Entre los ruidos y algarabías que retumbaban por las calles de
nuestra infancia, una parte no despreciable se la llevaban los
saludos y cumplidos que los aldeanos se repartían sin descanso, con
la generosidad propia de las cosas que no cuestan casi nada. Lo más
sorprendente, es que un buen día debieron descubrir, quién sabe,
que el tono elevado en el saludo, daba mayor credibilidad al mismo.
Tanto es así, que se hacía realmente complicado escuchar un
cumplido en voz baja. A mayor volumen, sí, el saludo parecía ganar
en certeza; así podemos intuir que quedó pactado desde muchas
generaciones atrás. De esta forma, desde primeras horas de la
mañana, podíamos escuchar a grito pelado el intercambio de saludos,
cumplidos y parabienes tan propios de aquel tiempo aquí relatado:
"Eyyy , ve con Dioh..." "Aleeee, vámuh..."
"¿Váih pa’ llá? / siiii vámuh..." " Que sea pa’
bien...” "Ehhh, halaaa,
vengaaaa..." "Ehhh, ¿váh pa’
baju? ... "¿Ya viénih...?" "¿Cómu
ehtá uhtéh...?"
El
inventario de saludos era muy amplio, y las circunstancias y escenas
que se derivaban de los mismos, aún más. Estaba, por ejemplo, el saludo
rápido y esquivo por ambas partes, que se resolvía sin perder el
paso, con un repentino giro de cabeza propio de un desfile militar:
"¿Vah pa’ llá...?" / "Voy pa’ llá..."
Estaba, entre otros muchos, el saludo que buscaba retener al
interlocutor a toda costa, donde uno ejercía de araña y otro de
mosca atrapada en la tela mortal. Aquí entraba en juego la pericia
de la víctima para eludir la tediosa presencia, lo cual no siempre
se conseguía con éxito, pues no todo el mundo manejaba el arte de
la excusa perfecta, prima hermana de la mentira piadosa... "Voy
corriendu al ehtáncu ántih de que cierrin",
podías poner como pretexto, pero no siempre funcionaba... Estaba
también el saludo que buscaba abiertamente la complicidad y el
chisme, típico del alcahuete de guardia que no faltaba en cada
esquina...; y estaba, en fin, el saludo sospechosamente atento, de
aquél con quien apenas tenías trato, pero que un buen día aparecía
con fingida amabilidad y una atención desmedida, repetida durante
varios días, hasta que al fin se desvelaba el misterio, que no era
otro que el interés por un “cachimán” (pequeña parcela de
terreno) o una tierra lindera que intentaba conseguir a un precio
asequible, y a la que, por supuesto, se refería usando diminutivos
tendentes a menoscabar el valor de la misma: "Esi cachinu de
tierra que me linda allí... a vel si noh llegámuh a entendel".
No
pocas veces este asunto que nos ocupa, daba lugar a escenas
tragicómicas. Cuantas veces, por ejemplo, en una calleja cualquiera
del pueblo, el destino te ponía ante la vicisitud de encontrarte con
alguno de esos múltiples enemigos que se iban acumulando a través
de las diversas pendencias surgidas en el ambiente viciado de las
sociedades cerradas... De repente, mira tú, una noche cualquiera,
inevitablemente ocurría: al doblar una esquina, aparecía delante de
tus narices el enemigo número cuatro, bajo la luz tenue de una
humilde bombilla de plato. La reacción de ambos era dar un "rejurtu"
(retroceso repentino), sin cruzar palabra alguna, y maldiciendo al
destino por haber colocado en un mismo tiempo y lugar a un sujeto
indeseable, algo que no debía resultar extraño con tan pocas calles
en juego, sin duda insuficientes para eludir por mucho tiempo a la
burlona Ley de la Probabilidad.
Desde
muy niño me dejó marcado (ya lo relaté en alguna ocasión) el
saludo ininteligible de los hombres que pasaban con el Celtas Cortos
entre los dedos amarillentos... Era un saludo escueto, ronco y
tabacuno, de una forzada gravedad de chato de vino y regreso
tabernero, entre las luces grises del atardecer, en un marco rural de
penumbra y tristeza, que contrastaba con una sutil y bella
melancolía.
Especialmente
agotadores eran los saludos después de un año sin pisar por el
pueblo, en las típicas visitas veraniegas (tal vez en las fiestas
patronales), donde el saludo constante por aquí y por allá se
convertía en una suerte de tortura, que a menudo se arreglaba con
dos o tres frases hechas, repartidas a modo de octavillas verbales
que íbamos lanzando a diestro y siniestro, calle arriba o calle
abajo, ante la pertinaz acometida de unos y otros.
