Marchaban los burros cargados de serones con baños de cinc,
portadores de la inmundicia y el resuello de aquellas vidas
entregadas al polvo de los campos. Las mujeres llevaban el cabestro
de las bestias, camino de los ríos, arroyos o regatos de aguas
bravas, para lavar las ropas almidonadas de sudores, y entregar los
esfuerzos a las alegres aguas viajeras. Otras
marchaban con el baño a la cabeza, sobre “la rodilla” (rosca de
trapo acolchada y circular), y el lavador sobre el costado. Todas
caminaban por las rutas del agua, que eran,
quizá, como rutas medievales en pleno siglo XX.
Hasta principios de los ochenta, como
ya sabréis a estas alturas, aún quedaba un puñado de aquellos pueblos de la
alta Extremadura, sin noticias del agua corriente. Las mujeres
emprendían una constante peregrinación al agua: al agua de beber o
al agua de lavar. Se encontraban por los caminos entre ellas, tanto o
más que en el casco urbano de los pueblos: “!Eh, María,
¿también vah pa´ la laveria?, / Sí, habrá que aprovechal
ahora ehtuh díah que han veníu algu bueninuh!”
En verano se lavaba la ropa en los
ríos, y el resto del año, ya más pluvioso, en los caudalosos
arroyos de las cercanías. Las mujeres colocaban junto al agua el
lavador de madera con almohadilla, o con espuma, donde arrodillarse, hecho por el
carpintero del pueblo, pues aún quedaban carpinteros y otros oficios
propios de aquellas necesidades.
El jabón de sosa castigaba una y otra
vez las cascarrias agrestes de las telas; era el único detergente
disponible, y el único azote de mugres y zurraspas adosadas a las
ropas interiores. Estas zurraspas en los pueblos recibían el nombre
de “palominos”, y ofrecían una obstinada resistencia, obligando
a las esforzadas lavanderas a emplearse a fondo sobre la roca, una y
otra vez, contra los insurrectos palominos.
Algunas mujeres tenían todo el día la misma canción en la boca, como una letanía..., dale que te pego escurriendo el
lienzo sobre el agua y canturreando hasta la saciedad la
misma pieza. Las mujeres mayores, cantaban... no sé: "Eres
más chica que un huevo y ya te quieres casar, anda ve y dile a tu
madre, que te prepare el ajuar..." Las mujeres un poco
más jóvenes, y afectadas de modernidad, tal vez cantaban alguna de
aquellas canciones de Luis Aguilé, que irrumpieron de golpe en la
España antigua de jota y alborada. Podían pasarse horas sobre el arroyo
cantando: "Cuando salí de cuba, dejé mi vida, dejé
mi amor, cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón..."
A su vez, los pájaros entonaban también sus trinos de siempre. Todo
era un festival de melodías más o menos disonantes.
Las grandes sábanas se tendían sobre
canchos y paredes; a veces las defecaban los pájaros ante el
disgusto de las lavanderas: “¡Alaaaalma quien loh criooo, ya me
cagarun lah sábanaah loh tíuh joíuuuh!”
El resto de la colada, quedaba también expuesta a los viandantes:
camisas blancas que sudaron lo insudable en la era o en la siega; calcetines de lana llenos de “tomatinos” (agujeros); colchas con
dibujos de frutas u ornamentos de la India, o de sitios imposibles de precisar; enaguas
zurcidas con esmero; calzoncillos de patera
larga con los citados palominos ya al fin defenestrados... La ropa,
allí tendida, perdía su recato en favor del sol y el viento.
De
niño, y
en estos días de "laveria",
me apartaba a zonas alejadas, arroyo abajo, quedándome extasiado
escuchando el ruido relajante del agua sobre la piedra, la constancia
milenaria del agua a su paso hacia la eternidad. Momentos de paz y
silencio que también vivieron los místicos en sus retiros, como Gonzalo de Berceo..., o San
Juan de la Cruz,
y que debieron inspirarles cosas tan bellas y profundas como: “Entréme donde no supe, y quedéme no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”.
Las conversaciones afanosas y los
chismes, eran moneda corriente mientras se
lavaba: “Poh he oíu decil... a mi tampocu me creáih...
peru dicin paí que la muchacha de... la que se fue a servil a
Madrid, ya se habrá echau un mediu noviu... / Sí, peru creu que eh
algu rajamantah...”/ Poh a mí tampocu me creáih, peru contarun
ehta mañana en el comerciu que...”
En las mañanas gélidas de invierno,
las mujeres rompían el carámbano con las manos, y en los meses de
calor se tapaban la cabeza con pañuelos dispuestos contra el sol.
Todo era una lucha contra los imponderables de la naturaleza. Algunas
lavanderas, incluso, lavaban ropa de encargo
para otra gente. Lavando y lavando... siempre lavando. Las
manos curtidas y agrietadas de viento, agua y jabones; manos que no
recibieron crema hidratante alguna, más allá del adobo en la
matanza.
Los burros lavanderos quedaban atados a
una higuera, y a veces las ovejas se acercaban por allí a comer las
hierbas de los verdinales, quedando una perfecta estampa de belén
navideño, con ovejas sobre el musgo verde, pastores con albarcas y
lavanderas sobre ríos de papel de plata. Todo era hermoso y
bucólico, si no fuera porque se desarrollaba en el marco de la lucha
áspera de siempre, arrostrando inclemencias de
la más amplia gama existencial.
Si la ropa iba muy sucia, se dejaba
enjabonada hasta el día siguiente. Me cuentan de un generoso
molinero que permitía a las mujeres dejar la ropa de un día para
otro, al lado del molino, para evitarles un pesado viaje de ida y
vuelta. Allí, en
el gran río de lavanderas y pescadores, un molinero, sí, mirando
por el prójimo, y convirtiendo las orillas del Alagón en las
márgenes de un Cafarnaum de bondades y evangelios. Eran otros
tiempos donde mucha gente aún vivía la vida desde la buena
intención hacia los otros.
Había preferencia de unos lugares a
otros por parte de las lavanderas: unas gustaban de arroyos aquí o
allá, y otras de ríos. En los meses lluviosos, cualquier pequeño
regato cercano al pueblo era válido para estos menesteres. La
elección del lugar, poco alteraba la suerte de aquellas mujeres que
entregaron tanto con tan poco a cambio; aquellas sufridas mujeres y
niñas de posguerra, heroínas anónimas de un tiempo de más “pulgas
que esperanzas”.
En época de vacaciones, algunos niños
se iban por todo el día con la madre o la abuela. Se pasaban la
jornada entera entretenidos con los juguetes que ofrecía la
industria lúdica y rupestre de los campos. En todo caso, como mucho,
se llevaban un minúsculo barquillo de corcha que servía para surcar
mil veces los arroyos. No era extraño que un niño, accidentalmente,
metiese el pie en el barro camuflado por las hierbas de los
humedales, y una abuela enfurecida le gritase: "¡Uyyyyy comu
se ha puehtuuuuu, poh no te diji que no te desapartarah de pa´quí!".
Otra de las lavanderas salía siempre en defensa del infante:
“Déjilo, tía, no ve que ehtá paí solinu y aburríu, probecitu”.
Y parecía surtir efecto la exhortación a la compasión de aquellas
improvisadas samaritanas, pues la abuela se ablandaba por momentos.
Por los regatos
corría el agua primaveral junto a las margaritas, y los pájaros
cantaban en las frondosidades de los álamos cercanos. El agua se
llevaba la cochambre de las ropas en un corto tránsito de aguas que
bajaban a los ríos..., ríos que a su vez, al igual que la vida, iban a
dar a la mar, como dijese siglos atrás Jorge Manrique.
Con
la llegada del agua corriente se acabó el suplicio de las
lavanderas. Ya entrados los ochenta, llegaron las televisivas
lavadoras de los anuncios a poner fin a aquellas caravanas de la
“laveria”, que así se decía en el lenguaje coloquial.
Caía el sol sobre las montañas
extremeñas, y regresaban las mujeres, con el olor del poleo
impregnado en las faldas, y el reloj del campanario marcando el final
de la jornada. Volvían, lentamente, con los días vencidos y el
sudor de las prendas ya entregado a las corrientes. Los burros, con
el serón de la ropa a cuestas, marcaban una sombra alargada sobre un
suelo de tierra hollada de pezuñas. Las ropas blanquecinas volvían
dobladas y prestas de nuevo a la rueca
incesante de los trajines, en un constante bucle inevitable y
excesivamente dilatado en el tiempo.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com