lunes, 6 de enero de 2020

Ale, vámuh


Entre los ruidos y algarabías que retumbaban por las calles de nuestra infancia, una parte no despreciable se la llevaban los saludos y cumplidos que los aldeanos se repartían sin descanso, con la generosidad propia de las cosas que no cuestan casi nada. Lo más sorprendente, es que un buen día debieron descubrir, quién sabe, que el tono elevado en el saludo, daba mayor credibilidad al mismo. Tanto es así, que se hacía realmente complicado escuchar un cumplido en voz baja. A mayor volumen, sí, el saludo parecía ganar en certeza; así podemos intuir que quedó pactado desde muchas generaciones atrás. De esta forma, desde primeras horas de la mañana, podíamos escuchar a grito pelado el intercambio de saludos, cumplidos y parabienes tan propios de aquel tiempo aquí relatado: "Eyyy , ve con Dioh..." "Aleeee, vámuh..." "¿Váih pa’ llá? / siiii vámuh..." " Que sea pa’ bien...” "Ehhh, halaaa, vengaaaa..." "Ehhh, ¿váh pa baju? ... "¿Ya viénih...?" "¿Cómu ehtá uhtéh...?"

El inventario de saludos era muy amplio, y las circunstancias y escenas que se derivaban de los mismos, aún más. Estaba, por ejemplo, el saludo rápido y esquivo por ambas partes, que se resolvía sin perder el paso, con un repentino giro de cabeza propio de un desfile militar: "¿Vah pa’ llá...?" / "Voy pa’ llá..." Estaba, entre otros muchos, el saludo que buscaba retener al interlocutor a toda costa, donde uno ejercía de araña y otro de mosca atrapada en la tela mortal. Aquí entraba en juego la pericia de la víctima para eludir la tediosa presencia, lo cual no siempre se conseguía con éxito, pues no todo el mundo manejaba el arte de la excusa perfecta, prima hermana de la mentira piadosa... "Voy corriendu al ehtáncu ántih de que cierrin", podías poner como pretexto, pero no siempre funcionaba... Estaba también el saludo que buscaba abiertamente la complicidad y el chisme, típico del alcahuete de guardia que no faltaba en cada esquina...; y estaba, en fin, el saludo sospechosamente atento, de aquél con quien apenas tenías trato, pero que un buen día aparecía con fingida amabilidad y una atención desmedida, repetida durante varios días, hasta que al fin se desvelaba el misterio, que no era otro que el interés por un “cachimán” (pequeña parcela de terreno) o una tierra lindera que intentaba conseguir a un precio asequible, y a la que, por supuesto, se refería usando diminutivos tendentes a menoscabar el valor de la misma: "Esi cachinu de tierra que me linda allí... a vel si noh llegámuh a entendel".

No pocas veces este asunto que nos ocupa, daba lugar a escenas tragicómicas. Cuantas veces, por ejemplo, en una calleja cualquiera del pueblo, el destino te ponía ante la vicisitud de encontrarte con alguno de esos múltiples enemigos que se iban acumulando a través de las diversas pendencias surgidas en el ambiente viciado de las sociedades cerradas... De repente, mira tú, una noche cualquiera, inevitablemente ocurría: al doblar una esquina, aparecía delante de tus narices el enemigo número cuatro, bajo la luz tenue de una humilde bombilla de plato. La reacción de ambos era dar un "rejurtu" (retroceso repentino), sin cruzar palabra alguna, y maldiciendo al destino por haber colocado en un mismo tiempo y lugar a un sujeto indeseable, algo que no debía resultar extraño con tan pocas calles en juego, sin duda insuficientes para eludir por mucho tiempo a la burlona Ley de la Probabilidad.

Desde muy niño me dejó marcado (ya lo relaté en alguna ocasión) el saludo ininteligible de los hombres que pasaban con el Celtas Cortos entre los dedos amarillentos... Era un saludo escueto, ronco y tabacuno, de una forzada gravedad de chato de vino y regreso tabernero, entre las luces grises del atardecer, en un marco rural de penumbra y tristeza, que contrastaba con una sutil y bella melancolía.

Especialmente agotadores eran los saludos después de un año sin pisar por el pueblo, en las típicas visitas veraniegas (tal vez en las fiestas patronales), donde el saludo constante por aquí y por allá se convertía en una suerte de tortura, que a menudo se arreglaba con dos o tres frases hechas, repartidas a modo de octavillas verbales que íbamos lanzando a diestro y siniestro, calle arriba o calle abajo, ante la pertinaz acometida de unos y otros.

