viernes, 29 de noviembre de 2013

Los vigilantes del melonar


Nada que ver con ninguna serie hortera de la todopoderosa industria televisiva americana, con bellezas exuberantes y plastificadas, sino más bien con la marginal y “nadapoderosa” industria extremeña de la indigencia, que nos hacía custodiar los escasos bienes agropecuarios, en una dura batalla existencial propia de aquellas tierras de surco, cebolla, patatal y melonar.

Pues sí, como bien habéis adivinado, estos otros vigilantes nativos eran, mayormente, de porte aldeano, de boina pasada por tierra de cortinal, de pantalón de pana zurcido en solana invernal, y colillas de Celtas Cortos, o Ideales, en la comisura de los labios. Vigilaban, sí, el melonar, el sandial, el patatal, el trigal, el huerto, la viña, los higos…, y se vigilaban los unos a los otros, en un estado natural siempre en guardia, que es el estado que nace del polvo viciado de la desconfianza.

Algunas noches los campesinos dormían a campo, y no por el placer al uso en nuestro tiempo, sino, una vez más (y ya tan remachado aquí), por simple y pura necesidad. Casi todo en aquel tiempo era por necesidad, excepto algunas pocas y pequeñas cosas que, por tanto, se disfrutaban con el júbilo que brota de lo excepcional. En verano se dormía en el melonar, para preservarlo de los hurtos que nacían, a veces, de la pura rapiña, pero otras, las más, de la propia penuria, casi idéntica entre el raterillo y el dueño de tan parcos bienes. Era una lucha de remiendo compartido, donde no hurtaban pobres a ricos, sino pobres a menos pobres; eran los Rinconete y Cortadillo de Cervantes, frente al minifundista de la nada; los pobres de los cuadros de Murillo frente al recto labrador de la pena y la quimera, enfrentados en la áspera soledad de un surco provinciano; eran, entre todos, el Carpanta de José Escobar comiendo el muslo de pollo bajo el puente de los sueños y el deseo.

En alguna ocasión, sin embargo, el dueño del fruto tenía un cierto grado de empatía con la necesidad de sus semejantes. Contaba mi abuelo, con ironía magistral, que cierto paisano de su tiempo (cuyo nombre omitiré), un buen día descubrió a un par de famélicos hombres de posguerra comiéndole los higos de una higuera. Este buen lugareño, sabio y genial en muchos de sus lances, decidió permanecer oculto y en silencio, sabedor, ciertamente, de que el hambre se repartía entre las personas de aquel tiempo con la misma "generosidad" que la opulencia en los sacos de la usura.  Allí, escondido, observó cómo los comensales disfrutaban de su improvisado trofeo de saqueo estival y silencio de siesta. El hombre, oculto, con sonrisa cómplice, disfrutaba al ver a aquellos pobres diablos saciarse en detrimento propio. Pero, hete aquí, que una vez ahítos del preciado fruto, los raterillos comenzaron a comer y a tirar los pellejos de los higos de manera rápida y desordenada, con lo cual, el ponderado y virtuoso hombre, salió al encuentro y les gritó: “¡Alto ahí!, hasta ahora he visto que habéis comido limpio y bien, y me hago cargo, pero este derroche ya no lo puedo consentir”.

En los días de mayo se cuidaban los campos de cebada y trigo, pero esta vez no del hurto sigiloso del humano, sino del expolio inocente y frugal de los pájaros, aquellos denostados duendecillos del aire, que bajaban, también, a compartir la fiesta antagónica de la supervivencia. Esta otra suerte de custodia solía tocar a niños y mujeres, mientras los hombres se afanaban en tareas de más envergadura. Ahuyentar a los pájaros, en extremeño, se llamaba “Joseal pájaros”. El término “joseal” provenía de "oxear": espantar aves domésticas. A los pájaros se los “joseaba” con gritos, tocando palos en “calambucos de lata”, moviendo campanillos y con toda clase de artilugios de percusión rural. En algunos casos se intentaba disuadir a tan esquivos personajes mediante el uso de espantapájaros, pero con poco éxito. El espantapájaros extremeño, como podéis imaginar, nada tenía que ver con su homónimo del cine americano, grande y bien alimentado, que simulaba a un robusto granjero, o al mismísimo tío Sam. El espantapájaros nuestro, era un triste y flaco muñeco local, desnutrido, “renegrío”, famélico y taciturno; quizá por eso los pájaros, al final, se posaban en él como en una rama más de tantas, dejándole su consiguiente regalo excremental. Nuestro muñeco labriego estaba hecho tan sólo con un par de palos en forma de cruz, un pantalón de catorce remiendos y un saco roto de esparto como vestimenta, junto a un humilde y ajado sombrero de paja, que había sufrido el paso de varias eras… eras de trilla y parva, se entiende. Era un muñeco, en fin, crucificado al sol, como una clara metáfora de la inclemencia de aquel tiempo.

