Las calles parecían una proyección de
la propia naturaleza, tal vez como si ésta entrase en el casco
urbano sin permiso, reclamando algo propio. Se diría que aquellas
calles eran la naturaleza misma ligeramente ordenada, en un intento
fallido de geometrías arbitrarias. Podíamos ver elementos naturales
llenando todos los espacios: calles de rollos y tierra..., adobes de
barro y paja..., tejas preñadas de yerbajos..., parras cubriendo las
fachadas y apoderándose de ventanillas de trojes..., pozos de
cantería toscamente pulida..., canchales que asomaban en la base de
los edificios, sirviéndonos de sentadero..., lanchas y poyos
asimétricos a la entrada de las casas..., paredes de piedra medio
caídas, que custodiaban pequeños serenos..., monolitos de granito
solitarios, de un portal que quedó por construir..., y algún tronco
de encina, manchado de gallinazas, olvidado en un rincón sin salida.
Las estaciones del año eran fácilmente
identificables en aquellas calles nuestras, flanqueadas de hierbas
verdes en invierno, ornamentadas de amapolas y margaritas en
primavera, o revestidas de pasto seco,
achicharrado de soles estivales. Las calles, por tanto, tenían
también olores: el olor propio de cada estación, unido al recio
olor a "vicio" y Zotal, que escapaba de los corrales, o,
por contra, el aromático jazmín que asomaba por las paredes altas
del patio de una maestra jubilada, que otrora fuese la maestra de
nuestras madres.
Fueron calles que esperaron pacientes a
nuestro nacimiento, para acogernos en su seno de
riesgo y aventura, como antes sirvieron de escenario
inigualable a nuestros antepasados. Eran calles que no sufrieron
grandes transformaciones hasta llegados los años setenta y ochenta.
Se mantuvieron, punto arriba o punto abajo, con la misma apariencia
durante largo tiempo, por lo cual, se podría decir que nuestra niñez
transcurrió en un entorno afín al de nuestros mayores.
Casas y calles estrechaban sus lazos en
perfecta hermandad. La calle y la casa, por momentos, eran una cosa
misma; de repente íbamos de una pieza a otra de la casa, y la puerta
de la calle, (semiabierta), daba paso a la estancia principal, que
era la propia calle, como si fuese una prolongación del edificio...
La casa, de esta forma, pasaba a ser un mero apoyo logístico de
nuestra vida en el exterior, donde transcurrían la mayor parte de
nuestras horas infantiles. Apenas entrábamos raudos a comer, o a
beber agua de la tinaja, y ya estábamos nuevamente fuera. La casa no
nos servía ni siquiera de wáter, como quedó sobradamente relatado
por aquí. Eran viviendas incómodas, y no estaban pensadas para el
descanso ni el disfrute de las mismas, con sofás, teles y
calefacciones al uso en nuestros días. Esta circunstancia le
otorgaba a la calle un plus de habitabilidad. Ni siquiera el frío o
la lluvia mermaban nuestro espíritu infantil y callejero. La lluvia
era transformada en un nuevo elemento lúdico, con canciones, charcos
pisoteados por sorpresa, arcoiris que tocábamos con los dedos,
goterones de las tejas que nos mojaban la “cotorina” entre risas
y broncas al llegar a casa con el pelo empapado... Charcos de nuestra
niñez que fueron lagos para nuestros barcos de papel, que
abarcábamos de orilla a orilla, de una zancada, como gigantes
mitológicos con botas katiuskas. No conocíamos adversidades:
aprovechábamos la inercia misma de las cosas para llevarlo todo a
nuestro mundo de ficción, siempre entre risas y algarabía; quién
da más.
Al mirar hacia arriba encontrábamos al
señor don gato sentadito en su tejado, junto a chimeneas ofrecidas a
las nubes, que nos dejaban puestas de sol difícilmente superables.
Corríamos por plazas de tierra que
antaño vieron bailar a mozas con trajes regionales y pañuelos de ramos; mozas y mozos que hollaron el suelo con jotas
extremeñas, llenando de alegría el eco de las tardes de domingo:
"Las de la calle Caleros se lavan con aguardiente, las de
Caminito Llano con agüita de la fuente..."
Las viviendas cohabitaban con corrales
y huertos que dejaban asomar ramas de higueras por sus paredes de
piedra, reventonas, que a menudo amenazaban nuestra integridad
física, y que dejaban el suelo alfombrado de higos y hojas a los
pies de los viandantes. Por aquellas mismas paredes, nuestros amigos
felinos accedían a la calle de la misma forma que escapaban de ella.