Pero de todos los cumplidos que tuvimos ocasión de vivir, el que se llevaba la palma, por curioso y pintoresco, era el saludo atento de alguna viejecilla clásica, de las de siempre, que una vez llegábamos al pueblo en vacaciones, en un tono chillón y un marcado acento extremeño, nos hacía siempre la paradójica y oportuna pregunta: "¿Habéih veníu?..." En ese mismo instante, inevitablemente, se te pasaba por la cabeza hacer la gracieta ante tus amiguetes, y contestarle a la pobre anciana algo así como: "No, llegaremos mañana." Pero inmediatamente se imponía ese respeto reverencial hacia los mayores, que en aquel tiempo era casi sagrado, y con buen criterio decidías morderte la lengua, ante las risillas de los mariachis que te acompañaban, y con un gesto de seriedad forzada, contestabas a la anciana con la cortesía que la ocasión requería... Y la anciana, como si estuviese escrito en algún guion, remataba el cumplido siempre con la segunda pregunta: "¿Habéih veníu tóh...?" "Sí, sí, hemos venido todos, tía", contestabas..., y entonces, por fin, continuaba su camino renqueante y satisfecha. Seguramente, más que a ti mismo, a quien realmente dirigía el cumplido la mujer, era a tus padres o abuelos a través de ti, en alguna deuda eterna que tenía con ellos, vete tú a saber desde cuándo ni por qué razón, pero estas cosas eran propias de las personas de aquel tiempo, donde aún quedaba gente enormemente agradecida.

El débil apretón de manos del señorito oficinista, de dedos blanquecinos y afilados, contrastaba con el violento apretón del labriego de manos anchas y “porrúas”, más dado a empuñar la “sigureja o el sacho”, y que, a nada que te pillase con la guardia bajada y la mano relajada, podía lesionarte el dedo meñique, y dejarte como en las viñetas de Mortadelo y Filemón, contándote los dedos para ver si estaban todos en su sitio, a la vez que, con un vozarrón quebrado y un ligero tufillo a coñac, te soltaba algo así como: "¡Me cagüen tooo la lechi, si no me llégah a decil naaa, ni te había conocíu"!

Uno de los peligros que acechaban al viandante desprovisto de coraza, era encontrarse a quemarropa con alguno de los pelmazos oficiales del reino, de aquellos que se habían ganado la fama a pulso, y tenían la astucia de esperar a la pieza en un lugar propicio y transitado, o a veces en dos sitios a la vez, con un extraño don de bilocación... A estos paisanos en particular, les bastaba una tímida mirada por tu parte para retenerte con algún pretexto cualquiera, que acababa en una larga retahíla de monsergas y temas intrascendentes, de cuya situación no era fácil desenredarse... Pero el culmen de esta escena, la apoteosis misma, era cuando coincidían dos púgiles de la misma naturaleza, que podían estarse en plena calle durante un tiempo indefinido hablando sin parar..., cayéndoles la pelona invernal sin apenas inmutarse, como actores secundarios de una insignificante obra cotidiana, sin más fondo de escenario que las rejas mugrientas de la ventanilla de un corral. Allí se podían eternizar, sí, perdiendo la noción del tiempo. Cuando el uno hablaba, el otro apuraba el cigarro, y viceversa. Cuando el primero hacía amago de marcharse, era retenido hábilmente por el segundo; cuando ya parecía retirarse el segundo (en un disimulado gesto de derrota), era rescatado por el primero con alguna coletilla machacona... y así todo el rato, en una interminable lucha sin cuartel, en un bucle sin salida del cual sólo podía liberarte un tercero... Tanto es así, que al final acudía al rescate un inocente niño de la familia, enviado para la ocasión, que, con voz aflautada, se dirigía al padre de esta guisa: "Que dici mama que jaci ratu que está la cena fría..."

Los saludos entre los chavales eran casi inexistentes, con la vergüenza siempre por bandera. Los niños rurales éramos tremendamente retraídos; veíamos estas cosas de los cumplidos como algo propio de señoritos, o de las películas y otras pamplinas por el estilo... Los abrazos y los afectos en general, eran poco frecuentes entre los niños varones; hasta el simple hecho de estrecharse la mano, era una rara avis entre nosotros, y en especial entre el conjunto de la tropa muchachil, que no era otra cosa que un riguroso tribunal de prejuicios... Los actos de ternura de cualquier naturaleza eran vistos como algo melindroso que nos provocaba una mezcla de sonrojo y desprecio, pues nuestras formas eran casi siempre rudas y cortantes. Nuestros saludos, pues, no iban más allá de un simple: "¿Ondi hah andáu…?" con la cabeza gacha, y en un tono hombruno y pueblerino debidamente impostado. Las niñas, sin embargo, eran mucho más afectuosas entre ellas, y más dadas a besuqueos y abrazos, algo que estaba sobradamente aceptado en su papel femenino.

