Todo era paz y silencio, en una
calle cualquiera de nuestra infancia, una calle quizá poco
transitada, con dos o tres corrales y un par de viviendas... De
repente, de esquina a esquina, como saliendo de la nada, pasaba un
torbellino de niños corriendo y gritando; después se escuchaban sus
vocecillas alejarse hasta perderse en lontananza, volviendo la
quietud a imperar como norma en la calle solitaria donde nada se oía,
si acaso el leve ruido del maltratado plato de una bombilla en la
pared, ligeramente movido por el aire.
Los
pueblos alternaban momentos bullangueros con profundos silencios. De
aquellas bullas y algarabías del pasado ya hablamos largamente, y
ahora nos vamos a centrar en la mística del silencio... Hagamos un
ejercicio de memoria para volver a reencontrarnos con aquellos
sosiegos insuperables. Fueron pequeños instantes, momentos bellos
que, quizá, nos pasaron desapercibidos, pero que ahora, al recordarlos,
nos dejan un poso de felicidad del que en su día no fuimos
debidamente conscientes.
A
cualquiera que viviese en
una calle un poco retirada,
le bastaba
con asomarse un momento apoyado en el quicio de la puerta, para vivir
un rato de reposo y silencio, de ese
silencio exactamente aquí relatado,
aunque el
silencio pudiese verse alterado en cualquier instante por alguna
vecina jacarandosa
y resuelta, asomada a su respectiva puerta.
“¡Ehhh
Petra, vaya un airuchu que se acaba
de levantal…!”
Las
viejas en las solanas, por momentos dejaban de hablar, y quedaban
allí, estáticas, con el inapreciable movimiento de los dedos sobre
la aguja, convertidas en estatuas de bronce coronadas con sombrero de
paja... Mientras tanto, a su alrededor no se escuchaba nada, si acaso el liviano movimiento de las hojas de una parra.
En
este ambiente de paz y reposo, jugaban un papel destacado los
“serenos” de las casas. Esos lugares interiores al descubierto,
de suelos pétreos y parras verticales, se tornaban en sosegados
claustros medievales, donde sus privilegiados moradores quedaban al
margen de la calle, gozando de la paz monacal y gatuna que allí se
respiraba... Qué suerte dormir en una habitación que diese a un
sereno, exento de ruidos callejeros. En los serenos se sentaban a
coser las viejinas, junto al gato que se desperezaba tumbado sobre
las lanchas de cantería, mientras todo invitaba a la calma.
Cuántas
veces pudimos contemplar escenas como ésta: Un niño en una calle,
al cuidado de la abuela, haciendo equilibrios sobre una piedra
elevada... De repente, la voz estridente de la anciana rompía el
silencio, con ese fatalismo secular de nuestros mayores: "Ehtoy
viendu que te cais... ¡ehtoy viendu que
te caaaaais!"; porque las abuelas, sí, siempre repetían la
misma frase dos veces, y la segunda vez con un todo elevado,
amenazante, acompañado de un mohín desdentado, y una mirada
acusadora por encima de las gafas caídas.
Y
ya puestos a imaginar, podemos aventurarnos a proyectar en nuestra
mente escenas de la vida de nuestros mayores, con gran aproximación
a lo ocurrido… Podemos imaginar… no sé, a alguno de nuestros
abuelos en pleno campo al terminar la jornada; sentándose a
descansar en un cancho, mientras limpia con su antebrazo el sudor de
la frente, en la calma absoluta del atardecer… Allí, en la soledad
de un prado verde y florido (como fondo de un lienzo impresionista),
mirando el cielo rojizo en la cresta de las sierras, entre vencejos
revoloteando los aires y el olor a poleo de un regato cercano.
A
veces, en la serenidad
primaveral de los campos, entre una paz inusitada con olor a escobas,
podíamos escuchar a lo lejos los balidos de las ovejas y sus campanillos..., o a diversos
pájaros, algunos ya
extintos; pero eran ruidos diluidos
en el sosiego
de los campos, ruidos compatibles con la propia naturaleza del
silencio... Hasta incluso, al detener nuestros pasos, escuchábamos
levemente el ruidecillo
eléctrico
de los cables de las torretas de la luz.
