Nada que ver con ninguna serie hortera
de la todopoderosa industria televisiva americana, con bellezas exuberantes y
plastificadas, sino más bien con la marginal y “nadapoderosa” industria extremeña
de la indigencia, que nos hacía custodiar los escasos bienes agropecuarios, en
una dura batalla existencial propia de aquellas tierras de surco, cebolla, patatal y
melonar.
Pues sí, como bien habéis adivinado,
estos otros vigilantes nativos eran, mayormente, de porte aldeano, de boina
pasada por tierra de cortinal, de pantalón de pana zurcido en solana invernal, y
colillas de Celtas Cortos, o Ideales, en la comisura de los labios. Vigilaban, sí,
el melonar, el sandial, el patatal, el trigal, el huerto, la viña, los higos…, y se vigilaban los unos a los otros, en un estado natural siempre en guardia, que es el estado
que nace del polvo viciado de la desconfianza.
Algunas noches los campesinos dormían a campo, y no por el placer al uso en nuestro tiempo, sino, una vez más (y ya tan
remachado aquí), por simple y pura necesidad. Casi todo en aquel tiempo era por
necesidad, excepto algunas pocas y pequeñas cosas que, por tanto, se
disfrutaban con el júbilo que brota de lo excepcional. En verano se dormía en
el melonar, para preservarlo de los hurtos que nacían, a veces, de la pura
rapiña, pero otras, las más, de la propia penuria, casi idéntica entre el
raterillo y el dueño de tan parcos bienes. Era una lucha de
remiendo compartido, donde no hurtaban pobres a ricos, sino pobres a menos
pobres; eran los Rinconete y Cortadillo de Cervantes, frente al minifundista
de la nada; los pobres de los cuadros de Murillo frente al recto labrador de la
pena y la quimera, enfrentados en la áspera soledad de un surco provinciano;
eran, entre todos, el Carpanta de José Escobar comiendo el muslo de pollo bajo
el puente de los sueños y el deseo.
En alguna ocasión, sin embargo,
el dueño del fruto tenía un cierto grado de empatía con la necesidad de sus
semejantes. Contaba mi abuelo, con ironía magistral, que cierto paisano de su
tiempo (cuyo nombre omitiré), un buen día descubrió a un par de famélicos
hombres de posguerra comiéndole los higos de una higuera. Este buen lugareño,
sabio y genial en muchos de sus lances, decidió permanecer oculto y en
silencio, sabedor, ciertamente, de que el hambre se repartía entre las personas
de aquel tiempo con la misma "generosidad" que la opulencia en los sacos de la
usura. Allí, escondido, observó cómo los
comensales disfrutaban de su improvisado trofeo de saqueo estival y silencio de
siesta. El hombre, oculto, con sonrisa cómplice, disfrutaba al ver a aquellos
pobres diablos saciarse en detrimento propio. Pero, hete aquí, que una vez
ahítos del preciado fruto, los raterillos comenzaron a comer y a tirar los
pellejos de los higos de manera rápida y desordenada, con lo cual, el ponderado
y virtuoso hombre, salió al encuentro y les gritó: “¡Alto ahí!, hasta ahora he visto que habéis comido limpio y bien, y me
hago cargo, pero este derroche ya no lo puedo consentir”.
En los días de mayo se cuidaban los
campos de cebada y trigo, pero esta vez no del hurto sigiloso del humano, sino
del expolio inocente y frugal de los pájaros, aquellos denostados duendecillos
del aire, que bajaban, también, a compartir la fiesta antagónica de la
supervivencia. Esta otra suerte de custodia solía tocar a niños y mujeres,
mientras los hombres se afanaban en tareas de más envergadura. Ahuyentar a los
pájaros, en extremeño, se llamaba “Joseal pájaros”. El término “joseal” provenía de "oxear": espantar aves domésticas. A
los pájaros se los “joseaba” con gritos, tocando palos en “calambucos de lata”, moviendo campanillos y con toda clase de artilugios de percusión rural. En algunos
casos se intentaba disuadir a tan esquivos personajes mediante el uso de
espantapájaros, pero con poco éxito. El espantapájaros extremeño, como podéis
imaginar, nada tenía que ver con su homónimo del cine americano,
grande y bien alimentado, que simulaba a un robusto granjero, o al mismísimo tío
Sam. El espantapájaros nuestro, era un triste y flaco muñeco local, desnutrido, “renegrío”,
famélico y taciturno; quizá por eso los pájaros, al final, se posaban en él
como en una rama más de tantas, dejándole su consiguiente regalo excremental. Nuestro
muñeco labriego estaba hecho tan sólo con un par de palos en forma de cruz, un
pantalón de catorce remiendos y un saco roto de esparto como vestimenta, junto a
un humilde y ajado sombrero de paja, que había sufrido el paso de varias eras…
eras de trilla y parva, se entiende. Era un muñeco, en fin, crucificado al sol, como una clara metáfora de la inclemencia de aquel tiempo.
En la batalla sin cuartel frente
a los pájaros, algunos campesinos, incluso, optaban por colocar una especie de pequeño
cañón, que sonaba a lo lejos tímido y tembloroso, y que apenas espantaba a los
pájaros, sino más bien a los burros que iban por los caminos, o a las mujeres
con el baño de ropa a la cabeza, cuyo baño, ante el susto, acababa por los suelos en no pocas
ocasiones.
Por las hermosas tardes de
aquellas primaveras de trigales y espigas, se escuchaba un festival de ruidos
aleatorios y gritos descompasados: ¡¡Ojooooo,
pájaruh revolanderuh, que soh coméih la cebá de mi agüeeeeluuuuu!!; ¡¡Ojooooo,
pájaruh culonih, que soh coméih la cebá y moh dejáih loh troncoooonihhhhh!! Y realmente era así, los pájaros dejaban los
troncones a los pobres paisanos, los troncones figurados de la miseria, los del
rigor mortificante de la desesperanza.
Los niños corrían gritando a los
pájaros, los pájaros volaban y volvían, la primavera era una romería convulsa y
contradictoria, un festejo de flores, belleza y escasez. Los niños, como
siempre, revertían todo aquello en jolgorio y alegría. No hurtaré unas espigas,
no, pero sí unos versos a Juan Ramón Jiménez que dicen: “Yerra la primavera, es
la fiesta del que corre y del que vuela”.
La primera noche que un niño
duerme al raso en nuestros días, suele ser en campamentos de verano, en cambio,
en aquel tiempo, la primera vez, era más bien una noche con el abuelo en la era, o en el melonar. En la segunda opción fue mi caso. Allí, también, fue la primera
vez que quedé absorto, instantes antes de dormir, mirando boca arriba el
firmamento. ¡Qué inmensidad inalcanzable!; parecía estar flotando por entre las
galaxias y no podía entender muy bien, aún desde el prisma limitado de un niño
de pueblo, que nosotros, allí, tan a ras de la nada, pudiéramos preocuparnos de
un simple melonar; nosotros, sí, pendientes de dos o tres melones arriba o
abajo, mientras en lo más alto se debatía la distancia sideral de los astros.
¿Cómo creer que aquello fuera tan sólo fruto de la casualidad? Ante aquella inconmensurable y abrumadora magnitud estelar, cabía pensar, tal vez, que el creador de todo aquello, en su afán de magisterio, nos
quisiera mostrar (entonces y ahora) la altura exacta de nuestra ridícula
soberbia.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com