En
cualquier calle, esquina o calleja angosta, dos caras curtidas frente
a frente, dos ojos semiabiertos que se miran fijamente…, un
apretón de manos agrietadas, y una frase mil veces repetida: "Trato
hecho..." Para qué más. Así de simple, sin firmas, ni
legajos, ni papeles espurios..., y en algunos casos ni siquiera
testigos, nada de nada, tan sólo la palabra. La palabra como un
antiguo baluarte insobornable, como una prueba irrefutable de lo más
noble de la condición humana.
El
valor de la “palabra dada” superaba todas las formas de contrato
posibles, según nos contaban nuestros abuelos. Hasta incluso hubo
palabras respetadas más allá de la muerte. Y así parece ser que
fue durante siglos. Luego nosotros, posteriormente, fuimos conociendo
una etapa de transición, donde la cultura de la argucia empezó a
tomar posiciones, y vimos a la honradez palidecer lentamente en una
vieja cama, con catre de hierro e interruptor de pera.
La
palabra dada, efectivamente, era superior a cualquier papel
embadurnado de sellos y firmas. Aquella
gente aún estaba lejos de
la
famosa
parodia de Groucho Marx: “La
parte contratante de la primera parte, será
considerada como la parte contratante…
bla
bla bla
,“ y demás artimañas
de los textos administrativos, que
marcaron un punto de inflexión en el devenir de los distintos
acuerdos entre personas..
Las
antiguas
escrituras
de compraventa eran muy simples: un par de firmas de ambas partes, y
la firma adicional de algún improvisado testigo, que tal vez acababa
de descargar un “carricochi” de leña,
y firmaba con los dedos “engarañaos”
de
frío.
El
dinero no se guardaba en banco alguno, sino más bien en ventanillas
de corrales..., o
entre los leños del leñar…,
o dentro de una manta doblada en el fondo de un baúl, o
quién sabe en qué otros sitios de
lo más
insospechados.
Varias
veces escuché de niño la anécdota de
un corral que se incendió, y mientras la paja ardía en lo más
alto, y las llamas devoraban tablas
y
cuarterones,
el anciano dueño del edificio (sin dar explicaciones) gritaba
desaforadamente: “¡Esa vigaaaaa, esaaa
vigaaa...!”, pues, efectivamente,
entre el hueco de la viga y la pared de piedra, escondía sus
principales ahorros… No
fueron en vano sus gritos, pues
a pesar de que algunos billetes quedaron un
tanto
“churruhcáuh”
(quemados), en
su mayoría fueron
salvados por los abnegados
bomberos rurales, que,
con
agua de pozo y calderilla
de zinc
en ristre, y
sin dejar caer la boina
al suelo,
se aplicaron a fondo en
tan noble labor;
pues
por
aquellos entonces, la
gente acudía generosamente a apagar fuegos y a minimizar toda suerte
de desgracias ajenas.
Los
niños usábamos la palabra "cicatero" a todas horas, como
sinónimo de “tramposo” (aunque el diccionario lo define más
bien
como tacaño)...
En un momento cualquiera del juego, varias voces recriminaban a un
sujeto cualquiera, al grito de:.”
¡¡Érih
un cicateru...!!” “Cicateruuuu, cicateruuuuu”,
se
escuchaba por las calles y las plazuelas de tierra... Ser acusado
de cicatero era toda
una
afrenta, un
dardo clavado
sobre
el
duro
pellejo infantil, acostumbrado a toda suerte de envites.
Seamos
justos, y admitamos que pícaros siempre hubo, rateros de melones y
sandías…, o astutos chalanes en las
ferias
de ganado…, todo hay que decirlo, sí,
y
hasta incluso el dinero prestado en usura formaba parte de las bajezas humanas
de aquellos tiempos pasados,
como anticipo, tal vez, de lo que nos llegaría más tarde; aunque
todo
aquello
no
era más
que un
pequeño
ensayo,
una minúscula
prefiguración de nuestro tiempo actual. Pero a pesar de todo, las
puertas de las
casas de
nuestra
infancia, las conocimos siempre abiertas, sin
miedo alguno, abiertas
al
frío
y abiertas a la vida.
