Las
caras de misterio que ponían los adultos al contarnos cualquier
cosa, eran directamente proporcionales a las caras de asombro que
poníamos los más pequeños al escuchar; había una perfecta armonía
entre el contador y el oyente. Esto ocurría, claro está, en un
entorno donde la palabra, y la historia contada cara a cara, aún
gozaban de una magia ya perdida... Nos hablaban en voz baja, en un
tono misterioso y alcahuetero, que no podía por menos que captar
nuestra atención, suscitando en nosotros una perfecta mezcla de
temor y admiración.
Los
cuentos que nos contaban los ancianos, no eran los cuentos
recurrentes de Andersen o Perrault (a los que en modo alguno
conocían), sino más bien relatos que formaban parte de
un acervo cultural propio, rayano en lo más atávico y
campestre, adquirido a su vez de la mano de sus antepasados directos.
Eran narraciones siempre con muchos lobos de por medio, y otros
miedos enraizados en lo más arcano y profundo de la tierra
extremeña.
Aquellos
cronistas de nuestros años lejanos, pocas veces
comenzaban sus cuentos con el clásico "érase
una vez", ya tan manido; ellos usaban frases
introductorias más propias de las hablas locales
de aquellas aldeas nuestras: "Me acuerdu una vez, cuandu
era chicu, que me contaba mi padri..., no sé si será verdah, peru a
él se lo contó su agüela...” "Éhtu que voy a
contáruh, dicin que pasó una veh jaci ya múchuh áñuh, cuandu
ehtaba un muchachu solu en el monti guardandu el ganau...”
La
tradición oral, a falta de tecnología (bendita tradición oral), se
abría paso con la simple y a la vez insuperable presencia humana. La
transmisión de boca a oído, de mirada a mirada, con olores y
sonidos propios del lugar, se tornaba en un mensaje claramente
tridimensional y organoléptico, muy por encima de todos
los malditos “gibabytes” del mundo digital que nos rodea... Esta
tradición oral fue brutalmente aniquilada con la llegada
del modernismo, sí, pero a nosotros, los niños de entonces, nos
dejó una huella imborrable, y nos permitió ser privilegiados
testigos de los últimos coletazos de aquella antigua y hermosa
cultura de la palabra.
Los
adultos nos contaban cosas en los ratos de asueto de las matanzas...,
en el fresco..., en los poyos al atardecer..., en los recesos
dominicales, sentados en cualquier piedra que hacía las veces de
poyo..., o en las mesas camillas los días de lluvia y
frío…, al fuego de las chimeneas, o quizá en los
trayectos campestres, donde los abuelos desplegaban, como una vieja
acordeón, su memoria inagotable, bajo
el marco incomparable de una dehesa extremeña, o alguna empinada
cuesta de tierra con la imponente vista del río Alagón al fondo.
Había
personas mayores conocidas por su habilidad para entretener a los
niños, habilidad que en gran medida consistía tan sólo en
importantes dosis de paciencia y dedicación, que era lo único que
los más pequeños demandábamos de aquellos adultos, en su mayoría
serios, ásperos, e inmersos en las distintas cuitas que nosotros
ignorábamos desde nuestra irresponsable atalaya de fantasía, quizá
como un mecanismo de defensa infantil.
Eran
habituales los cuentos de niños pobres, padres pobres, ancianos
andrajosos, mendigos…, y todas las calamidades del mundo mundial
que se mimetizaban a la perfección con el entorno rural propio, más
cercano a las carencias que a las sobras... Era como sí, en el mundo
de lo irreal, más que desear una válvula de escape en algún
sujeto triunfante, buscásemos más bien alivio en el famoso
consuelo de tontos. Sentíamos un extraño placer viendo
a personajes atribulados pulular por los
diversos vericuetos de la ficción... Así pues, era más
interesante la historia de un niño ciego y mendigo, que un príncipe
rebosante de éxito y lozanía, pues en el fondo ese niño encajaba
mucho más en el pequeño submundo aldeano,
ese submundo local nuestro perfectamente ilustrado con
perros pulgosos por las calles,
caras curtidas tras el cristal de las ventanas, paredes
desconchadas y corrales con tejados amenazantes que no
acababan nunca de hundirse.
