Sonaban dos golpes en la puerta, y un
niño corría presto a la llamada..., el niño se frenaba en seco, y
regresaba entre asustado y sorprendido, gritando a los presentes:
"¡¡Eeeeeh un pooobri...!!" La madre buscaba en la
alacena algún trozo de pan, y caminaba hacia la puerta con paso vivo
y actitud resuelta, a depositar el pan, acompañado de una moneda de
dos reales, sobre la mano temblorosa del mendigo, que respondía con
voz ronca y gesto de ternura: “Dios se lo pague”.
Los personajes protagonistas de este
texto, ya hicieron acto de presencia en relatos anteriores, de manera
fugaz y como actores secundarios, pero merecen un recuerdo especial y
detallado. Eran ellos, sí, aquellos que la gente de las aldeas
norteñas llamaban "loh póbrih", y algunos más castizos
en el habla, lo dejaban directamente en "loh próbih..."
Los pobres eran ya como un poco
nuestros, formaban parte del paisaje callejero, y con cierta
periodicidad aparecían en escena por los pueblos. A los niños, como
ya contamos en alguna ocasión, nos daban miedo por su aspecto
desaliñado, la barba impropia de aquel tiempo, y el semblante en
penumbra bajo el sombrero, que les daba un toque tenebroso. Por otro
lado, sus ropas andrajosas y puestas de cualquier manera, les
conferían un aspecto entre cómico y grotesco. Al margen de todo lo
anterior, los pobres nos tansmitían una
extraña y serena inocencia... Con ellos aprendimos, más bien
pronto que tarde, que la indumentaria y el aspecto físico no son
garantía de nada, y aún menos de bondad u honradez. En cualquier
caso, mirándolos bien, sus caras no contrastaban en exceso con las
caras curtidas de aquel tiempo, caras con pátina de bronce y sudor,
de aquella gente “renegría” que poblaba las calles, con esa
peculiar mueca trágica dibujada en el rostro, propia de la España a
garrotazos que tan bien plasmase Goya en sus Pinturas Negras.
Vestían ropas desechadas (qué
sarcasmo) por los menesterosos campesinos que apenas desechaban nada;
generalmente ropas de tallas grandes o pequeñas para sus cuerpos:
zapatos rotos, por donde entraba el agua de los charcos; pantalones
llenos de remiendos, que podíamos ver puestos a los espantapájaros
de los trigales; chaquetas grises y zurcidas, de mangas largas que
tapaban sus manos; mugrientos sombreros viejos de paño, de ala
redonda y caída, que algún labriego les entregó...; y las
alforjas, claro está, portadoras de “regojos” de pan y perras
gordas de aluminio..., pues ellos, sí, para aquel viaje necesitaban
siempre alforjas.
Eran mendigos de puerta en puerta.
Algunos llamaban con el propio “palitroqui” que usaban para el
camino. Sonaban los golpes sobre las maderas deslucidas,
acostumbradas a recibir leñazos de toda procedencia... Solían
llamar a la hora de comer, que era tal vez cuando los paisanos más
andaban trasteando por casa... Extendían sus manos agrietadas,
negras, sucias de tierra y limpias de
codicia, y recibían en ellas alguna perra chica, o un “zalico”
de pan, puede que acompañado de una tajada de tocino, o un trocillo
de morcilla, en el mejor de los casos.
Apenas eran muy distintos de los
mendigos medievales que llamaban a las puertas de los conventos
franciscanos... Parecía como si aquellos mismos pobres se hubiesen
perpetuado en el tiempo, y aún estuviesen llamando a nuestras casas.
Desde la rama de una higuera, un gato
escuálido y famélico observaba el paso del mendigo, y ambos
cruzaban una mirada cómplice, una mirada entre iguales, propia de
dos destinos condenados a la misma suerte de fríos y penurias, como
dos miembros de un mismo club, el club de los desheredados de un
tiempo ya de por sí pobre y limosnero.
Los pobres que conocimos, salvo alguna
excepción, eran poco pícaros, pues la necesidad
era tan evidente, tan verdadera, que no necesitaban recurrir a
sofisticadas artimañas; tan sólo alguna excepción había, como en
todo..., tal vez de algún conocido borrachín pedigüeño,
aficionado a humildes vinos taberneros, vinos peleones capaces de
hacerle olvidar su desarraigo vital, su soledad de palo y camino...