Pero
de todos los cumplidos que tuvimos ocasión de vivir, el que se
llevaba la palma, por curioso y pintoresco, era el saludo atento de
alguna viejecilla clásica, de las de siempre, que una vez llegábamos
al pueblo en vacaciones, en un tono chillón y un marcado acento
extremeño, nos hacía siempre la paradójica y oportuna pregunta:
"¿Habéih veníu?..." En ese mismo instante,
inevitablemente, se te pasaba por la cabeza hacer la gracieta ante
tus amiguetes, y contestarle a la pobre anciana algo así como: "No,
llegaremos mañana." Pero inmediatamente se imponía ese
respeto reverencial hacia los mayores, que en aquel tiempo era casi
sagrado, y con buen criterio decidías morderte la lengua, ante las
risillas de los mariachis que te acompañaban, y con un gesto de
seriedad forzada, contestabas a la anciana con la cortesía que la
ocasión requería... Y la anciana, como si estuviese escrito en
algún guion, remataba el cumplido siempre con la segunda pregunta:
"¿Habéih veníu tóh...?" "Sí, sí, hemos
venido todos, tía", contestabas..., y entonces, por fin,
continuaba su camino renqueante y satisfecha. Seguramente, más que a
ti mismo, a quien realmente dirigía el cumplido la mujer, era a tus
padres o abuelos a través de ti, en alguna deuda eterna que tenía
con ellos, vete tú a saber desde cuándo ni por qué razón, pero
estas cosas eran propias de las personas de aquel tiempo, donde aún
quedaba gente enormemente agradecida.
El
débil apretón de manos del señorito oficinista, de dedos
blanquecinos y afilados, contrastaba con el violento apretón del
labriego de manos anchas y “porrúas”, más dado a empuñar la
“sigureja o el sacho”, y que, a nada que te pillase con la
guardia bajada y la mano relajada, podía lesionarte el dedo meñique,
y dejarte como en las viñetas de Mortadelo y Filemón, contándote
los dedos para ver si estaban todos en su sitio, a la vez que, con un
vozarrón quebrado y un ligero tufillo a coñac, te soltaba algo así
como: "¡Me cagüen tooo la lechi, si no me llégah a decil
naaa, ni te había conocíu"!
Uno
de los peligros que acechaban al viandante desprovisto de coraza, era
encontrarse a quemarropa con alguno de los pelmazos oficiales del
reino, de aquellos que se habían ganado la fama a pulso, y tenían
la astucia de esperar a la pieza en un lugar propicio y transitado, o
a veces en dos sitios a la vez, con un extraño don de bilocación...
A estos paisanos en particular, les bastaba una tímida mirada por tu
parte para retenerte con algún pretexto cualquiera, que acababa en
una larga retahíla de monsergas y temas intrascendentes, de cuya
situación no era fácil desenredarse... Pero el culmen de esta
escena, la apoteosis misma, era cuando coincidían dos púgiles de la
misma naturaleza, que podían estarse en plena calle durante un
tiempo indefinido hablando sin parar..., cayéndoles la pelona
invernal sin apenas inmutarse, como actores secundarios de una
insignificante obra cotidiana, sin más fondo de escenario que las
rejas mugrientas de la ventanilla de un corral. Allí se podían
eternizar, sí, perdiendo la noción del tiempo. Cuando el uno
hablaba, el otro apuraba el cigarro, y viceversa. Cuando el primero
hacía amago de marcharse, era retenido hábilmente por el segundo;
cuando ya parecía retirarse el segundo (en un disimulado gesto de
derrota), era rescatado por el primero con alguna coletilla
machacona... y así todo el rato, en una interminable lucha sin
cuartel, en un bucle sin salida del cual sólo podía liberarte un
tercero... Tanto es así, que al final acudía al rescate un inocente
niño de la familia, enviado para la ocasión, que, con voz
aflautada, se dirigía al padre de esta guisa: "Que dici mama
que jaci ratu que está la cena fría..."
Los
saludos entre los chavales eran casi inexistentes, con la vergüenza
siempre por bandera. Los niños rurales éramos tremendamente
retraídos; veíamos estas cosas de los cumplidos como algo propio de
señoritos, o de las películas y otras pamplinas por el estilo...
Los abrazos y los afectos en general, eran poco frecuentes entre los
niños varones; hasta el simple hecho de estrecharse la mano, era una
rara avis entre nosotros, y en especial entre el conjunto de la tropa
muchachil, que no era otra cosa que un riguroso tribunal de
prejuicios... Los actos de ternura de cualquier naturaleza eran
vistos como algo melindroso que nos provocaba una mezcla de sonrojo y
desprecio, pues nuestras formas eran casi siempre rudas y cortantes.
Nuestros saludos, pues, no iban más allá de un simple: "¿Ondi
hah andáu…?" con la cabeza gacha, y en un tono
hombruno y pueblerino debidamente impostado. Las niñas, sin embargo,
eran mucho más afectuosas entre ellas, y más dadas a besuqueos y
abrazos, algo que estaba sobradamente aceptado en su papel femenino.
Desde
muy niños nos enseñaron a decir frases como "hasta mañana si Dios quiere", al acostarnos; o "buenos días nos dé dios",
al levantarnos; cosa que hacíamos de manera mecánica y no siempre
con el mejor talante, ciertamente. La timidez o la falta de modales
mostrada por los más pequeños, enfadaba con frecuencia a nuestros
mayores. Los abuelos, sin ir más lejos, nos reprochaban a menudo
nuestra actitud con una palabra antigua, sacada de las arcas del
pasado, y que tantas veces nos tocó escuchar: "Zurrupiu".
De esta forma, ante cualquier situación en la que faltásemos al
oportuno cumplido, éramos tachados de “zurrupiuh” en tono severo
y gesto displicente: "Paécih un zurrupiu..., nos
decían, y nos íbamos cabizbajos, con el honor de haber recibido un
inesperado título, sin saber muy bien lo que era, pero con la
sensación de que algo no estaba en su sitio.
El
saludo entre los muchachones mayores, era un saludo varonil y
gamberro, a veces en forma de silbido, y preferentemente desde lejos,
para que tuviese el efecto deseado. Estos silbidos largos y castizos
se escuchaban indistintamente en los pueblos y en los campos; era una
forma ancestral y corriente de comunicación, que quizá hundía sus
raíces en las cuevas de la prehistoria... o vete tú a saber
dónde..., y hacía las veces de una tecnología de andar por casa
(sin batería) para las comunicaciones a media distancia, tal y como
podemos ver en los famosos silbos de La Gomera.
Andando
por el campo, un día cualquiera, podíamos oír uno de estos
mencionados silbidos y alzar la cabeza persuadidos de que nos
reclamaban desde lo alto de algún sitio, cuando en realidad el
silbido iba dirigido a algún animal despistado, o quizá se tratase
tan sólo de un zagalillo aprendiendo a silbar ante la inmensidad de
las vaguadas, sin llamar a nadie en particular, sino jugando tan sólo
con el eco…, o experimentando sus primeros escarceos con la
soledad.
Los
cumplidos meteorológicos, seguramente tuvieron su origen en
ambientes rurales, y luego se exportaron a las ciudades,
especialmente al espacio claustrofóbico de un ascensor; pero
nosotros pudimos oírlos directamente en los bellos escenarios que
adornaron nuestros años menudos: “Paeci que ha refrehcáu algu…
/ Sí, paeci que hoy jaci ya máh frehquinu".
Algunos
saludos toscos y primitivos que escuchamos en nuestra infancia, se
podían canjear perfectamente por gruñidos, graznidos, balidos,
chasquidos, rebuznos, relinchos… a veces onomatopeyas locales...
alaridos deformes... no sé... Se mezclaban los sonidos de la
naturaleza con los ruidos humanos, como en un variopinto festival
acústico donde a menudo se confundiese el hombre y la tierra, como
en el título de aquella serie televisiva del gran Félix Rodríguez
de La Fuente.
El
saludo hacia los ancianos era bastante recurrente, tanto en preguntas
como en respuestas. "¿Cómu anda uhtéh, tiu
Ambrosiu? / Vaaaah, ca’ veh peol hiju, loh viejuh vámuh toh pa’
baju..." Sus respuestas adivinaban un pesimismo crónico,
propio de cuando las derrotas prevalecen sobre las victorias, y las
cicatrices dejan marcas imborrables en los pellejos sobados por el
tiempo.
La
comunicación con los animales, estaba en sintonía con el ambiente
de la época, y, salvo excepciones, no era especialmente amable ni
abundaba mucho en delicadezas. En muchos casos solía dividirse en lo
algo así como "reclamo y despedida". La llamada a los
perros, podía ser quizá: “Tova tova" (frotando los dedos
índice y pulgar)…, y la despedida era directamente: "Durduuuu…",
dando un pisotón en el suelo... Para los gatos el acercamiento
podía procurarse a través del clásico... "Míiiiisinu",
y la despedida, “saaapeeee”, dando un par de palmadas en el
pantalón de pana... A las gallinas, con los populares “pítah
pítah" y “píruh píruh”... y en fin, a los burros, a las
ovejas, a los guarrapos (cerdos), a las cabras... y al resto de la
fauna doméstica se les llamaba de múltiples maneras, personalizadas
por cada sujeto o incluso propias de cada localidad. Así pues,
podíamos escuchar por todas partes sonidos de lo más variado y
surrealista: “Túmah túmah"…, "bechi bechi"…,
"raggggg"...
Aún
ha perdurado la sana costumbre campestre de saludar a todo hijo de
vecino que te encuentras por calles y caminos, ya sean locales o
forasteros; incluso los senderistas capitalinos que recorren las
rutas de nuestros pueblos, saludan a todo aquél que se tropiezan por
esas sendas de dios, en una sabia adaptación a las cercanas
costumbres rurales.
Según
decía un tal Mark Twain, escritor y humorista, “La buena educación
consiste en esconder lo bueno que pensamos de nosotros y lo malo que
pensamos de los otros.” Es tan simple como eso; pero bajarse del
ego debe ser como apearse de un tren en marcha al borde de un
terraplén, y ese vértigo no estamos dispuestos a afrontarlo.
Tengamos
a bien, al menos, seguir con los saludos y cumplidos que nos legaron
nuestros heroicos antepasados, que no cuestan dinero, y aún siguen
funcionando como el pegamento natural y accesible, que nos une como
personas, y consigue salvar, aunque sea por un instante, nuestras
torpes diferencias... Ale, venga, id con Dios.
JORGE
SÁNCHEZ MOHEDAS