Algunas
zonas del norte extremeño eran particularmente ricas en historias,
especialmente las Hurdes, con asombrosas leyendas del "Machu
lanúu", que era una versión hurdana del mismísimo demonio...,
o "La encorujá", que era una especie de bruja
encorvada que raptaba a los bebés por las noches y los abandonaba en
lo alto de los montes u otros sitios insospechados... O
incluso historias nacidas a la luz de testimonios
contados de primera mano por sus habitantes, que hacían referencia a
sombras errantes que causaban pavor en la noche..., gigantescos
ensotanados sin rostro (y a veces sin cabeza), que
cruzaban levitando los caminos y se precipitaban por
oscuros barrancos de pizarra..., o luminarias intrigantes que,
salidas de la más profunda oscuridad, sembraban de inquietud las
vidas de aquellos habitantes de las montañas hurdanas.
En
muchas casas o entornos familiares, era habitual la presencia de un
libro de cuentos, sobado y resobado, de
aquellos volúmenes de hojas amarillentas que parecían
incunables, fruto de un antiguo regalo que alguien hizo tal vez
muchos años atrás. Los cuentos de ese libro en cuestión tenían un
radio de acción que no pasaba mucho más allá del dominio familiar,
o si acaso, todo lo más, se extendía hasta los cercanos niños del
vecindario, o quizá, como mucho, a
otros pequeñajos provenientes de las familias “con
lah que
máh roci teníamuh...” (familias allegadas). Desde
pequeño crecí con los cuentos de uno de esos ejemplares
entrañables; uno en concreto llamado “Para mi hijo". Era un
libro que básicamente representaba un poso de moralidad,
muy al estilo de las fábulas de Esopo, La Fontaine,
o las más populares de los fabulistas españoles del
siglo XVIII. Eran cuentos, en fin, que hablaban de la
conveniencia de una ética que se hacía presente en todas las
cosas, y la necesidad de restituir las siempre
tambaleantes virtudes humanas. Tal
era el caso, por ejemplo, de un mendigo honrado
que corrió tras una carroza para devolver una moneda de
oro, pensando que tan generosa limosna había sido por
error…; o el alumno de una escuela militar que se negaba a tomar
otra cosa que no fuese pan y agua, hasta que al
fin descubrieron que el espartano ayuno del
joven, no
tenía otra razón más que el sentimiento
de culpa
por
los escasos
alimentos que se tomaban en su desdichada y
pobre familia.
En
la tradición oral estaban muy presentes, como parte de una cultura
heredada de siglos, las figuras religiosas: santos milagreros,
vírgenes protectoras, rezos que ahuyentaban a los malos espíritus,
u oraciones poderosas que trascendían las barreras de lo puramente
racional.
Las
historias y leyendas iban pasando de unos a otros, con la
consiguiente deformación que acarrea el tiempo y la inevitable
cosecha propia, que añade siempre pequeños ramalazos
autobiográficos por parte del narrador, con sutiles pinceladas de
sus propias virtudes o miserias (más bien las segundas), como pasa
en casi todo orden de cosas.
Luego,
los niños, íbamos por ahí imitando los gestos aprendidos
de los viejos, en nuestro afán de ser también cuentistas (aún a
riesgo de ser "cuenterreteros"), y acaparábamos la
atención de otros chavales, recitando trabalenguas, como aquel
famoso de la “cabra ética, perlética y pelambrética”…, o
relatando historias escuchadas, exageradas y deformadas por nosotros
mismos, o incluso adaptadas a nuestros intereses y preferencias. De
esta manera, tal vez, el niño que tuviese en casa un perro
color canela, lo introducía "sin venir a cuento" como el
perro acompañante del protagonista de la historia; o el que tenía
en casa un caballo tordo, lo hacía partícipe de las más gloriosas
hazañas del consiguiente caballero armado.
Muchas
de las historias estaban salpimentadas del localismo propio de
aquellos pueblos: niñas que se perdieron en el monte y
aparecieron al amanecer como si tal cosa, al amparo quizá de San
Antonio, después de una inquietante madrugada de agónica búsqueda
...; historias de sucesos reales, como un pobre hombre que
falleció en un chozo de la dehesa, pasando a ser devorado
por sus propios cerdos, y del que alguien encontró tan sólo su
cabeza intacta, que llevó al Ayuntamiento metida en un saco,
vaciándolo encima de la mesa consistorial... O tal vez leyendas
más antiguas aún, como aquella del marido incrédulo de
una supuesta bruja, al que se le cruzó una “guarrapa” (cerda) en
el camino, impidiéndole el paso, y tirándole éste
una piedra a la pezuña derecha del animal, para luego, al
llegar a casa, encontrar por sorpresa a su
esposa cojeando, con el tobillo derecho vendado...; o
la impactante historia de
la hija del sepulturero, magistralmente escrita por Gabriel y Galán,
a la que rehuían los mozos en el baile, sospechosa de lucir bellos
pañuelos robados a las muertas, y que luego, en los mentideros
locales, años más tarde, atribuían tal
historia a una mujer que vivió y murió de vieja, quedando
curiosamente soltera de por vida... Y así un sinfín de
leyendas rurales oídas y aprendidas, que cubrían con
dignidad el entretenimiento del personal, con adecentados barnices
labriegos, antes de ser suplantadas por los culebrones televisivos
que llegaron de repente con la arrogancia propia de toda
especie invasora.