Desde muy niños nos enseñaron a decir frases como "hasta mañana si Dios quiere", al acostarnos; o "buenos días nos dé dios", al levantarnos; cosa que hacíamos de manera mecánica y no siempre con el mejor talante, ciertamente. La timidez o la falta de modales mostrada por los más pequeños, enfadaba con frecuencia a nuestros mayores. Los abuelos, sin ir más lejos, nos reprochaban a menudo nuestra actitud con una palabra antigua, sacada de las arcas del pasado, y que tantas veces nos tocó escuchar: "Zurrupiu". De esta forma, ante cualquier situación en la que faltásemos al oportuno cumplido, éramos tachados de “zurrupiuh” en tono severo y gesto displicente: "Paécih un zurrupiu..., nos decían, y nos íbamos cabizbajos, con el honor de haber recibido un inesperado título, sin saber muy bien lo que era, pero con la sensación de que algo no estaba en su sitio.

El saludo entre los muchachones mayores, era un saludo varonil y gamberro, a veces en forma de silbido, y preferentemente desde lejos, para que tuviese el efecto deseado. Estos silbidos largos y castizos se escuchaban indistintamente en los pueblos y en los campos; era una forma ancestral y corriente de comunicación, que quizá hundía sus raíces en las cuevas de la prehistoria... o vete tú a saber dónde..., y hacía las veces de una tecnología de andar por casa (sin batería) para las comunicaciones a media distancia, tal y como podemos ver en los famosos silbos de La Gomera.

Andando por el campo, un día cualquiera, podíamos oír uno de estos mencionados silbidos y alzar la cabeza persuadidos de que nos reclamaban desde lo alto de algún sitio, cuando en realidad el silbido iba dirigido a algún animal despistado, o quizá se tratase tan sólo de un zagalillo aprendiendo a silbar ante la inmensidad de las vaguadas, sin llamar a nadie en particular, sino jugando tan sólo con el eco…, o experimentando sus primeros escarceos con la soledad.

Los cumplidos meteorológicos, seguramente tuvieron su origen en ambientes rurales, y luego se exportaron a las ciudades, especialmente al espacio claustrofóbico de un ascensor; pero nosotros pudimos oírlos directamente en los bellos escenarios que adornaron nuestros años menudos: “Paeci que ha refrehcáu algu… / Sí, paeci que hoy jaci ya máh frehquinu".

Algunos saludos toscos y primitivos que escuchamos en nuestra infancia, se podían canjear perfectamente por gruñidos, graznidos, balidos, chasquidos, rebuznos, relinchos… a veces onomatopeyas locales... alaridos deformes... no sé... Se mezclaban los sonidos de la naturaleza con los ruidos humanos, como en un variopinto festival acústico donde a menudo se confundiese el hombre y la tierra, como en el título de aquella serie televisiva del gran Félix Rodríguez de La Fuente.

El saludo hacia los ancianos era bastante recurrente, tanto en preguntas como en respuestas. "¿Cómu anda uhtéh, tiu Ambrosiu? / Vaaaah, ca’ veh peol hiju, loh viejuh vámuh toh pa’ baju..." Sus respuestas adivinaban un pesimismo crónico, propio de cuando las derrotas prevalecen sobre las victorias, y las cicatrices dejan marcas imborrables en los pellejos sobados por el tiempo.

La comunicación con los animales, estaba en sintonía con el ambiente de la época, y, salvo excepciones, no era especialmente amable ni abundaba mucho en delicadezas. En muchos casos solía dividirse en lo algo así como "reclamo y despedida". La llamada a los perros, podía ser quizá: “Tova tova" (frotando los dedos índice y pulgar)…, y la despedida era directamente: "Durduuuu…", dando un pisotón en el suelo... Para los gatos el acercamiento podía procurarse a través del clásico... "Míiiiisinu", y la despedida, “saaapeeee”, dando un par de palmadas en el pantalón de pana... A las gallinas, con los populares “pítah pítah" y “píruh píruh”... y en fin, a los burros, a las ovejas, a los guarrapos (cerdos), a las cabras... y al resto de la fauna doméstica se les llamaba de múltiples maneras, personalizadas por cada sujeto o incluso propias de cada localidad. Así pues, podíamos escuchar por todas partes sonidos de lo más variado y surrealista: “Túmah túmah"…, "bechi bechi"…, "raggggg"...

Aún ha perdurado la sana costumbre campestre de saludar a todo hijo de vecino que te encuentras por calles y caminos, ya sean locales o forasteros; incluso los senderistas capitalinos que recorren las rutas de nuestros pueblos, saludan a todo aquél que se tropiezan por esas sendas de dios, en una sabia adaptación a las cercanas costumbres rurales.

Según decía un tal Mark Twain, escritor y humorista, “La buena educación consiste en esconder lo bueno que pensamos de nosotros y lo malo que pensamos de los otros.” Es tan simple como eso; pero bajarse del ego debe ser como apearse de un tren en marcha al borde de un terraplén, y ese vértigo no estamos dispuestos a afrontarlo.

Tengamos a bien, al menos, seguir con los saludos y cumplidos que nos legaron nuestros heroicos antepasados, que no cuestan dinero, y aún siguen funcionando como el pegamento natural y accesible, que nos une como personas, y consigue salvar, aunque sea por un instante, nuestras torpes diferencias... Ale, venga, id con Dios.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS