En aquel tiempo y lugar, el
corral, aunque cueste creerlo, se jugaba a pares y nones la hegemonía
con la casa, y en no pocas ocasiones ganaba el corral; aunque más
bien habría que decir, que la casa declinaba su nivel en favor del
corral, en una extraña solidaridad siempre en sintonía con la
raquítica porción de hedonismo que se repartía en contadas
raciones, como la leche en polvo americana.
Cuentan los antepasados que
en otros tiempos, en las familias más humildes, la casa y
el corral formaban parte de la misma piel, llegando a compartir
espacio vital, tanto personas, como burros, cabras y demás fauna
rural de aquella depauperada Extremadura del siglo XX. Me
hablaban de cuadros rayanos en el esperpento de Valle Inclán, con
burros entrando o saliendo por el pasillo de las casas, y escenas,
en fin, propias de las películas de Fellini o Marco
Ferreri, lo que demuestra, una vez más, como ya es sabido, que la
realidad supera siempre a la ficción.
Conociendo esto, no resulta
nada extraño que en zonas especialmente castigadas por sus
condiciones orográficas, como las Hurdes, las personas viviesen
hacinadas junto a las cabras, en una especie de pequeños iglús de
pizarra, sobre alfombras negras de cagaluta y hambre. Ni resulta extraña,
tampoco, aquella reivindicación poética que el voluntarioso y
humano Gabriel y Galán hiciera al Rey Alfonso XIII, cuando le dijo:
“Señor, en tierras
hermanas
de estas tierras
castellanas,
no viven vida de humanos
nuestros míseros
hermanos
de las montañas
hurdanas.”
Seguramente, la vida de pueblo que tú y yo conocimos, amigo lector, fue un poco más
edulcorada, y entre las pulgas aludidas en el título de este blog, ya en lontananza se
barruntaba un cierto atisbo de esperanza.
Entrar en un corral de la Alta Extremadura, era entrar en un mundo surrealista, de escala de
grises y cine de Buñuel en blanco y negro. Los corrales, y las
zonas o calles reservadas a los mismos, no tenían nada que envidiar
a los poblados mágicos de los “hobbits”
del Señor de los Anillos. Aquel mundo se nos mostraba
anárquico, misterioso, menguado y chaparro, como si la alimentación
deficitaria de posguerra, hubiera afectado a los propios edificios, y
no sólo a la vida puramente biológica.
Todo era, ya digo, un poco
Tolkiano, aunque Tolkien, de haberse inspirado en estas tierras para
su legendaria saga, con tanto burro de por medio, hubiese escrito más
bien “El señor de los Asnillos”.
Aunque las casas y corrales
se intercalaban fácilmente entre sí, en las traseras de los barrios
había zonas, en exclusiva, dedicadas a estas destartaladas
construcciones que aquí nos ocupan, como una suerte de pequeños
guetos de “vicio y gallinaza” que daban un carácter ciertamente
literario a todo aquello. A estos sitios, en la jerga pueblerina, se
los denominaba “trascorrales”, y en ellos, al margen de la
política internacional y otras grandes preocupaciones planetarias,
transcurría una vida meramente
agropecuaria, con cacareo constante de gallinas, campanilleo de
cabras, balidos de ovejas y garrapatas y pulgas disputándose las
piernas de los ilustres visitantes.
De las puertas minúsculas y
cenicientas de los corrales, salían y entraban los “hobbits”
extremeños, con sombrero raído de paño y enormes “zajonih”
de cuero en las piernas, que les llegaban hasta los sobacos. Sacaban
y metían burrinos enanos, como ellos, y apenas articulaban palabra,
no más allá de una antigua lengua vernácula entre burro y amo, ya casi
extinta, y de un recortado léxico onomatopéyico, que sonaba así:
“sooooo, chac chac, dioooooh, cagueeeen laaaa, qué
calaveeeruuu;” todo ello en un ambiente circunspecto entre
burro y dueño, y una “vardasca” canalla que frecuentaba las
orejas de un desangelado pollino que no tuvo la suerte de nacer
Platero.