En
la infancia de nuestros mayores, había un objeto imprescindible para
relajar a los niños (especialmente a aquellos que tenían “azogui”
en el cuerpo), y eran unas pequeñas banquetas de madera que había
en la mayoría de las casas, con el agujerino al medio para meter el
dedo y transportarlas. Estas banquetas, por lo que se ve, debían
contar con un extraño poder hipnótico para los pequeños, pues, una
vez sentados en ellas, escuchaban con atención cualquier declamación
de naturaleza fantástica que
llegase a sus oídos, tal y como ahora se quedan embelesados con
los televisivos dibujos animados. Otras veces el asiento era un
pequeño tronco de encina, o directamente el propio suelo, que
podía ser perfectamente el suelo de cantería de las lanchas de
las puertas, en aquellos nocturnos frescos veraniegos que
tantas glorias dieron a la tradición oral.
Algunos
cuentos de nuestra infancia eran de lo más surrealistas;
recuerdo especialmente uno (luego descubrí que era una
adaptación particular de un relato de los Hermanos Grimm)
que me contaron repetidamente de pequeño, sobre un matrimonio de
pescadores muy pobres (otra vez la pobreza de por medio), donde un
tal Francisco, el pescador, pescó una pescadilla que resultó estar
“encantada” y hablarle al infeliz hombre, pidiéndole a
cambio de devolverla al mar, todos aquellos deseos que a éste
apeteciesen... Al buen hombre, sencillo y humilde, no se le ocurrió
nada que demandar al mágico pez, pero al contar lo
sucedido en casa, su mujer enloqueció de ambición
desmedida, solicitando peticiones alocadas y fastuosas sin
solución de continuidad, y trayendo en jaque al pobre
Francisco que acudía a la orilla del agua cada día a
reclamar a la pescadilla los numerosos ruegos de su esposa
Isabel: “Pescadilla, pescadilla, sal a la orilla del mar,
que Isabel está enfadada y hay que hacer su voluntad”. Os podéis
imaginar el final, con los pescadores escarmentados, y
condenados nuevamente a la más absoluta indigencia, con
la oportuna moraleja relativa a los efectos
perniciosos de la avaricia.
En
ausencia total de comecocos tecnológicos, los niños se
concentraban en torno al cuentista. La historia era casi siempre
la misma, aunque podía variar ligeramente en función de
las emociones, el clima, o la predisposición de
los asistentes. No importaba que nos contasen el mismo cuento
cien veces: "Tía, ¿noh cuenta usteh el cuentu de Piel
de Áhnu…?, y el cuento de "Piel de Asno"
recobraba nuevamente vida, con el entusiasmo siempre renovado, a
pesar de ser reproducido con las mismas y exactas palabras, y los
mismos y exactos gestos…, porque nosotros queríamos, sí,
escuchar los cuentos tal cual los
conocíamos ya de antemano, hasta el punto de que, si
el narrador variaba lo más mínimo el contenido,
inmediatamente era corregido por nosotros en un acto reflejo de
desaprobación. El placer de escuchar las mismas cosas, era
equivalente al placer sentido por aquellos que disfrutan de escuchar
una y otra vez su música favorita.
A
pesar del paso del tiempo y su ventisca cibernética, estas historias
antiguas, y otras más contemporáneas, siguen vigentes y cobran
fuerza al ser contadas en campamentos de verano o en cualquier otra
ocasión similar que se requiera, con parecida aceptación
y las mismas caras de asombro de los niños. Es como si
todas las cosas verdaderas, consustanciales al ser humano,
permaneciesen adosadas a nosotros de por vida, y estuviesen ahí
latentes, impermeables al tiempo, capaces de
sobrevivir a todas las capas añadidas de un futuro malévolamente
trazado, que nos fue seduciendo con sus turbios oropeles
digitales, sin darnos cuenta de la trampa que encerraba.
JORGE
SÁNCHEZ MOHEDAS
jsmpombal@gmail.com