Por las calles, plazas y
rincones, podíamos escuchar canciones infantiles asociadas a los
juegos, canciones del más absoluto arraigo popular, con algunas
variantes locales que alguien, sin duda, sobrescribió algún día,
para darle un tinte personalizado a aquellas cancioncillas que se
cantaban de papagayo en los juegos de la España rural, y llenaban de
contagiosa alegría los espacios abiertos. Eran un hermoso legado
acústico, un regalo para los oídos acostumbrados a groserías y
exabruptos de toda índole. Estos “juegos/canciones” eran, tal
vez, parte del azúcar que endulzaba el café de puchero que se
vertía por todas partes sobre el mantel de la vulgaridad.
Por aquí citaré tan
sólo algunas de estas piezas, pues otras muchas las recordaréis sin
demasiado esfuerzo, e incluso versiones distintas a las aquí
citadas. Ya Joaquín Díaz y otros folcloristas, hicieron un trabajo
ímprobo rescatando muchas de estas joyas, y poniéndolas otra vez al
servicio del recuerdo.
Las canciones iban
aparejadas a juegos de lo más variado. Recuerdo aquella, por
ejemplo, en la que nos colocaban boca abajo, sobre las rodillas del
que hacía de “la madre”, como si fueran a azotarnos, y dándonos
diversos golpes con palmas y nudillos sobre la espalda, nos cantaban:
“De codín de codán, / de la cabra coneján, / del palacio a la
cocina, / cuántos dedos tienes encima”. Y si fallabas, que era
lo más corriente, seguía la misma secuencia de golpes, cantándonos,
acto seguido: “Si hubieras dicho... cuatro, / hubieras acertado,
/ de codín de codán, / de la cabra coneján...” Nunca
entendí aquello tan absurdo de la “cabra coneján”, tal vez
fuera un extraño híbrido entre cabra y conejo, no lo sé, pero
luego comprendí que las cosas más disparatadas, sencillamente
tienen que ser así, y nada más, sin un ápice de raciocinio que
las contamine.
Los muchachos saltaban al
brinquillo desentonando cancioncillas
repletas de atontadas retahílas y
frases inconexas, inventando el vocabulario al más puro conceptismo
rural, que hasta el mismísimo Quevedo hubiese aprobado: “Felipe
Sánchez, / lo que no quitante, / lo que no quita tiña, / lo de mi
primo burriña...”
A
los niños más pequeños, a falta de juguetes, se les agasajaba
también con alguna de estas perlas tratadas hoy aquí. Recuerdo una
tierna versión del “Pinto pinto gorgorito”, tomándoles las
diminutas manos: “Pinto pinto gorgorito, / que viene la
vaca del veinticinco, / qué calleja, moraleja, / que tiene un buey
que sabe arar y cantear, / da la vuelta a la redonda, / que dice el
rey que esa manita que se esconda...”
De punta a punta de la
calle nos cogíamos de las manos para cantar la mítica: “A
tapar la calle, / que no pase nadie, / que pase mi abuelo / comiendo buñuelos...”, pero un vozarrón de aquellos a los
que ya estábamos por suerte acostumbrados, destrozaba
la magia del momento: “¡¡Quitalsuh de ahí a tomal por
culu, ¿no veih que tienin que pasal lah behtiah...?!!”
Inmediatamente rompíamos la cadena solidaria para dejar paso a
las bestias, las pobres bestias aquellas, que no eran más que nobles
animales, muy alejadas de las bestias apocalípticas que hoy nos
tocan en suerte, y que no piden permiso para pasar la calle, ni para
entrar en nuestras vidas.
Al acabar el juego, a
través de una ventana, bajo la parra de una casa, nos llegaba el
cántico meloso de una abuela, que acunaba al nieto con una antigua
nana que llevábamos impresa en lo más arcano de nuestra infancia:
“Pajarillos que cantáis en la laguna, / no despertéis
al niño que está en la cuna; / ea la nana, ea la nana, / duérmete
lucerito de la mañana...” Pero el niño que estaba en la cuna,
un día despertó a un tiempo de memeces, y despertó para seguir
durmiendo, en un mundo de dormidos con muy pocos despiertos.
Había unos curiosos
artilugios de papiroflexia, compuestos de cuatro pequeñas pirámides
de papel, que se insertaban en los dedos de la mano, y se movían
abriendo y cerrando, a la manera de una flor. El extraño objeto de
papel servía para elegir distintas opciones de lo más variado.
Mientras se abría y se cerraba, se canturreaba: “Ehta eh la
nochi, / ehti eh el día, / y ehti eh el culu de tía María...”
Las niñas lo usaban a menudo
para especular con novios y novias, en un traicionero sorteo donde
siempre se escondía alguna sorpresa entre malévola y desternillante.
O tal vez las canciones
se centraban, quizá, en la trágica vida de años precedentes, donde
la muerte, en particular la de los niños, convivía con la propia
vida (qué contradicción) como dos colegas de macabras aventuras.
Hubo un personaje, “Periquillo el aguador”, del que siempre tuve
compasión, y al que otorgo el homenaje póstumo de dar título a
este relato, pues no hay nada más cruel que, una vez finado, tengas
que andar por ahí como un muñeco de trapo, sin hallar reposo
alguno, tal como debió acontecerle al pobre Periquillo: “Periquillo
el aguador, / muerto lo llevan en un serón, / el serón era de paja,
/ muerto lo llevan en una caja, / la caja era de pino, / muerto lo
llevan en un pepino, / el pepino era de a cuatro, / muerto lo
llevan en un zapato, / el zapato era ya viejo, / muerto lo llevan en
un pellejo...”
Las niñas chocaban las
palmas de las manos, nerviosas y pizpiretas, cantando, desde su
inocencia, canciones crueles camufladas de comedia: “Don
federico mató a su mujer, / la hizo tasajos y la fue a
vender...” Claro que el tal Don Federico, cual psicópata de
pacotilla, seguía buscándose la vida por ahí, sin el más mínimo
remordimiento, y hasta incluso acababa triunfando: “Don Federico
perdió su cartera, / para casarse con una costurera, / la costurera
perdió su dedal, / para casarse con un general, / el general perdió
su espada, / para casarse con una bella dama, / la bella dama perdió
su abanico, / para casarse con don Federico”.
No sé por qué, los
juegos de palmas, abundaban en una extraña fusión de crueldad y
jolgorio: “En la calle-lle / veinticuatro-tro, / se ha
cometido-do /un asesinato-to. / Una vieja-ja / mato un gato-to / con
la punta-ta / del zapato-to”. Era,
tal vez, el viejo instinto de poner al mal tiempo buena cara, o
soslayar, quizá, lo más cutre del ser humano, con una envoltura
tragicómica. Algunas de estas canciones tenían un tono más
simpático, y se nos revelaban como interculturales: “Soy
el chino capuchino mandarín, chin chin, / que he venido del país de
la ilusión, chon chon, / mi coleta es de tamaño natural , chan chan,
/ y con ella me divierto sin parar...”
Alguna
vieja pasaba por la calle, con una calderilla de patatas,
interrumpiendo el juego, y con cara de alcahuetilla, aunque con gesto de una cierta ternura, preguntaba: “¿A que ningunu se
sabi ehti reflán?, y entonces, en un forzado castellano “fisno”,
que usaban siempre las viejas cuando recitaban algo de memoria,
decía: “En el monte hay una cabra ética, perlética,
pelambrética, peluda, pelapelambruda. Y tiene unos hijos, éticos,
perléticos, pelambréticos, peludos, pelapelambrudos...” Nosotros
nos reíamos a carcajada limpia, con la misma inocencia de la
anciana. A estas alturas, y en estos tiempos pelambréticos, echamos
en falta aquellos tiempos en los que, hasta las cabras, por lo que se
ve, eran éticas.
Por las matanzas próximas
a la navidad, había costumbre de colocar columpios en las vigas de los corrales, y todos los niños, como locos, pugnábamos por
“ehcolumbealnuh”, que así se decía en extremeño. Las niñas, a
la vez que chirriaban las sogas en la majestuosa viga, cantaban
villancicos reservados para aquellos eventos: “Dime niño, de
quién eres, / todo vestido de blanco, / soy de la Virgen
María / y del Espíritu Santo...” Mientras tanto, el trajín
matancero seguía su curso, ignorándonos por completo, con el olor
al adobo de la artesa, impregnando todo el ambiente.
Y allí andábamos, por
todas partes, en aquellas concavidades de piedra, barro y sol, como
Antón Pirulero, atendiendo cada uno a nuestro juego y pagando nuestras
prendas. La mayor prenda que pagábamos, sin lugar a dudas, era
despertar bruscamente del juego, y volver a la atroz realidad de un
mundo adulto y descarnado.
Un día, escuchando una
bella canción de Pablo Guerrero, recordé de golpe todas estas
melodías perdidas de mi infancia: “A la ronda ronda del anillo
dentro del agua. / Pagaré señal y prenda antes jamás pagadas. / Te
traeré postales verdes de ciudades olvidadas. / A la ronda ronda del
anillo dentro del agua”.
Unas niñas cantaban,
saltando a la comba, en algún lugar de las afueras. Podíamos
escucharlas desde lejos, subidos en un cerro, divisando el pueblo,
con un fondo de tejados y montañas hurdanas en lontananza. Desde lo
alto, nos llegaban las voces como una brisa
intermitente, que a veces el aire se llevaba... y luego nos devolvía, como
si el aire, en su lado más infantil y lorquiano, se prestara a jugar
un rato por ahí, mientras duraba el atardecer... “Soy la reina de los
mares, / y ustedes lo van a ver, / tiro mi pañuelo al agua / y lo
vuelvo a recoger”.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com