Para los gatos, su seguridad quedaba a tiro de un simple salto hacia
la pared de un huerto, o hacia la gatera de una puerta, donde dejaban
siempre, como pago, algún que otro pelo.
Las viejas enlutadas en las solanas
destacaban como puntos negros edulcorados por sombreros de paja, en
medio de fuertes colores y contrastes provocados por un sol tan
intenso que parecía cambiar la naturaleza misma de las cosas; ellas
allí, zurciendo y rezurciendo cien veces las mismas medias y
calcetines, en una imagen propia de un cuadro
fauvista.
En las horas de la siesta veraniega,
las calles quedaban derretidas de fuegos planetarios, y una luz
cegadora nos obligaba a "atacuñar" (entornar fuertemente)
los ojos, mientras una paz de chicharras acunaba a los lugareños,
como en una canción de cuna milenaria que algún buen día
adormeciese también a los antiguos lusitanos y vetones, por estas
mismas latitudes, allá por los tiempos del astuto y despiadado
Escipión.
En cierta ocasión, como sin pedir
permiso, empezaron a aparecer las primeras antenas de televisión en
las alturas, como aguijones de modernidad clavados en la piel de los
tejados, dándonos un ligero anticipo de la degradación de nuestra
arquitectura popular, y la inminente plastificación de un mundo
exultante que llamaba a la puerta con arrogante insistencia. Nadie
apostó ya más por aquella estética de siempre, que fue muriendo
por inanición. Aquellas antenas fueron la punta del iceberg de una
invasión alienígena que poco a poco iría demoliendo la magia de
nuestras calles de cuentos de hadas.
Los abrevaderos para las bestias en
medio de los pueblos, nos daban estampas de posguerra, junto a
grandes pozos con gente inclinada sobre el brocal de granito,
sumergiendo calderillas de zinc, que dejaban un reguero de agua sobre
los rollos de guijarro... En aquellos pozos nos asomábamos también
los niños, temerosos y asombrados, y lanzábamos nuestra voz
infantil que retumbaba majestuosa, como salida del propio pozo, al
tiempo que mirábamos nuestra imagen en el espejo del agua, que
quedaba borrada con la siguiente calderilla sumergida. Teníamos
miedo de asomarnos solos, no fuera a ser que la “mora” del pozo
nos tragase repentinamente, como nos habían contado nuestras abuelas
que les pasaba a los niños que osaban asomarse a los pozos por
cuenta propia.
Las calles eran un jolgorio de ruidos y
presencias que iban y venían, en una gran obra teatral donde cada
cual tenía perfectamente asumido su papel. La vida transitaba de lo
macro a lo micro: burros, vacas, perros, cabras, gallinas, hormigas,
pulgas... y personas; todos interactuando constantemente sin ningún
rubor..., directos a la vena; no había vida virtual, pero sí vida
virtuosa, pues sólo de honestidades grandes levantaron su humanidad
aquellos heroicos extremeños.
El sol provocaba destellos en la ropa
tendida, y también en los vestidos blancos de las niñas, que
cantaban en corro, o a la comba, canciones ya casi olvidadas:
"Pañuelito pañuelito, quién te pudiera tener guardadito en el
bolsillo como un pliego de papel..."
Los rebaños de cabras atravesaban
frecuentemente los pueblos, interrumpiendo nuestros juegos cada dos
por tres. Eran cabriales con ruidos de campanillos y fuerte olor
cabruno, que parecían no acabar de pasar nunca, con dos o tres
cabras rezagadas que espantábamos para despejar nuevamente nuestro
terreno de juego, por un instante arrebatado. Los rebaños de ovejas
cansinas cruzaban por espacios grandes de tierra, y los paisanos
montados en burros, mulos y caballos, nos obligaban a recoger la
pelota ante el temor de que ésta fuese hacia las patas de las
bestias, y diese con los huesos del jinete en tierra. Después quedaba
un rastro de cagalutas, plastas y cagajones, que algunos paisanos se encargaban de recolectar para el consiguiente estiércol,
barriéndolo todo con escobas de baleo, como quien recoge fresas o
cualquier otro fruto preciado. Eran los únicos barrenderos de
nuestras calles agropecuarias, de un sistema de vida ecológico y
verdaderamente sostenible.
