Meter miedo a los niños era un deporte de gran aceptación y un número
incalculable de practicantes federados. Los mayores metían miedo a los niños, y
los niños, a su vez, a los niños más pequeños, en una descarnada cadena trófica
de espantos, donde se fagocitaban los unos a los otros y el temor se servía en
plato de porcelana, como parte del alimento y diversión que hacía más llevadera
la casposa existencia aldeana, siempre inspirada en una pura y dura visión “darwinista de la vida”.
Los miedos eran variados y complejos, y algunos más o menos recurrentes,
como los supuestos encuentros con aquellos hombres malos, malísimos, que
buscaban atropelladamente a desamparados niños para sacarles la sangre o el
sebo. Parece ser que algún caso real hubo, y que luego, como ocurre casi
siempre, se incorporó al imaginario popular, y al bestiario, ya de por sí dilatado,
que se mostraba sin piedad a los infantes de aquellas tierras de tarma y
forraje.
Los niños encontrábamos al tío del sebo en todas partes; en cualquier
forastero despistado que pasara por el pueblo con un mulo y unos sacos, veíamos
en los sacos, lógicamente, niños descuartizados, y si en vez de sacos eran
cántaros, estos, claro está, eran recipientes portadores de la sangre de
indefensas criaturas.
Estos criminales hombres del sebo tenían escasa imaginación, pues siempre
camelaban a los críos ofreciéndoles caramelos, con la intención de atraparlos y
adormecerlos mediante extraños polvos que aplicaban en la cara a través de un
pañuelo. En otras ocasiones, cuentan, te ofrecían el caramelo y,
sorprendentemente, te dejaban marchar, sin más; claro que la gracia
estribaba en que el caramelo, como no podía ser de otra forma, estaba
envenenado.
Nunca faltaban los muchachos que inventaban encuentros con tan siniestros
personajes, como, por ejemplo, el típico hombre de mirada extraña que paraba a las afueras del
pueblo en un Seat 124, y los llamaba para ofrecerles los consabidos caramelos, mientras ellos corrían despavoridos hacia el interior del pueblo. Esta historia, varias
veces repetida, solía tener dos explicaciones solamente: la más normal era que,
directamente, fuera un invento de la imaginación peliculera de los críos, y la
segunda, también probable, que el hombre ciertamente fuese real, y los llamase
desde el mencionado coche, pero con la única intención, tal vez, de preguntarles
alguna dirección dudosa en cualquier cruce de carreteras. El episodio, en cambio, se
convertía en la comidilla del lugar durante largo tiempo, y algunos chavales
iban inventando y añadiendo nuevos elementos fantasiosos a la historia,
haciendo girar y girar la vieja rueca del morbo y la ignorancia, que acaba siendo el origen de tantas leyendas urbanas y rurales.
Siempre estaba, también, la protectora abuela que advertía al nieto con el
eterno sonsonete: "No te vayah
lejuh, prenda, que vieni el tíu del sebu y te cogi". La abuela lo
hacía con la sana intención de tener controlado al niño, todo hay que decirlo.
Por las calles empedradas, como sacados de la Edad Media, llegaban a los
pueblos los mendigos, harapientos y agotados del polvo y la sed de los caminos,
relegados a la nada..., a la mínima condición humana, “como el guijarro humilde
que en días de tormenta se hunde en el cieno de la tierra”, que diría León
Felipe. Llegaban, sí, llenos de alforjas y remiendos en la ropa y en la vida;
llegaban con la miseria a cuestas, a pedir las sobras de la propia miseria, a
reclamar las migajas de las escasas viandas y andrajos de los lugareños, que en
un gesto de lástima les daban un mendrugo de pan, alguna perra gorda y ropa
vieja. A los mendigos, en los pueblos, se les conocía con el nombre de "Loh póbrih" (Los pobres). Entre aquella
corte desaliñada de la indigencia, que eran "loh
póbrih", los niños volvían a añadir nuevas piezas al extenso
inventario del terror. Pocos eran los críos que no tuvieran miedo a tal o cual
mendigo. Me cuentan, aunque apenas lo conocí, que por el pueblo aparecía, de
tarde en tarde, un pordiosero llamado Poldo, grande de estatura, desgarbado,
con alforjas y un sombrerón viejo de paño, que, además, no articulaba casi
palabra, llamando siempre a las puertas con dos o tres golpes y una voz
misteriosa y profunda que decía algo así como: "Ataaaa yooooo", que
una vez descifrado, significaba "Alabado sea dios". Los niños, a
Poldo, no le tenían miedo... le tenían directamente pánico, pavor, terror... Cuentan que en
cierta ocasión unos chavales subían alegres calle arriba, y, al ver a Poldo en
lo alto del barrio, presos del pánico, se metieron en un corral y estuvieron
escondidos, acurrucados y temblando, hasta el atardecer, cuando por fin abandonaron el corral y aparecieron llenos de pulgas, para dar la razón al título de este blog. Poldo,
sin embargo, era un alma de dios, inofensivo, inocentón y un tanto retrasado.
En Poldo podemos ver la injusticia y torpeza de este mundo, que reputa a los
buenos por malos, y a los mismísimos psicópatas, a veces por hombres de bien.
Entre el gran elenco de fantasmas y temores, también nos atormentaban frecuentemente con
aquellos relativos a la salud. Cada vez que sangrabas por una herida, aparecía
siempre, como de la nada, un malicioso palurdo que, con gesto de Neandertal
reciclado, te espetaba una cruel y manida frase que oímos de niños hasta la
saciedad: "Pol esa jería se te va la
vía" (por esa herida se te va la vida). En este tipo de anécdotas recuerdo, de muy niño, haberme tragado un chicle, y llorar amargamente, pues, la información
previa que manejaba al respecto, era que los chicles se pegaban a las tripas,
provocando la muerte segura en pocas horas. Ante mi desolación, esperaba
ansiosamente que alguien me aliviara y desmintiera mis temores, pero sólo
encontré a unos muchachones mayores que, con socarrona mueca de asombro, se
limitaron a confirmar mi funesto desenlace.
Los miedos infantiles, como ya hemos dicho, abarcaban un amplio espectro de
cosas (perdón por lo de espectro). Se tenía miedo de casi todo, de lo real y de
lo imaginario; del tétrico hombre de negro, con abrigo largo y sombrero, que te
aguardaba al fondo de la estancia, y era tan sólo la sombra proyectada del abrigo y el sombrero del abuelo, colgados en la percha; o de unos pasos sigilosos, que en el silencio de la noche se oían en el desván,
y eran los de un felino que vagaba por ahí, en su noche gatuna y arbitraria..., o,
quizá, la cabra del vecino, que aprovechó la puerta abierta para subir a la troje a comerse las bellotas, provocando en la familia una escena de película de Hitchcock, con el
hombre de la casa subiendo en tensión las escaleras, armado con "calaboza" o escopeta.
Algunas veces los personajes imaginarios eran de cosecha propia, como el
vino de pitarra que alegraba la vida de los rústicos vecinos. Mi abuelo, con
gran imaginación y afición a las bromas, inventó un personaje al que llamó
“Pedrón el de Mohedas”; este tal Pedrón era casi un gigante bíblico..., una suerte
de Goliat extremeño con boina y una enorme y sospechosa talega al hombro.
Las piedras eran la defensa económica y accesible de los niños; íbamos
provistos de ellas para todas partes, como arma y reminiscencia de la Atapuerca que aún
sentíamos cercana. Con frecuencia inventábamos la presencia de brujas que
habitaban en corralones a las afueras del pueblo, y procedíamos a bombardearlos
con munición de guijarro, sin acabar con ninguna bruja, claro, pero sí con una
ración considerable de goteras en el tejado del pobre paisano de turno, que para nada
sospechó nunca la presencia de tan espantosas viejas de hechizos y calderos.
Cuando un día descubrí los aquelarres y las brujas en las pinturas de Goya, me
sorprendió que era todo parecido a como yo lo imaginé de pequeño; era como si,
el inconsciente colectivo del que hablara Jung, nos hubiera llevado, a Goya y a un servidor,
a comprar en la misma tienda ancestral de los horrores.
En fin, el tema daría para un libro, pero, lo que sí podemos concluir, y en
ello estaréis conmigo, es que el miedo, a lo largo de la historia, ha sido muy
rentable para unas minorías que nos han mantenido siempre en esa baja vibración que interesa a sus designios, aderezado todo con una buena dosis de engaño e
injusticia. Decía el genial Quevedo aquello de: “Vinieron la verdad y la
justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra la
halló por rigurosa”.
Al atardecer, entre la niebla del invierno, las brujas cerraban los
portones de lúgubres corrales de piedra vieja y musgo, y se perdían para
siempre en las calderas y trébedes del tiempo, dejando paso a nuevos miedos, a miedos
más sofisticados y eficaces, a miedos más de este tiempo, sí, pero apoyados también, como siempre, en la misma mentira y en la misma ignorancia.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com