echarles un cacho de pan…; hombres de mediana edad, de
rostro
quemado
y cigarro adosado a la boca, como una protuberancia humeante salida
de los mismos labios…; mujeres hacendosas, ataviadas de mandiles y
trapos por todas partes, de temperamento nervioso, que entre
numerosos quehaceres sacaban siempre un rato
para un chismorreo robado en cualquier esquina…
Con
nuestras pintas citadas vivíamos felices, libérrimos, sin modas ni
esnobismos, sin subterfugios donde escondernos. Alegres, sí, y
abiertamente niños, con una humilde puesta en escena, en nuestra
vida rural "low cost".
Y
aquí seguimos dando pábulo a un pasado con muy buena pinta, aún
lleno de vitalidad, que a golpe de recuerdos regresa con fuerza,
memoria en ristre, y
llega a nosotros como
una tabla de
salvación.
Un pasado que se obstina
en burlar a un presente prefabricado y desalmado, que pretende
aniquilar nuestra memoria con
permanentes ráfagas de actualidad,
pero a cuyo
fulano
aún respondemos, insolentes, con la cabeza bien alta, aquello de:
"Los
muertos que vos matáis gozan de buena salud".
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
de_un_tiempo@protonmail.com
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