En la batalla sin cuartel frente a los pájaros, algunos campesinos, incluso, optaban por colocar una especie de pequeño cañón, que sonaba a lo lejos tímido y tembloroso, y que apenas espantaba a los pájaros, sino más bien a los burros que iban por los caminos, o a las mujeres con el baño de ropa a la cabeza, cuyo baño, ante el susto, acababa por los suelos en no pocas ocasiones.

Por las hermosas tardes de aquellas primaveras de trigales y espigas, se escuchaba un festival de ruidos aleatorios y gritos descompasados: ¡¡Ojooooo, pájaruh revolanderuh, que soh coméih la cebá de mi agüeeeeluuuuu!!; ¡¡Ojooooo, pájaruh culonih, que soh coméih la cebá y moh dejáih loh troncoooonihhhhh!!  Y realmente era así, los pájaros dejaban los troncones a los pobres paisanos, los troncones figurados de la miseria, los del rigor mortificante de la desesperanza.

Los niños corrían gritando a los pájaros, los pájaros volaban y volvían, la primavera era una romería convulsa y contradictoria, un festejo de flores, belleza y escasez. Los niños, como siempre, revertían todo aquello en jolgorio y alegría. No hurtaré unas espigas, no, pero sí unos versos a Juan Ramón Jiménez que dicen: “Yerra la primavera, es la fiesta del que corre y del que vuela”.

La primera noche que un niño duerme al raso en nuestros días, suele ser en campamentos de verano, en cambio, en aquel tiempo, la primera vez, era más bien una noche con el abuelo en la era, o en el melonar. En la segunda opción fue mi caso. Allí, también, fue la primera vez que quedé absorto, instantes antes de dormir, mirando boca arriba el firmamento. ¡Qué inmensidad inalcanzable!; parecía estar flotando por entre las galaxias y no podía entender muy bien, aún desde el prisma limitado de un niño de pueblo, que nosotros, allí, tan a ras de la nada, pudiéramos preocuparnos de un simple melonar; nosotros, sí, pendientes de dos o tres melones arriba o abajo, mientras en lo más alto se debatía la distancia sideral de los astros. ¿Cómo creer que aquello fuera tan sólo fruto de la casualidad? Ante aquella inconmensurable y abrumadora magnitud estelar, cabía pensar, tal vez, que el creador de todo aquello, en su afán de magisterio, nos quisiera mostrar (entonces y ahora) la altura exacta de nuestra ridícula soberbia.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com


sábado, 16 de noviembre de 2013

Agua poco corriente



En algunos pueblos, de los tiempos aquí relatados, no hubo agua corriente hasta principios de los ochenta. Es algo que pudiera parecer increíble, sonrojante o hilarante, pero a la sufrida gente de aquella misérrima época, le parecía de lo más normal: qué remedio. Ya los mismísimos romanos, dos mil años atrás, hicieron canalizaciones para llevar el agua a las viviendas, y hasta letrinas para sus momentos más íntimos. Hasta los Vikingos, famosos por su escasa devoción hacia la higiene, colocaban al lado de las casas de madera, una especie de pequeñas casetillas a modo de cuarto de baño. Desconozco los hábitos de lusitanos y vetones, por citar pueblos que habitaron antaño estas latitudes; pero nosotros, una vez más, éramos más chulos que nadie, desafiando la lógica evolución cronológica de la historia. Nosotros, sí, que no éramos romanos, sino más bien espartanos, pero de esparto de “serón y aguaera”; nosotros, sí, que hasta hace poco, conseguimos subvertir el curso normal del tiempo, instalados en una suerte de Pleistoceno tardío, o “Tardopleistoceno”, que resulta más culto.

La carencia de tan vital elemento en las casas, se resolvía de manera poco delicada, pues ya hemos convenido aquí que las delicadezas… y esas tonterías, eran un “bocatto di cardinale” poco frecuente y de mala prensa local.

El agua se acarreaba hacia las casas desde pozos cercanos al pueblo, en una escena puramente bíblica, que recordaba a los paisajes y figuras que podíamos ver en los nacimientos navideños. Por los caminos del agua se cruzaban burros con aguaderas, carretos con bombonas de plástico, mujeres con cántaros en la cadera o la cabeza, portados con “rodilla”, que así se llamaba la almohadilla colocada en la testa de las “jerrizas” y enlutadas mujeres rurales.

En los hogares había una pequeña tinaja de barro, de boca ancha, cubierta con un plato y, encima de éste, un puchero de porcelana, despostillado, que servía para coger el agua y beber todos… ¡sí, sí, todos por el mismo recipiente, faltaría más! Los niños algo más escrupulosos, bebíamos por la parte menos usada del puchero, como, por ejemplo, la zona más próxima al agarradero, aún a riesgo de que algún abuelo te llamase señorito, sarnoso o “tiquihmiqui”, o te dijese cosas como: “Cuandu vayah a la mili te van a quital lah tonteríah”.