Grillos,
chicharras, cucos, cárabos nocturnos, ruiseñores en los álamos de
los arroyos... y demás pequeña fauna con sus ruidos amables,
se integraban en la paz de los paisajes, como miembros de pleno
derecho de aquella hermosa cofradía del silencio.
Nadie
mejor que los niños que cambiamos
bruscamente el pueblo por
el asfalto, para
percibir ese frente
acústico metropolitano,
que nos
tocó encarar
en la nueva existencia urbanita... Incluso
desde nuestra habitación,
al dormir, nos
invadían constantes y
molestos ruidos nocturnos
de coches, motos
estridentes, camiones de la basura cargando y descargando... Nada
que ver con nuestro pasado pueblerino.
Fue ahí,
en esos pequeños detalles, donde
empezamos a maliciarnos de
que no era todo oro lo que nos habían vendido.
Hasta
la luna guardaba silencio en las noches de agosto... De niño miraba
los imponentes cielos estrellados del estío, y me veía a mi mismo
flotando y avanzando entre los astros, imaginando un silencio sideral
inexplicable con palabras, tan sólo alterado por los grillos
incansables de la noche veraniega.
Uno
de los declarados enemigos del silencio rural, era... sí,
efectivamente, lo habéis adivinado,
el reloj del campanario, que nos devolvía sin delicadeza al mundo de
los vivos, con su inoportuna insolencia de
bronce, bajándonos
bruscamente
desde las nubes hacia el suelo de rollos de nuestra calle. Al
escuchar los castañazos del badajo, todo volvía a su sitio, y la
realidad se hacía cruelmente presente... A propósito de este
asunto, desde niño escuché una anécdota real, que podría encajar
perfectamente en cualquier novela de Camilo José Cela. Un hombre del
pueblo, por los años 50, tenía tal facilidad para expeler
ventosidades a placer, que cuando caminaba por las calles, al sonar
las campanadas del reloj, a cada golpe respondía con un cuesco seco
y sonoro, y aunque sonasen las doce no importaba... Lo hacía
simplemente como un juego, como un divertimento que pusiese el
contrapunto en el tragicómico
discurrir de las vidas campesinas... Cuentan los testigos que nuestro
original protagonista ni siquiera se reía, ni estaba al tanto de que
hubiese o no espectadores contemplando la escena. Era un ritual
inserto en
su rutina
cotidiana, donde lo
escatológico se hacía
soluble en
el realismo mágico de las
pequeñas aldeas... Aquellos cuescos hombrunos y garbanceros,
frecuentes rompedores del silencio, a veces cortos, o a veces
prolongados, formaron parte de la banda sonora de nuestra infancia.
Y
cómo no, una vez más toca citar a los felinos, esos grandes
maestros del silencio, expertos funambulistas
de repisas y tejados, capaces de acariciar
las tejas en las horas silentes de la siesta, sin hacer ruido alguno,
como si fuesen hologramas
que pasasen de puntillas
por la vida aldeana,
convirtiéndolo todo en
las tomas falsas de alguna
película donde alguien hubiese bajado el volumen para siempre...
Otra
de las múltiples escenas que pudieran ilustrar este texto, podría
ser la siguiente: por una calle tranquila, de repente escuchamos por
la ventanilla de una cocina, a una madre temperamental gritando a un
niño: "¡Cómite toah lah patátah, no me
déjih en el platu picapláhtah!" (picaplastas: restos de
comidas)... Los silencios, como podemos ver, eran sobradamente
frágiles: tan pronto estaban como inopinadamente desaparecían...
Uno
de los momentos mágicos de contraste entre el sosiego y la algazara
infantil, se daba en los trigales durante el mes de mayo. Los pájaros
bajaban como corsarios de los aires al asalto del trigo…
Inmediatamente, un palo sobre un bote de hojalata, en manos de una
niña, rompía en un instante la paz allí encontrada... y los
pequeños piratas volanderos levantaban el vuelo, sabedores de tener
incontables oportunidades de asaltar el botín... A lo lejos se
escuchaban voces infantiles oxeando pájaros con aprendidas
cancioncillas que se llevaba el aire tranquilo de la tarde. Era una
lucha sin cuartel, sí, entre ruidos y silencios, una lucha
irreconciliable, donde los primeros fuesen Montescos y los segundos
Capuletos.
Nuestros
abuelos en su mayoría estaban un poco tenientes, y nos obligaban a
hablarles en voz alta. "Háblame
reciu" (háblame alto) nos decían. Y nosotros le
hablábamos recio, para romper el silencio que habitaba sus sorderas.
Después nos decían cosas pesimistas y graciosas, como: "Ehtoy
ca vez máh sordu; los viejus tenémuh ya muchuh
calendáriuh (calendarios: achaques de la edad).
Aunque el peor calendario de todos, era el propio calendario colgado
en la pared, que les recordaba su paso implacable camino del silencio
último.
¿Qué
campesino que se precie, no dio alguna cabezada a la sombra de una
encina, o quizá de una higuera? Las hojas de las higueras hacían
las veces de celosías, por las que se colaban los rayos del sol, que
por momentos deslumbraban al sufrido durmiente, espabilándole
ligeramente el sueño. Luego, todo volvía a la quietud y
al ronquido, hasta que en
otro instante cualquiera,
le caía una breva en la cabeza, como a Newton le cayó la manzana.
La ley de la gravedad que regía aquellas vidas locales,
era distinta a la de
Newton…, era una
gravedad
trufada de duelos y quebrantos, y no precisamente cervantinos.
En
la hora de siesta el pueblo entero estaba un poco "asorongáu"
(adormitado), y cualquier ruido perturbaba el descanso de los
parroquianos, en esa franja sagrada del día donde todo quedaba a
merced de la misericordia de los viandantes, cuando un simple rebuzno
de un burro en un corral, equivalía al Do de pecho de un tenor…, o
una patada a un bote callejero, a una traca valenciana por San
José...; y una "roanga" (aro metálico infantil sacado de
una llanta de bicicleta), rodando por las calles, podía recordar al
estruendo de un carruaje decimonónico... La suerte estaba echada, y
el reposo puesto en almoneda.
Y
así una larga retahíla
de silencios y momentos de paz dignos de recordar: el silencio de las
trojes, con el ruido sutil de la carcoma…; el silencio de los
pajares, con algún moscón intermitente…; el silencio de las
estancias húmedas y olvidadas, con retratos
de antepasados y telarañas hacendosas…; el silencio de las casas
de los abuelos, con el fuego hipnótico de la lumbre, y las sombras
proyectadas bailando sobre las paredes de cal…; el silencio del
estío, con labriegos y
bestias cabizbajas
volviendo como tristes guerreros derrotados…; el silencio después
de las tormentas, asomados a puertas y ventanas…; el silencio
profundo de la noche,
madrugada adentro, tan
sólo alterado por el breve chillido de alguna lechuza imperceptible
sobrevolando los tejados…
el silencio… el
silencio...
De
aquella magia de la quietud vivida…, de aquella serenidad y su
magisterio, pudimos entender la importancia inadvertida del silencio,
y hasta incluso la conveniencia de guardarlo cuando la ignorancia y
la soberbia se conjuran en nuestra contra; como bien nos recordase
Don Pedro Calderón de la Barca en aquel irónico verso: "Cuando
tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor
calla".
Era
todo en aquel tiempo una lucha grecorromana entre claros y oscuros,
siempre a merced de un orden arbitrario que alteraba nuestras vidas
agrestes, pero todo se tornaba amable y distinto, en aquellos
pequeños momentos, cuando la calma venía a rescatarnos como un
regalo del cielo, cuando todo paraba su curso... cuando nada se oía.
JORGE
SÁNCHEZ MOHEDAS