Tanto es así, que de la
llave principal
de
las casas a
veces se desconocía su paradero, por falta de uso. Cuando en alguna
ocasión era necesario echar la llave, por cualquier ausencia
extraordinaria, como la boda de un ahijado en Cáceres, o el bautizo
de un nieto en Madrid, me cuentan que había que buscar la llave
concienzudamente por toda la casa, pues a diario bastaba tan sólo
con echar
la
tranca por la noche. La búsqueda se convertía
en toda una odisea, siguiendo el rastro de la robusta llave de
hierro, que
llevaba varios años guardada en algún sitio por ahí, pero nadie se
acordaba del lugar... “Me
paeci habela vihtu detráh del poyu de loh cántaruh”,
decía uno... “Con
dificultah si no ehtá en la lacena, detráh del pucheru de
barru...”,
comentaba otro…, pero nada de
nada,
la llave no aparecía por ninguna parte, hasta que, al final, ya casi
dada por perdida, alguien
la encontraba
detrás de un tablón de la bodega, con un ligero aroma a tocino,
entre tinajas de barro y cántaros de aceite, después de algunos
años durmiendo su oxidado letargo bodeguero.
Como
es
sabido,
ya en aquel
tiempo de nuestra infancia,
las miserias humanas fueron
sigilosamente
horadando la
dura
capa de la
honradez,
pero la honradez era un blasón que todavía lucía por encima del
dintel de numerosas puertas, y “la palabra dada” tenía un alto
predicamento aún entre mucha gente cabal de aquella
Extremadura que nos tocó en suerte; y aún lo
tuvo mucho
más, como
hemos dicho,
en tiempos de nuestros ancestros. ¡Qué tiempos debieron ser
aquellos!,
qué envidia, que hasta en las juntas y reuniones agropecuarias
llegaban a acuerdos sin
grandes desavenencias, según
nos relataban nuestros abuelos.
Nosotros, en
cambio,
ya comenzamos de
niños
a
barruntar
los primeros nubarrones de tormenta,
que
apuntaban
a un marcado
espíritu
de contienda, más
cercano a Puerto
Hurraco que
al
monasterio de Silos.
Con
la modernidad, la honradez fue relegada al cuarto trastero de las
cosas inservibles,
al arca más escondida de la troje, aquejada de carcomas contumaces,
de esas que trabajan con paciencia en el silencio de la madrugada; un
arca oscura y olvidada, donde duermen las virtudes humanas ya en
desuso, entre
el perfume inconfundible
de la naftalina.
Nuestros
antepasados murieron sin saber lo que
era una hipoteca, ni un plazo fijo, ni un fondo de inversión...,
ni la publicidad, ni el marketing, ni
el mundo digital…, ni
otras muchas tretas
sofisticadas
del mismísimo demonio.
Tuvieron
la fortuna de vivir las cosas palpables y verdaderas, frente a las
cosas
virtuales
y perecederas; tuvieron
la fortuna, pues,
de que nadie les cambiara los “jiguh” (higos)
por los “gigas”, ni los deslumbrasen
con las luces halógenas de una era robótica y fría.
Cada
vez que nuestros mayores nos pillaban en un renuncio, las
consecuencias eran serias. Tal vez una alpargata justiciera se
mostraba amenazante ante cualquier pequeña
infracción de las normas, que
por
otra parte
eran
de
sobra conocidas...
Pero
a
pesar de los pesares,
aquellas benditas
alpargatas (que
se quedaban casi siempre en un conato de embestida),
iban cargadas de bondadosa
pedagogía,
y la mano que las blandía era la misma mano amorosa que nos colmaba
sin reservas del afecto necesario; eran manos
de
madres y abuelas entrañables, que sirvieron para reducir a la mínima
expresión la tontería, y a inocularnos el virus del respeto a los
demás, ya
descatalogado en el mercado actual de
soberbias
y
fanfarrias.
Cuando
llegabas a casa llorando, trasquilado como Don Alonso Quijano después
de sus tragicómicas batallas,
despotricando
de los infantes rivales, en tus variopintas refriegas
callejeras…,
y decías, por ejemplo: “Juan
me ha tiráu
barru a loh pantalónih”,
escuchabas una voz adulta que
te paraba en seco,
con aquella recurrente frase demoledora que tantas
veces oímos:
"Algu habráh jechu tú también"...