Nada que ver, por tanto, con algunos granujas actuales que han hecho
de la falsa mendicidad una forma de vida, hasta con mafias y redes
organizadas en algún caso, ni con aquel "Guzmán de Alfarache"
y demás ingeniosos truhanes y mendigos de la picaresca española del
Siglo de Oro.
Nuestros pobres eran vagabundos
comarcales de corto recorrido. Procedían de pueblos cercanos, de
manera que en el mismo día podían regresar a casa..., ¿he dicho a
casa?, qué ironía, pues muchos de ellos apenas tenían un techo
donde meterse. Algunos se alojaban en chozas o “caserucos” medio
caídos, con tejas rotas y agujeros generosos en el techo, por cuya
pantalla tridimensional aparecían rutilantes las estrellas, esas
que, a buen seguro, tanto añoraban visitar un día.
Los pobres evaluaban las puertas de las
casas, recordándolas de un año para otro, y en sus bases de datos
probablemente aparecían las puertas más generosas, así como
aquellas otras donde resultaba en vano perder el tiempo golpeando.
Algunos mendigos tartamudeaban..., les
faltaban brazos, dedos, ojos..., padecían cojeras..., y arrastraban
taras de lo más variado..., incluso retrasos mentales que les
permitían cumplir el papel de bufones, conscientes, quizá, de que
así despertaban mayor simpatía entre los aldeanos, a la vez que
lástima, claro, pues de esta última dependía su propia
subsistencia... Deambulaban por las calles a trancas y barrancas,
entre rollos, barros, langostos, gallinas y gorrinos que comían en
las pilas de granito el “verbajo” que en más de un caso hubiese
sido un plato suculento para el propio indigente... También
encontraban al paso mujeres de negro junto a la cortina de la puerta,
que se disculpaban ante ellos con un escueto y avergonzado "perdone
usted por dios..."; aunque a veces era tal la estrechez de
algunas casas, ciertamente, que no había razón casi para la
disculpa.
Tal vez muchos de los pobres estaban
tan necesitados de afecto como de comida, que ya es decir..., pues es
bien sabido que el ser humano ha sido mendicante de cariño tanto o
más que de viandas.
No resultaba extraño ver a niños de
la mano de los pobres, pues los niños siempre despertaban en mayor
medida el lado caritativo de la gente. Luego algunos de estos hijos
de mendigo se quedaron acogidos en familias de las localidades
visitadas, en calidad de "aporijáuh" (prohijados), que
para la gente de la época era un tipo de adopción menor, sin perder
los apellidos originales. En más de un caso estos niños pasaban a
jugar un papel de sirvientes más que de hijos propiamente dichos,
realizando tareas domésticas, en el caso de las niñas, o tareas
agropecuarias, en el caso de los niños. Algunos de estos pequeños,
con los años, encontraron el afecto necesario y se ganaron la
condición de hijos, heredando los escasos edificios y minifundios de
sus segundos padres...; otros hallaron hostilidad en los hogares
de acogida, y su vida tan sólo cambió para bien el día que se
casaron con alguna moza o mozo, de aquellos
coetáneos suyos de piel trigueña, y llenaron de espigas y panes el
futuro de sus hijos, borrando el estigma del pasado.
Algunos pobres eran parcos en palabras,
otros eran dicharacheros, y se ganaban al personal a fuerza de
halagos y cumplidos. La gente a menudo los llamaba por sobrenombres,
y los muchachones (grandes popes de las calles de la burla) los
llamaban desde lejos por motes que desataban la ira de los mendigos
más irascibles, o el gesto cabizbajo y humilde de los mansos.
Eran “pobres” almas de dios que
nunca hicieron daño a nadie; algunos no hurtaban ni siquiera las
hortalizas sitas en los márgenes de los caminos... Si alguno,
ocasionalmente, cortaba una sandía o un melón, los campesinos no lo
consideraban ni siquiera un hurto, sino más bien un acto de suprema
justicia, pues tomaban algo que en conciencia les correspondía.
Sus miradas transmitían una paz
inusual, raramente encontrada en el resto de la gente, dejándonos
claro, como nos contase Lope de Vega: "Que más vale pobreza en
paz, que en guerra mísera riqueza".