Los propios juegos que desplegábamos por las calles, eran juegos apoyados en elementos naturales: a las
tabas, que eran pequeños huesos de animales..., a los chinos, con
diminutas piedrecillas abundantes en el terreno... Los palos, de mil
tamaños y formas, se transformaban en rifles o espadas..., y hasta
los palos más largos, incluso, en caballos que corrían al galope
metidos entre nuestras piernas. De la calle cogíamos la materia
prima de los juegos, que luego era devuelta hacia la calle misma,
como en un préstamo natural, barato y reciclable. Palos y piedras
quedaban nuevamente esparcidos por las calles, dispuestos a cobrar
nuevas vidas, nuevos papeles, allí donde fuesen requeridos.
Salir al campo nos llevaba poco más de
dos o tres minutos, cambiando calles por callejas. El contraste no
era grande, ciertamente, pues tan sólo cambiábamos una naturaleza
menor por otra mayor, con presencia humana igualmente abundante por
caminos, huertos y cortinales, con gente canturreando y silboteando
en sus oficios, que sonreían a nuestro paso con más o menos
simpatía, o malicia, según el caso.
A la vuelta de cualquier esquina nos
podía pillar por sorpresa una palangana de agua sucia, lanzada al
exterior desde cualquier puerta, que era esquivada de un salto
repentino, o un frenazo en seco, en un acto reflejo al que estábamos
acostumbrados, pues el instinto de aquel tiempo estaba sobradamente
desarrollado. Claro que este riesgo era pequeño en contraste con el
pasado, pues me cuentan que antiguamente lo que volaba hacia las
calles eran los orinales, desde un balcón cualquiera, con orines que
en más de una ocasión hicieron diana sobre algún pobre viandante
con boina, o algún distraído campesino que pasaba plácidamente a
lomos de un burro cárdeno.
Las macetas de flores estaban en lo
alto de los balcones, pues a ras de tierra eran muchos los enemigos
de cuatro patas que daban buena cuenta de toda forma de vida vegetal
que osase lucir palmito.
La soledad era una extraña figura a la
que no se le daban grandes oportunidades. Si alguien se sentía solo,
bastaba con asomar las narices a la puerta, y la soledad quedaba
fulminada en un instante. La conversación, sí, saltaba
inevitablemente, como de un manantial inesperado: ¿Poh querráh
creelti que el otru día, según iba pal corral, vieni una ventolera
y me tira el jaci de forraji encima, que por pocu me atorta
sobre el canchu...?, y las risas brotaban alegrando el semblante
al vecino taciturno, que no tuvo que hacer grandes esfuerzos
para recomponer nuevamente la figura.
Las paredes de piedra contenían
ventanillas que eran pequeñas oquedades protegidas por rejas de
hierro oxidado, que daban acceso a lóbregas cocinas con olor a ajo,
morcilla y humo. Uno de nuestros juegos preferidos consistía en
"asompinarnos" (ponernos de puntilla) sobre el ventanuco de
marras, a gritar tonterías y salir corriendo... Por aquellas
ventanillas veíamos a viejos soplando la lumbre con
un fuelle, viejecillas moviendo el puchero sobre las brasas, sillas
de nea desvencijadas, cántaros en el suelo, alguna máquina de coser
Singer, cubierta con un viejo pañuelo de cien colores..., o tal vez una
quesera de madera, de tres patas, sobre un rincón marginada.
A nuestro paso por las calles
encontrábamos pozos pequeños junto a la entrada..., parras que
daban más sombra que uvas..., poyos apuntalados por pedruscos, sobre
suelos desnivelados..., portales con tejadillos apoyados en columnas
de granito..., lanchas de cantería, o de pizarra, como únicas
aceras..., puertas de madera sin tratar, con cerrojos oxidados que
chirriaban sin piedad..., y algún anciano tiritón a la puerta, que
apenas se percataba de nuestra presencia.
Por la noche las calles se tornaban
difíciles de transitar; tan sólo una bombilla de plato cada muchos
metros alumbraba sutilmente el vagar de los labriegos, provistos de
farolas de petaca, en sus nocturnos quehaceres. Estas mismas calles
se nos mostraban pletóricas de gente en el verano, con poyos y
chácharas que se oían como un rumor en la lejanía. Los perros
callejeros deambulaban también por las calles nocturnas, amenazando
la paz de los gatos y el sueño de los aldeanos. Antiguamente no
había ni siquiera bombillas de plato; me hablaba mi abuelo de
oscuridades tenebrosas, y gente caminando con faroles de aceite,
entre pedruscos y charcos invernales, algo que yo imaginaba como una
escena fantasmal de luces misteriosas cruzando de un lado para otro,
como espectros luminosos de antepasados que
nunca conocimos.
