La carencia de tan vital elemento en las casas, se resolvía
de manera poco delicada, pues ya hemos convenido aquí que las delicadezas… y
esas tonterías, eran un “bocatto di cardinale” poco frecuente y de mala prensa
local.
El agua se acarreaba hacia las casas desde pozos cercanos
al pueblo, en una escena puramente bíblica, que recordaba a los paisajes y
figuras que podíamos ver en los nacimientos navideños. Por los caminos del agua
se cruzaban burros con aguaderas, carretos con bombonas de plástico, mujeres
con cántaros en la cadera o la cabeza, portados con “rodilla”, que así se
llamaba la almohadilla colocada en la testa de las “jerrizas” y enlutadas
mujeres rurales.
En los hogares había una pequeña tinaja de barro, de boca
ancha, cubierta con un plato y, encima de éste, un puchero de porcelana,
despostillado, que servía para coger el agua y beber todos… ¡sí, sí, todos por el
mismo recipiente, faltaría más! Los niños algo más escrupulosos, bebíamos por la
parte menos usada del puchero, como, por ejemplo, la zona más próxima al
agarradero, aún a riesgo de que algún abuelo te llamase señorito, sarnoso o
“tiquihmiqui”, o te dijese cosas como: “Cuandu vayah a la mili te van a quital
lah tonteríah”.
La parte más escatológica de todo esto, como podéis
imaginar, resultaba, cómo no, a la hora de hacer aguas menores y, sobre todo, mayores.
Para estas últimas, los hombres usaban el eufemismo de “ir a tirar los
pantalones”, cosa harto difícil, pues en aquel tiempo de estrechez y economía
bajo mínimos, no se tiraba absolutamente nada.
Los corrales cumplían la función de letrina sólo para casos
excepcionales: niños muy pequeños, mujeres en las noches de lluvia… y para de
contar. El resto del personal tenía que aceptar el exilio a las zonas
periféricas del pueblo reservadas al efecto. No es que hubiera una adaptación
municipal sobre el asunto, ni nada parecido, sino que, estos amplios y
desordenados retretes campestres, se establecían de manera tácita por los
vecinos de los distintos barrios. Digamos que, cada zona del pueblo, tenía un
“defecódromo” próximo, al cuál se acudía por una razón meramente geográfica.
Estas zonas tenían nombres del tipo: “El arroyo de los perales”, “Los
charcones”, “La cañá”, etc.
Los lugares anteriormente referidos, solían estar en arroyos con higueras y cierta espesura, para preservar la intimidad de la
clientela. El usuario del mencionado sitio excremental, acudía por allí, no sin
cierta vergüenza, y la escena era más o menos la siguiente: Se llegaba
disimulando, como si no fueras a lo que realmente ibas, sino tal vez a coger... unos higos... o a tapar un portillo de un cortinal, pues se corría el riesgo de que el
servicio estuviera ocupado, y, en tal caso, te quedabas en las proximidades,
disimulando, como si no fuera contigo la cosa.
La gente un poco más fina solía llevar en el bolsillo, a
modo de papel higiénico, una hoja del periódico “Abc”, al que estaba suscrito el abuelo. Pero, una amplia mayoría, solía
emplear un útil más común en la naturaleza, que podríamos patentar como… “la
piedra higiénica” (imagino a Los Picapiedra en tal lance). La “piedra
higiénica” no siempre lo era, pues, una de las mayores preocupaciones del
usuario bisoño, era observar con detenimiento el anverso y reverso del reseñado
mineral de guijarro o granito, pues no era nada extraño que ésta, la piedra,
fuese de uso frecuente, y hasta incluso reciente, y fuera portadora de alguna
abstracta obra pictórica de estilo dadaísta. El avezado parroquiano, por
contra, solía recolectar “las piedras higiénicas” a una cierta distancia del
servicio; es lo que tiene la pericia que nace en las procelosas aguas de la
supervivencia. Otro riesgo frecuente era… vamos a denominarlo: “el campo minado”.
Había, claro está, un número indeterminado de minas antipersona, generalmente
ocultas bajo las hojas de las higueras, con peligrosas deposiciones rurales,
que obligaban a levantar el pie como las grullas en las lagunas, o a dar un
paso hacia delante, hacia atrás, o hacia los lados, imitando al genial e
irrepetible Chiquito de la
Calzada. En fin, toda una serie de peripecias que hacían que,
los pobres estreñidos de hoy, fueran privilegiados en aquel tiempo.
Si tu dolor de barriga, amigo lector, fruto de la risa que
adivino, te deja seguir leyendo, te diré que, todo lo aquí glosado, fue tan
cierto como la vida misma. Si imaginamos que, para nuestros abuelos, estos
tiempos relatados no eran nada confrontados con los vividos por ellos tiempo
atrás, podemos deducir que, los anteriormente mencionados romanos o vikingos,
eran puros “metrosexuales” a su lado.
Un buen día, recién entrados los ochenta, se iniciaron las obras de canalización y acometida del agua corriente en
los edificios, que marcaron un antes y un después en la vida de tan rudos habitantes. Aún había algunos viejos, de los más duros de pelar, que se
negaban a pagar la acometida en su casa, y otros, como mucho, aceptaban la
acometida, pero tan sólo instalaban un grifo y un buzón junto a la puerta de la
entrada. En cambio, en la mayoría de hogares, se construyeron los primeros
cuartos de baño, con numerosas bromas y chascarrillos por parte de algunos
ancianos, como, por ejemplo, alguno que, al ver la bañera tan grande, decía
cosas del estilo: “Ahí cabemos la mujer, la burra y yo”.
Atrás quedó el baño en el río al acabar la era, los pies
lavados en la palangana, el abuelo afeitándose en el viejo palanganero, con la
camiseta blanca de tirantes; atrás quedó el agua como un lujo en el exiguo gobierno
rural de la pobreza. Ahora, cuando cortan el agua un sólo día, la gente se
siente extraña e incómoda..., ¡qué paradoja!
Hemos tirado, metafóricamente, muy pronto de la cadena.
“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, que diría el poeta,
pero no está demás reconocer con humildad este pasado reciente que nos muestra el
origen de donde verdaderamente venimos.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com