La parte más escatológica de todo esto, como podéis imaginar, resultaba, cómo no, a la hora de hacer aguas menores y, sobre todo, mayores. Para estas últimas, los hombres usaban el eufemismo de “ir a tirar los pantalones”, cosa harto difícil, pues en aquel tiempo de estrechez y economía bajo mínimos, no se tiraba absolutamente nada.

Los corrales cumplían la función de letrina sólo para casos excepcionales: niños muy pequeños, mujeres en las noches de lluvia… y para de contar. El resto del personal tenía que aceptar el exilio a las zonas periféricas del pueblo reservadas al efecto. No es que hubiera una adaptación municipal sobre el asunto, ni nada parecido, sino que, estos amplios y desordenados retretes campestres, se establecían de manera tácita por los vecinos de los distintos barrios. Digamos que, cada zona del pueblo, tenía un “defecódromo” próximo, al cuál se acudía por una razón meramente geográfica. Estas zonas tenían nombres del tipo: “El arroyo de los perales”, “Los charcones”, “La cañá”, etc. 

Los lugares anteriormente referidos, solían estar en arroyos con higueras y cierta espesura, para preservar la intimidad de la clientela. El usuario del mencionado sitio excremental, acudía por allí, no sin cierta vergüenza, y la escena era más o menos la siguiente: Se llegaba disimulando, como si no fueras a lo que realmente ibas, sino tal vez a coger... unos higos... o a tapar un portillo de un cortinal, pues se corría el riesgo de que el servicio estuviera ocupado, y, en tal caso, te quedabas en las proximidades, disimulando, como si no fuera contigo la cosa.

La gente un poco más fina solía llevar en el bolsillo, a modo de papel higiénico, una hoja del periódico “Abc”, al que estaba suscrito el abuelo. Pero, una amplia mayoría, solía emplear un útil más común en la naturaleza, que podríamos patentar como… “la piedra higiénica” (imagino a Los Picapiedra en tal lance). La “piedra higiénica” no siempre lo era, pues, una de las mayores preocupaciones del usuario bisoño, era observar con detenimiento el anverso y reverso del reseñado mineral de guijarro o granito, pues no era nada extraño que ésta, la piedra, fuese de uso frecuente, y hasta incluso reciente, y fuera portadora de alguna abstracta obra pictórica de estilo dadaísta. El avezado parroquiano, por contra, solía recolectar “las piedras higiénicas” a una cierta distancia del servicio; es lo que tiene la pericia que nace en las procelosas aguas de la supervivencia. Otro riesgo frecuente era… vamos a denominarlo: “el campo minado”. Había, claro está, un número indeterminado de minas antipersona, generalmente ocultas bajo las hojas de las higueras, con peligrosas deposiciones rurales, que obligaban a levantar el pie como las grullas en las lagunas, o a dar un paso hacia delante, hacia atrás, o hacia los lados, imitando al genial e irrepetible Chiquito de la Calzada. En fin, toda una serie de peripecias que hacían que, los pobres estreñidos de hoy, fueran privilegiados en aquel tiempo.

Si tu dolor de barriga, amigo lector, fruto de la risa que adivino, te deja seguir leyendo, te diré que, todo lo aquí glosado, fue tan cierto como la vida misma. Si imaginamos que, para nuestros abuelos, estos tiempos relatados no eran nada confrontados con los vividos por ellos tiempo atrás, podemos deducir que, los anteriormente mencionados romanos o vikingos, eran puros “metrosexuales” a su lado.

Un buen día, recién entrados los ochenta, se iniciaron las obras de canalización y acometida del agua corriente en los edificios, que marcaron un antes y un después en la vida de tan rudos habitantes. Aún había algunos viejos, de los más duros de pelar, que se negaban a pagar la acometida en su casa, y otros, como mucho, aceptaban la acometida, pero tan sólo instalaban un grifo y un buzón junto a la puerta de la entrada. En cambio, en la mayoría de hogares, se construyeron los primeros cuartos de baño, con numerosas bromas y chascarrillos por parte de algunos ancianos, como, por ejemplo, alguno que, al ver la bañera tan grande, decía cosas del estilo: “Ahí cabemos la mujer, la burra y yo”.

Atrás quedó el baño en el río al acabar la era, los pies lavados en la palangana, el abuelo afeitándose en el viejo palanganero, con la camiseta blanca de tirantes; atrás quedó el agua como un lujo en el exiguo gobierno rural de la pobreza. Ahora, cuando cortan el agua un sólo día, la gente se siente extraña e incómoda..., ¡qué paradoja!

Hemos tirado, metafóricamente, muy pronto de la cadena. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, que diría el poeta, pero no está demás reconocer con humildad este pasado reciente que nos muestra el origen de donde verdaderamente venimos.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com