La pobreza estaba mal vista en aquellos
pueblos nuestros. Eran pocos los que apreciaban la gran lección de
dignidad que conlleva ser pobre y honrado a un tiempo, y una gran
mayoría intentaba huir de la pobreza. Por desgracia la única
fórmula posible de huida, era esconder la propia pobreza; pero la
pobreza era como un caballo apocalíptico que cabalgaba a sus anchas
por los andurriales..., y emergía desde el fondo de los pozos..., o
se filtraba como lluvia por las tejas de los corrales..., o se colaba
por cualquier grieta, como el viento invernal por las “talleras”
de las puertas viejas. En el momento en que el apocado aldeano bajaba
un poco la guardia, zas, allí estaba la pobreza dejándolo en
evidencia, asomando la pata por debajo de la puerta... Era un tiempo
preñado de ridículos complejos que surgen cuando no se acepta el
valor intrínseco de las cosas. Hasta incluso el poco lujo que en
ocasiones se exhibía en aquellos ambientes campesinos, no era sino
la pobreza edulcorada, maquillada con afeites caseros y disfrazada de
noños oropeles. La pobreza era dueña y señora de todos los
espacios interiores y exteriores, y caminaba por las calles con la
insolencia propia de saberse dueña de aquellos reinos.
Aún quedan personas de cierta edad en
los pueblos que recogen de los contenedores de la basura todo lo que
encuentran sospechosamente útil, incluidas numerosas cajas de cartón
que apilan en las casas, en ese afán de guardarlo todo, como
hormigas previsoras, afectados aún por el fantasma
de una posguerra tardía, casi crónica, siempre con esa fiel
aplicación del refrán tantas veces escuchado a nuestros
mayores de: “El que guarda jalla”, y que ahora lo llaman
Síndrome de Diógenes.
Fueron tantas y tan largas las miserias
vividas, que la gente se apresuró a sacar pecho sobre finales de los
setenta, “jaciendu fanfarria” y ostentación de pequeñas cosas
materiales, justo cuando apenas empezábamos a salir de "gajeras",
con la imagen aún reciente de la leche en polvo americana, servida a
la puerta de las escuelas, o la mano debajo del pan para salvar las
migas susceptibles de caer al suelo tras el mordisco.
El ser humano ha sido siempre rácano
para con sus semejantes, en casi todo, no sólo en lo material.
Aquellos que eran portadores de un conocimiento, lo guardaban
celosamente; así lo vimos en los secretos de los gremios medievales,
y así lo hemos visto en todo orden de cosas. Todos hemos sido
mendigos de algo, y en menor medida dadivosos. El mundo ha sido
siempre una rueda de entregas y demandas. Tal vez ahora seamos más
pobres, si cabe, que aquellos pobres de antes, pues vivimos abrumados
por nuevas e imperiosas necesidades, astutamente diseñadas, y
carecemos, en cambio, de lo más esencial...
"Loh próbih" vagaban por los
pueblos y los caminos, llenos de cicatrices en el alma y remiendos en
la chaqueta. Al año siguiente, con el buen tiempo, volvían a
sorprendernos por nuestras calles de la infancia, y alguna vez que
otra faltaba uno de ellos, uno cualquiera, del que apenas se
sabía..., si acaso algún rumor llegaba de que, seguramente, había
dejado ya este valle de lágrimas. Iban causando baja con los años,
dejando felizmente atrás un mundo hostil que no tuvo con ellos la
más mínima conmiseración..., pero quizá con la esperanza, como
alguien algún día les contase en cualquier esquina, de que ellos,
siendo pobres y honrados, serían los primeros en el reino de los
cielos.
Aquellos pordioseros, quién sabe,
quizá estaban allí puestos adrede para probar nuestra conciencia,
como instrumentos del magisterio de una insospechada escuela de
almas, destinada a examinar y poner en la balanza los claroscuros de
la débil condición humana.
Por carreteras de tierra y gravilla,
entre árboles y collados, en los atardeceres se alejaban los
mendigos, sobre un fondo de horizontes extremeños, rociados de
lloviznas traicioneras, e ignorando flores y paisajes que no
sirvieron para adornar sus vidas... Marchaban renqueantes, con sus
cuerpos contrahechos y cojeras, ya tan suyas, que a veces era lo
único que tenían. Iban dejando un rastro de pisadas desiguales
sobre la tierra en polvo de los caminos. Los pobres se perdían a lo
lejos, como sombras errantes que a nadie importaban..., como puntos
negros de un microcosmos rural y mísero, llenos de jirones en la
ropa, y las alforjas cargadas de pobreza y dignidad.
JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com