sábado, 16 de noviembre de 2013

Agua poco corriente



En algunos pueblos, de los tiempos aquí relatados, no hubo agua corriente hasta principios de los ochenta. Es algo que pudiera parecer increíble, sonrojante o hilarante, pero a la sufrida gente de aquella misérrima época, le parecía de lo más normal: qué remedio. Ya los mismísimos romanos, dos mil años atrás, hicieron canalizaciones para llevar el agua a las viviendas, y hasta letrinas para sus momentos más íntimos. Hasta los Vikingos, famosos por su escasa devoción hacia la higiene, colocaban al lado de las casas de madera, una especie de pequeñas casetillas a modo de cuarto de baño. Desconozco los hábitos de lusitanos y vetones, por citar pueblos que habitaron antaño estas latitudes; pero nosotros, una vez más, éramos más chulos que nadie, desafiando la lógica evolución cronológica de la historia. Nosotros, sí, que no éramos romanos, sino más bien espartanos, pero de esparto de “serón y aguaera”; nosotros, sí, que hasta hace poco, conseguimos subvertir el curso normal del tiempo, instalados en una suerte de Pleistoceno tardío, o “Tardopleistoceno”, que resulta más culto.

La carencia de tan vital elemento en las casas, se resolvía de manera poco delicada, pues ya hemos convenido aquí que las delicadezas… y esas tonterías, eran un “bocatto di cardinale” poco frecuente y de mala prensa local.

El agua se acarreaba hacia las casas desde pozos cercanos al pueblo, en una escena puramente bíblica, que recordaba a los paisajes y figuras que podíamos ver en los nacimientos navideños. Por los caminos del agua se cruzaban burros con aguaderas, carretos con bombonas de plástico, mujeres con cántaros en la cadera o la cabeza, portados con “rodilla”, que así se llamaba la almohadilla colocada en la testa de las “jerrizas” y enlutadas mujeres rurales.

En los hogares había una pequeña tinaja de barro, de boca ancha, cubierta con un plato y, encima de éste, un puchero de porcelana, despostillado, que servía para coger el agua y beber todos… ¡sí, sí, todos por el mismo recipiente, faltaría más! Los niños algo más escrupulosos, bebíamos por la parte menos usada del puchero, como, por ejemplo, la zona más próxima al agarradero, aún a riesgo de que algún abuelo te llamase señorito, sarnoso o “tiquihmiqui”, o te dijese cosas como: “Cuandu vayah a la mili te van a quital lah tonteríah”.

La parte más escatológica de todo esto, como podéis imaginar, resultaba, cómo no, a la hora de hacer aguas menores y, sobre todo, mayores. Para estas últimas, los hombres usaban el eufemismo de “ir a tirar los pantalones”, cosa harto difícil, pues en aquel tiempo de estrechez y economía bajo mínimos, no se tiraba absolutamente nada.

Los corrales cumplían la función de letrina sólo para casos excepcionales: niños muy pequeños, mujeres en las noches de lluvia… y para de contar. El resto del personal tenía que aceptar el exilio a las zonas periféricas del pueblo reservadas al efecto. No es que hubiera una adaptación municipal sobre el asunto, ni nada parecido, sino que, estos amplios y desordenados retretes campestres, se establecían de manera tácita por los vecinos de los distintos barrios. Digamos que, cada zona del pueblo, tenía un “defecódromo” próximo, al cuál se acudía por una razón meramente geográfica. Estas zonas tenían nombres del tipo: “El arroyo de los perales”, “Los charcones”, “La cañá”, etc. 

Los lugares anteriormente referidos, solían estar en arroyos con higueras y cierta espesura, para preservar la intimidad de la clientela. El usuario del mencionado sitio excremental, acudía por allí, no sin cierta vergüenza, y la escena era más o menos la siguiente: Se llegaba disimulando, como si no fueras a lo que realmente ibas, sino tal vez a coger... unos higos... o a tapar un portillo de un cortinal, pues se corría el riesgo de que el servicio estuviera ocupado, y, en tal caso, te quedabas en las proximidades, disimulando, como si no fuera contigo la cosa.

La gente un poco más fina solía llevar en el bolsillo, a modo de papel higiénico, una hoja del periódico “Abc”, al que estaba suscrito el abuelo. Pero, una amplia mayoría, solía emplear un útil más común en la naturaleza, que podríamos patentar como… “la piedra higiénica” (imagino a Los Picapiedra en tal lance). La “piedra higiénica” no siempre lo era, pues, una de las mayores preocupaciones del usuario bisoño, era observar con detenimiento el anverso y reverso del reseñado mineral de guijarro o granito, pues no era nada extraño que ésta, la piedra, fuese de uso frecuente, y hasta incluso reciente, y fuera portadora de alguna abstracta obra pictórica de estilo dadaísta. El avezado parroquiano, por contra, solía recolectar “las piedras higiénicas” a una cierta distancia del servicio; es lo que tiene la pericia que nace en las procelosas aguas de la supervivencia. Otro riesgo frecuente era… vamos a denominarlo: “el campo minado”. Había, claro está, un número indeterminado de minas antipersona, generalmente ocultas bajo las hojas de las higueras, con peligrosas deposiciones rurales, que obligaban a levantar el pie como las grullas en las lagunas, o a dar un paso hacia delante, hacia atrás, o hacia los lados, imitando al genial e irrepetible Chiquito de la Calzada. En fin, toda una serie de peripecias que hacían que, los pobres estreñidos de hoy, fueran privilegiados en aquel tiempo.

Si tu dolor de barriga, amigo lector, fruto de la risa que adivino, te deja seguir leyendo, te diré que, todo lo aquí glosado, fue tan cierto como la vida misma. Si imaginamos que, para nuestros abuelos, estos tiempos relatados no eran nada confrontados con los vividos por ellos tiempo atrás, podemos deducir que, los anteriormente mencionados romanos o vikingos, eran puros “metrosexuales” a su lado.

Un buen día, recién entrados los ochenta, se iniciaron las obras de canalización y acometida del agua corriente en los edificios, que marcaron un antes y un después en la vida de tan rudos habitantes. Aún había algunos viejos, de los más duros de pelar, que se negaban a pagar la acometida en su casa, y otros, como mucho, aceptaban la acometida, pero tan sólo instalaban un grifo y un buzón junto a la puerta de la entrada. En cambio, en la mayoría de hogares, se construyeron los primeros cuartos de baño, con numerosas bromas y chascarrillos por parte de algunos ancianos, como, por ejemplo, alguno que, al ver la bañera tan grande, decía cosas del estilo: “Ahí cabemos la mujer, la burra y yo”.

Atrás quedó el baño en el río al acabar la era, los pies lavados en la palangana, el abuelo afeitándose en el viejo palanganero, con la camiseta blanca de tirantes; atrás quedó el agua como un lujo en el exiguo gobierno rural de la pobreza. Ahora, cuando cortan el agua un sólo día, la gente se siente extraña e incómoda..., ¡qué paradoja!

Hemos tirado, metafóricamente, muy pronto de la cadena. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, que diría el poeta, pero no está demás reconocer con humildad este pasado reciente que nos muestra el origen de donde verdaderamente venimos.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com