Te embargaba entonces una desolación que a la postre resultaba ser
didáctica, pues te hacía comprender que eras uno más en el planeta
tierra, sí, tan sólo uno más. A la larga, eran lecciones
reguladoras del
orgullo y las vanidades humanas...
Y ya ni te cuento si en casa te pillaban en algún embuste, en
contraste con el mundo actual, donde campa
la
mentira
por
doquier,
con numerosas paternidades, aunque tal vez con un mismo padre en
origen.
Un
buen día de tu feliz infancia pueblerina, te encontrabas una peonza
caída
entre la
maleza
de un regato cercano a la escuela, pero
no una
peonza cualquiera,
no,
sino
precisamente
la peonza exacta que habías añorado tener, y no otra. De repente
toda la fortuna se había puesto de tu parte, y llegabas a casa
exultante,
mostrando el citado trofeo; pero de golpe, una vez más, todo tu gozo
en un pozo, pues tu madre, por ejemplo, te
despertaba el cargo de conciencia, obligándote
a
reparar en la tristeza del
infortunado
niño
que
la perdió;
eso
que ahora, en fin, se
ha dado en llamar
“empatía”.
Al
día siguiente, en el
recreo escolar,
alguien comentaba la pérdida de tan preciado objeto
lúdico, y
entonces tú, “el
afortunado”, cabizbajo,
con
un
gesto de honradez
inducida, mascullabas:
“Me
la encontré ayel, caía entre las yérbah
del regatu que hay en frenti de la ehcuela...”
Hoy damos gracias de haber sido educados en aquellos valores y no en
otros…, valores
que nos llevan, por
ejemplo, otro
buen día, ya
mucho más reciente, a encontrarnos un billete de diez euros debajo
de un coche, junto al bordillo de la acera, mojado por la lluvia, y
acto
seguido acercarnos
a la ventanilla
del vehículo para preguntarle al
conductor,
a
punto de arrancar,
si
el mencionado
billete
es suyo... Te
das cuenta, entonces,
que
en
el fondo el
mérito no es tuyo, que te
has limitado, simplemente,
a
recoger un testigo generacional,
y
el galardón
principal es de
aquellos
fieles representantes de la decencia humana que fueron tus
antepasados.
Los
niños corríamos por aquellas calles descuidadas, “metiendu
bulla”
(gritando
y haciendo
ruido); calles donde la picaresca y la probidad lidiaban su
particular batalla,
a
la par
que brotaban
por las esquinas hombres rudos
y curtidos,
cerrando
tratos, y
estrechando
sus manos ásperas, junto a parras y
pozos como únicos testigos.
Mientras
tanto, una
lluvia recia,
otoñal
y nocturna, nos iba disuadiendo. Por los canalones corría toda forma
de inmundicia, y quedaban las calles solitarias, mojadas, despejadas
de todo
lo accesorio.
Los muchachos nos íbamos retirando
hacia las frías casas de piedra y barro,
fusiladas de vientos
que
silbaban
burlones
por
las
“talleras”. Nos
marchábamos, sí, arrastrando,
de una mano, la gravosa carga de los prejuicios, y de la otra, la
liviana carga de las virtudes.
Y
aquí estamos, sanos y salvos, con las justas tonterías, y a buen
recaudo de sospechosos eslabones
de nuevo cuño, añadidos a
la cadena evolutiva de la
estupidez humana; sabedores de que aquellos valores pasados, “serán
ceniza, más tendrá sentido, polvo serán, más polvo enamorado”,
que nos diría el genial Quevedo.
Todos
los que habéis llegado al final de este relato, en mayor o menor
medida conocisteis el tiempo aquí referido. Sabréis,
por
tanto,
que fuisteis los últimos mohicanos del compromiso y
la honradez,
los últimos testigos presenciales del valor de
la palabra dada, la
misma que
por aquellas
fechas
empezaba a mostrar ya
los
últimos
estertores,
y a resquebrajarse
como un puntal carcomido del corral... Si convenís conmigo en que
así fue, no se hable más, trato hecho.
JORGE
SÁNCHEZ MOHEDAS
jorsanmo12@netcourrier.com