Correr de noche, por lo tanto, tenía
sus riesgos, pero nos adaptábamos a la orografía del terreno con
bastante destreza, de hecho los esguinces de tobillo eran una "rara
avis": ni siquiera el nombre era conocido. Todo lo más podía
ser que un infante se "jiriera" un pie, pisando mal en
cualquier rollo, que luego algún “pastor curandero”, de
reconocido prestigio, le sanaba a base de friegas de vinagre, como
si fuera la pata de una oveja... Corríamos como bailarinas entre
piedras y ortigas que nos picaban a traición, saliendo prácticamente
indemnes de todas las amenazas, no más allá de alguna matadura en
las rodillas, que nos curaban en casa con alcohol, a grito vivo y sin
contemplaciones.
Las calles eran escenario de
juegos infantiles heredados de nuestros mayores: juegos pastoriles
que acababan en “majadas” salvadoras, que eran un refugio
inconsciente de nuestros miedos. La propia anarquía de las calles
desataba nuestra imaginación: de esta forma, podíamos usar una gran
piedra negra de pizarra, vertical, como un esbelto caballo sobre el
que montábamos en nuestras correrías por el oeste..., o un cancho
de granito pulido, en forma de resbaladera, como el tobogán de los
Picapiedras, que destrozaba nuestros calzones cortos, al igual que
destrozó los vestidos de nuestras madres en su infancia... Las
calles eran parques temáticos sin fecha de caducidad, que se
heredaban sin solución de continuidad de una generación a otra.
A la par de nuestros juegos, la vida continuaba por las calles, y pasaban las mujeres con cántaros a la cadera, o portando la imagen de la Virgen de Fátima... Mientras tanto, en cualquier sitio, un hombre de gesto rudo y tos perruna, ataba las bestias a los ganchos de hierro clavados en las paredes, sin dejar la conversación con su interlocutor: "Hogañu paeci que vieni la cosa algu máh atrasá...”
A la par de nuestros juegos, la vida continuaba por las calles, y pasaban las mujeres con cántaros a la cadera, o portando la imagen de la Virgen de Fátima... Mientras tanto, en cualquier sitio, un hombre de gesto rudo y tos perruna, ataba las bestias a los ganchos de hierro clavados en las paredes, sin dejar la conversación con su interlocutor: "Hogañu paeci que vieni la cosa algu máh atrasá...”
La tormenta repentina declinaba el tono
luminoso de las calles hacia un gris inopinado, y las calles corrían
como abruptas cataratas... Aquí es donde pasaban a escena las
pontecillas, pasarelas y arroyos que cruzaban los pueblos. Arroyos
malolientes en verano, transformados por las lluvias invernales en
ríos menores, armados de corrientes que todo lo arrastraban: botes
de lata, como naves a la deriva..., yerbajos
enrollados a un zapato negro..., y hasta un viejo
pantalón de pana sembrado de remiendos,
que navegaba con los restos del naufragio. Por aquellas corrientes
broncas, aguas abajo se iban también las penas, con la clara
esperanza de que nunca más volvieran.
El atardecer hacía su puesta de largo
por calles y travesías, y nos llegaba el aroma a sofritos que
escapaba de las cocinas, mezclado con olor a leña quemada... El
sol se despedía tras los tejados, y los niños marchábamos a casa
por aquellos modestos bulevares que eran las calles principales de
los pueblos, con pequeñas acacias a los lados, que alguien, con buena intención, plantó
para dar un toque de avenida capitalina a nuestras calles, que fueron
concebidas para ser humildemente bellas.
En las fotos
color sepia, vemos aquellas calles del pasado, y jugamos a entrar en
ellas como Alicia en el espejo, y deambular por cada recoveco, y
volver a cada instante vivido, reencontrando a la gente del pasado,
estática, muda, junto a puertas y cortinas; y de repente se nos
agolpan los recuerdos, dejándonos un gesto contrariado, alternando
una sonrisa y una mueca de tristeza... Todo quedó allí, en las
crónicas de un tiempo plebeyo más noble que ninguno.
Ahora se intentan recrear pueblos
antiguos por aquí y por allá, simulando entornos rurales y tipismos
que antaño fueron la sal de la vida. Tarde nos dimos cuenta del
valor de las cosas perdidas, como tarde nos damos cuenta de casi
todo.
Calles de nuestra infancia, alejadas en
la bruma del tiempo, deformidades bellas que tuvisteis a bien
dejarnos los más gratos momentos, que ahora pasan fugaces por el cristal
empañado de la historia. Calles de nuestra infancia, que fuisteis
depositarias de nuestras risas permanentes, de nuestros juegos
alocados, de nuestras cuitas y alegrías... Calles de fantasía, que
cobijasteis en el hueco de las manos nuestras horas más dichosas.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS