sábado, 17 de noviembre de 2018

Trato hecho



En cualquier calle, esquina o calleja angosta, dos caras curtidas frente a frente, dos ojos semiabiertos que se miran fijamente…, un apretón de manos agrietadas, y una frase mil veces repetida: "Trato hecho..." Para qué más. Así de simple, sin firmas, ni legajos, ni papeles espurios..., y en algunos casos ni siquiera testigos, nada de nada, tan sólo la palabra. La palabra como un antiguo baluarte insobornable, como una prueba irrefutable de lo más noble de la condición humana.

El valor de la “palabra dada” superaba todas las formas de contrato posibles, según nos contaban nuestros abuelos. Hasta incluso hubo palabras respetadas más allá de la muerte. Y así parece ser que fue durante siglos. Luego nosotros, posteriormente, fuimos conociendo una etapa de transición, donde la cultura de la argucia empezó a tomar posiciones, y vimos a la honradez palidecer lentamente en una vieja cama, con catre de hierro e interruptor de pera.

La palabra dada, efectivamente, era superior a cualquier papel embadurnado de sellos y firmas. Aquella gente aún estaba lejos de la famosa parodia de Groucho Marx: “La parte contratante de la primera parte, será considerada como la parte contratante… bla bla bla ,“ y demás artimañas de los textos administrativos, que marcaron un punto de inflexión en el devenir de los distintos acuerdos entre personas..

Las antiguas escrituras de compraventa eran muy simples: un par de firmas de ambas partes, y la firma adicional de algún improvisado testigo, que tal vez acababa de descargar un “carricochi” de leña, y firmaba con los dedos “engarañaos” de frío.

El dinero no se guardaba en banco alguno, sino más bien en ventanillas de corrales..., o entre los leños del leñar…, o dentro de una manta doblada en el fondo de un baúl, o quién sabe en qué otros sitios de lo más insospechados.

Varias veces escuché de niño la anécdota de un corral que se incendió, y mientras la paja ardía en lo más alto, y las llamas devoraban tablas y cuarterones, el anciano dueño del edificio (sin dar explicaciones) gritaba desaforadamente: “¡Esa vigaaaaa, esaaa vigaaa...!”, pues, efectivamente, entre el hueco de la viga y la pared de piedra, escondía sus principales ahorros… No fueron en vano sus gritos, pues a pesar de que algunos billetes quedaron un tanto “churruhcáuh” (quemados), en su mayoría fueron salvados por los abnegados bomberos rurales, que, con agua de pozo y calderilla de zinc en ristre, y sin dejar caer la boina al suelo, se aplicaron a fondo en tan noble labor; pues por aquellos entonces, la gente acudía generosamente a apagar fuegos y a minimizar toda suerte de desgracias ajenas.

Los niños usábamos la palabra "cicatero" a todas horas, como sinónimo de “tramposo” (aunque el diccionario lo define más bien como tacaño)... En un momento cualquiera del juego, varias voces recriminaban a un sujeto cualquiera, al grito de:.” ¡¡Érih un cicateru...!!” “Cicateruuuu, cicateruuuuu”, se escuchaba por las calles y las plazuelas de tierra... Ser acusado de cicatero era toda una afrenta, un dardo clavado sobre el duro pellejo infantil, acostumbrado a toda suerte de envites.

Seamos justos, y admitamos que pícaros siempre hubo, rateros de melones y sandías…, o astutos chalanes en las ferias de ganado…, todo hay que decirlo, sí, y hasta incluso el dinero prestado en usura formaba parte de las bajezas humanas de aquellos tiempos pasados, como anticipo, tal vez, de lo que nos llegaría más tarde; aunque todo aquello no era más que un pequeño ensayo, una minúscula prefiguración de nuestro tiempo actual. Pero a pesar de todo, las puertas de las casas de nuestra infancia, las conocimos siempre abiertas, sin miedo alguno, abiertas al frío y abiertas a la vida. Tanto es así, que de la llave principal de las casas a veces se desconocía su paradero, por falta de uso. Cuando en alguna ocasión era necesario echar la llave, por cualquier ausencia extraordinaria, como la boda de un ahijado en Cáceres, o el bautizo de un nieto en Madrid, me cuentan que había que buscar la llave concienzudamente por toda la casa, pues a diario bastaba tan sólo con echar la tranca por la noche. La búsqueda se convertía en toda una odisea, siguiendo el rastro de la robusta llave de hierro, que llevaba varios años guardada en algún sitio por ahí, pero nadie se acordaba del lugar... “Me paeci habela vihtu detráh del poyu de loh cántaruh”, decía uno... “Con dificultah si no ehtá en la lacena, detráh del pucheru de barru...”, comentaba otro…, pero nada de nada, la llave no aparecía por ninguna parte, hasta que, al final, ya casi dada por perdida, alguien la encontraba detrás de un tablón de la bodega, con un ligero aroma a tocino, entre tinajas de barro y cántaros de aceite, después de algunos años durmiendo su oxidado letargo bodeguero.

Como es sabido, ya en aquel tiempo de nuestra infancia, las miserias humanas fueron sigilosamente horadando la dura capa de la honradez, pero la honradez era un blasón que todavía lucía por encima del dintel de numerosas puertas, y “la palabra dada” tenía un alto predicamento aún entre mucha gente cabal de aquella Extremadura que nos tocó en suerte; y aún lo tuvo mucho más, como hemos dicho, en tiempos de nuestros ancestros. ¡Qué tiempos debieron ser aquellos!, qué envidia, que hasta en las juntas y reuniones agropecuarias llegaban a acuerdos sin grandes desavenencias, según nos relataban nuestros abuelos. Nosotros, en cambio, ya comenzamos de niños a barruntar los primeros nubarrones de tormenta, que apuntaban a un marcado espíritu de contienda, más cercano a Puerto Hurraco que al monasterio de Silos.

Con la modernidad, la honradez fue relegada al cuarto trastero de las cosas inservibles, al arca más escondida de la troje, aquejada de carcomas contumaces, de esas que trabajan con paciencia en el silencio de la madrugada; un arca oscura y olvidada, donde duermen las virtudes humanas ya en desuso, entre el perfume inconfundible de la naftalina.

Nuestros antepasados murieron sin saber lo que era una hipoteca, ni un plazo fijo, ni un fondo de inversión..., ni la publicidad, ni el marketing, ni el mundo digital…, ni otras muchas tretas sofisticadas del mismísimo demonio. Tuvieron la fortuna de vivir las cosas palpables y verdaderas, frente a las cosas virtuales y perecederas; tuvieron la fortuna, pues, de que nadie les cambiara los “jiguh” (higos) por los “gigas”, ni los deslumbrasen con las luces halógenas de una era robótica y fría.

Cada vez que nuestros mayores nos pillaban en un renuncio, las consecuencias eran serias. Tal vez una alpargata justiciera se mostraba amenazante ante cualquier pequeña infracción de las normas, que por otra parte eran de sobra conocidas... Pero a pesar de los pesares, aquellas benditas alpargatas (que se quedaban casi siempre en un conato de embestida), iban cargadas de bondadosa pedagogía, y la mano que las blandía era la misma mano amorosa que nos colmaba sin reservas del afecto necesario; eran manos de madres y abuelas entrañables, que sirvieron para reducir a la mínima expresión la tontería, y a inocularnos el virus del respeto a los demás, ya descatalogado en el mercado actual de soberbias y fanfarrias.

Cuando llegabas a casa llorando, trasquilado como Don Alonso Quijano después de sus tragicómicas batallas, despotricando de los infantes rivales, en tus variopintas refriegas callejeras…, y decías, por ejemplo: “Juan me ha tiráu barru a loh pantalónih”, escuchabas una voz adulta que te paraba en seco, con aquella recurrente frase demoledora que tantas veces oímos: "Algu habráh jechu tú también"... Te embargaba entonces una desolación que a la postre resultaba ser didáctica, pues te hacía comprender que eras uno más en el planeta tierra, sí, tan sólo uno más. A la larga, eran lecciones reguladoras del orgullo y las vanidades humanas... Y ya ni te cuento si en casa te pillaban en algún embuste, en contraste con el mundo actual, donde campa la mentira por doquier, con numerosas paternidades, aunque tal vez con un mismo padre en origen.

Un buen día de tu feliz infancia pueblerina, te encontrabas una peonza caída entre la maleza de un regato cercano a la escuela, pero no una peonza cualquiera, no, sino precisamente la peonza exacta que habías añorado tener, y no otra. De repente toda la fortuna se había puesto de tu parte, y llegabas a casa exultante, mostrando el citado trofeo; pero de golpe, una vez más, todo tu gozo en un pozo, pues tu madre, por ejemplo, te despertaba el cargo de conciencia, obligándote a reparar en la tristeza del infortunado niño que la perdió; eso que ahora, en fin, se ha dado en llamar “empatía”. Al día siguiente, en el recreo escolar, alguien comentaba la pérdida de tan preciado objeto lúdico, y entonces tú, “el afortunado”, cabizbajo, con un gesto de honradez inducida, mascullabas: “Me la encontré ayel, caía entre las yérbah del regatu que hay en frenti de la ehcuela...” Hoy damos gracias de haber sido educados en aquellos valores y no en otros…, valores que nos llevan, por ejemplo, otro buen día, ya mucho más reciente, a encontrarnos un billete de diez euros debajo de un coche, junto al bordillo de la acera, mojado por la lluvia, y acto seguido acercarnos a la ventanilla del vehículo para preguntarle al conductor, a punto de arrancar, si el mencionado billete es suyo... Te das cuenta, entonces, que en el fondo el mérito no es tuyo, que te has limitado, simplemente, a recoger un testigo generacional, y el galardón principal es de aquellos fieles representantes de la decencia humana que fueron tus antepasados.

Los niños corríamos por aquellas calles descuidadas, “metiendu bulla” (gritando y haciendo ruido); calles donde la picaresca y la probidad lidiaban su particular batalla, a la par que brotaban por las esquinas hombres rudos y curtidos, cerrando tratos, y estrechando sus manos ásperas, junto a parras y pozos como únicos testigos. Mientras tanto, una lluvia recia, otoñal y nocturna, nos iba disuadiendo. Por los canalones corría toda forma de inmundicia, y quedaban las calles solitarias, mojadas, despejadas de todo lo accesorio. Los muchachos nos íbamos retirando hacia las frías casas de piedra y barro, fusiladas de vientos que silbaban burlones por las “talleras”. Nos marchábamos, sí, arrastrando, de una mano, la gravosa carga de los prejuicios, y de la otra, la liviana carga de las virtudes.

Y aquí estamos, sanos y salvos, con las justas tonterías, y a buen recaudo de sospechosos eslabones de nuevo cuño, añadidos a la cadena evolutiva de la estupidez humana; sabedores de que aquellos valores pasados, “serán ceniza, más tendrá sentido, polvo serán, más polvo enamorado”, que nos diría el genial Quevedo.

Todos los que habéis llegado al final de este relato, en mayor o menor medida conocisteis el tiempo aquí referido. Sabréis, por tanto, que fuisteis los últimos mohicanos del compromiso y la honradez, los últimos testigos presenciales del valor de la palabra dada, la misma que por aquellas fechas empezaba a mostrar ya los últimos estertores, y a resquebrajarse como un puntal carcomido del corral... Si convenís conmigo en que así fue, no se hable más, trato hecho.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jorsanmo12@netcourrier.com