En ocasiones, en vez de
“hombrinos” diminutos, eran “mujerinas” las que deambulaban
por aquellos mágicos trascorrales a echarle a las gallinas, o a
recoger los contados huevos entre la paja. Estas mujeres,
pequeñas y cheposas, vestían casi todas de negro, como “curianas”, y
se movían sigilosas por el suelo empedrado de aquellos antros de
“palitroqui y cagajón”.
A veces era un niño el que
entraba a ordeñar las cabras, con un babi azul del “Florido
Pensil” y unas piernas sucias y secas, casi de palo, que hacían
recordar la estampa del mismísimo Pinocho.
La anatomía del corral era
de una imaginación sin límites, tan pronto había unos puntales que
sostenían a duras penas un pajar de tabla, como unas escaleras
imposibles, capaces de desafiar las leyes de la física, difíciles
de subir y aún peores de bajar; o unas extrañas ventanillas por
todas partes, que servían para guardar herramientas oxidadas, o
clandestinas botellas de vino de pitarra que algún duende de pana
curtida escondía a espaldas de la mujer, todo ello cortejado de
pilones para las bestias, albardas, yugos, liendros y demás útiles
de una cultura entre medieval y cavernaria.
El corral era tenebroso,
maloliente y carente de luz. Allí se accedía con antiguos faroles
de aceite que fueron sustituidos por linternas de petaca, en los
pueblos llamadas “farolas”: “Cogi la farola y veti a vel si
hay algún güevu en el corral, prenda”.
En lo más profundo y
sombrío del edificio, varios “trompicones” más al fondo, se
hallaban unos recónditos y oscuros compartimentos para meter los
chivos, que recibían el nombre de “chinancos”, hacia los cuales
se accedía al cabo de una tortuosa expedición espeleológica,
con la mencionada “farola” en mano, y gran cuidado de no tropezar en
aquella jungla de “tarma, vertedera y carricochi” .
Capítulo aparte merece la
puerta del corral. Esta puerta podía llevar cien años en su sitio, y
ochenta arrastrando sobre el suelo. Cada puerta tenía su ruido
particular e intransferible. Las puertas eran grises y secas, como un
zapato sin betún o una piel sin hidratar. La madera, podrida de la
humedad, iba dejando huecos caprichosos por las partes bajas, que
iban siendo tapados a base de latas clavadas con viejas
puntas oxidadas, que fueron previamente recicladas y enderezadas a martillazo
limpio sobre umbral de cantería. Las latas servían de apócrifo
reclamo publicitario, anunciando bonito del norte o aceite para
tractores. Al cabo del tiempo, y numerosas latas publicitarias
añadidas, las calles de corrales se convertían en minúsculas e
improvisadas avenidas neoyorquinas, donde los taxis eran burros
mohínos, los ejecutivos vestían remiendo de “Louis Sin botton”, y de las boutiques salían ásperas fragancias de “Dolce Caganna”.
Las puertas estaban
enmarcadas en cantería, y unas tozas de no más de... uno sesenta de
altura, que te obligaban a ir siempre encorvado para salvaguardarte
de “chocotones” por doquier. Esto no era problema para aquellos
viejos campesinos, que, cual pequeños gnomos con boina, se estiraban
“rejertes” al entrar o salir de los corrales, sabedores de estar
en su natural elemento.
Al caer el sol volvían las
cabras del cabrial de concejo, dispersas por las calles de aquellas
pequeñas aldeas liliputienses de la Alta Extremadura. La vida de
trascorral dio lugar a otra vida de polígono y maquinaria, y
el romanticismo, como ocurre siempre, dejó paso a la eficacia.
Atrás quedaron aquellos
trascorrales de la infancia, en las regiones olvidadas de un mundo
irreal. Allí, por la “Calle de Nunca Jamás”, la pequeña Momo
vio pasar al último octogenario con un haz de tarmas a la espalda,
junto a una jorobada anciana con calderilla de zinc en mano,
perdiéndose, ambos, lentamente, hacia una luz, entre un derruido
portillo de piedra y una higuera al fondo de un lóbrego callejón.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com