Por un instante ibas
solo, ya nadie sujetaba el sillín; eras consciente de ese abismo, de
ese vértigo que producía el saberte ya sin protección alguna,
guardando un dudoso equilibrio en una de aquellas bicis gigantescas,
no aptas para infantes de pequeña estatura.
A partir de ese
momento, tu vida de niño rural entraba en otra dimensión. Ya sabías
montar en bici, sí, y no en una bici cualquiera, sino en una bici
desmesurada y robusta. Aquel bautismo de riesgo
y aventura, abría nuevos horizontes en tu reciente condición de
ciclista aldeano, donde las calles, a partir de ese instante ya no
eran las mismas.
Aprendimos a montar
con bicis grandes, sobradas, caballonas..., y sin esas ruedecillas
laterales protectoras que llegaron años más tarde. La vida de
nuestra infancia campestre fue siempre
sin medias tintas: o todo o nada.
Traumáticos fueron
los aprendizajes, claro, con dientes ofrecidos a los rollos de las
calles, narices "machucadas", mataduras en las piernas, y
hasta incluso algún brazo escayolado, completaban el tributo
espartano que había que pagar para aprender
a montar en bici..., y para casi todo.
Costaba tanto
definir a las cosas lejos del lenguaje vernáculo, que algunos
chavales, de aquellos rudos bucaneros que patrullaban las calles
ásperas de nuestros pueblos, empezaron a denominar a las bicis con
nombres más propios del lugar. Así, en el pueblo que me vio nacer,
estas bicis pasaron a llamarse "burricletas", a medio
camino entre la burra tradicional y la bici propiamente dicha. Y
realmente algo de cierto había en aquel neologismo pueblerino, pues
estos aspirantes a mozos, según llegaban del campo, después de sus
obligaciones agropecuarias, bajaban de la burra autóctona y se
subían raudos a esta segunda burra mecánica, ya en sus ratos de
asueto callejero.
La citada
“burricleta”, en realidad, no era otra que aquella enorme bici de
toda la vida, la que usaban los carteros, la antigua bici de
generosos guardabarros, faro de cuello largo (como una cabra
estirando el pescuezo para comer los hijos de la higuera); la dinamo
pegada a la cubierta, robusto portamaletas..., y un amplio sillín de
skay, al que algunas madres costureras
le hacían una funda protectora, quizá de un viejo pantalón de pana
del abuelo... Eran aquellas bicis grandes, en fin, que todos
conocimos, de marca "BH" u "Orbea", y piñón
fijo, como la cabeza y la actitud cerril de más de un paisano
cercano.
Justo antes de que
la modernidad nos diese el beso de Judas, los pueblos empezaron a
llenarse de "burricletas", como un pequeño anticipo que
servía para hacer más llevadero el tránsito hacia una tardía
revolución industrial, que apenas rozaba de “respajilón” a
nuestras pequeñas aldeas de arado y vertedera... En esta lenta
metamorfosis, la “burricleta” consiguió asimilarse a la vida
natural perfectamente, como parte de la fauna originaria…, como un
semoviente de metal que no paraba de aquí para allá, tanto en su
faceta más lúdica, como en su versión más recia y labriega.
Eran años donde no
resultaba llamativo ver a campesinos con boina y pantalón de pana,
montados en estas bicis, con una pequeña cuerda sujetando el
susodicho pantalón, para evitar el roce y las manchas de grasa de la
“rueda catalina”, cuyo nombre nos resultaba llamativo, y hasta
nos recordaba al nombre de alguna bisabuela nuestra. Podíamos verlos
pasar, con su pedaleo tranquilo y su escaso dominio del equilibrio,
concentrados y mirando hacia delante para no caerse; tal vez
acostumbrados a ir despreocupados a lomos de un jumento, más seguro
sin duda que ese endemoniado artefacto de metal, que incluso los
obligaba a dar pedales.
De niño escuché la
anécdota (tal vez fuese leyenda rural, quién sabe) de un limitado
ciclista aldeano que dio con los huesos en el suelo un buen día, y
para no reconocer su torpeza, alegó que se le había atravesado una
culebra en el camino, y la bici, claro está, se espantó, como no
podía ser de otra forma.
Nuestros mayores, en
su mayoría, no aprendieron a montar en bici, como tampoco
aprendieron a nadar, ni a montar en patín, ni a manejar un yo-yo…,
ni aprendieron tantas otras cosas y habilidades nuevas, quizá porque
ya habían aprendido demasiadas otras anteriormente, mucho más
prácticas y vitales, y veían las bicis, y demás innovaciones de
los años sesenta y setenta, como una invasión extraterrestre de
Alfa Centauri, a la cual, todo hay que decirlo, no prestaban excesiva
atención.
En aquellas dulces
tardes preveraniegas, las plazas de los pueblos eran una auténtica
asamblea de burricletas, con sus respectivos jinetes: muchachones
rurales con caras de malos del oeste, con un cepo pajarero colgado de
la trabilla del pantalón, escupiendo a presión la saliva a través
del espacio interdental, o pelando un palo de encina con una navaja
de Albacete… Alrededor de estos “capitostes del gamberreo rural”,
los muchachillos aspirantes a ser muchachones, se colocaban cerca
(aunque guardando un poco las distancias, por temor), copiándoles
cada gesto forzadamente masculino, y los tacos soeces que escapaban
por doquier: “¡Me cagüennnn
laaaaa…!” En
un momento dado, una desbandada
de burricletas salía
disparada en cualquier dirección, y
la plaza quedaba vacía,
casi en
silencio,
al
albur de vencejos y
murciélagos sobrevolando
las
acacias y la estatua de algún renombrado
poeta.
La burricleta, por
momentos, parecía tener vida propia, y portaba el entusiasmo de la
gente de aquel tiempo; un entusiasmo que se contagiaba mágicamente
de las personas a los objetos…, ese entusiasmo que nace de la
escasez, y genera una indescriptible ilusión por las cosas mínimas.
No mucho tiempo
después apareció la versión femenina de la burricleta: eran bicis
sin barra alta, con dos barras que bajaban serpenteantes desde los
manillares a los pedales (facilitando acceder a la bici con falda), y
con un coqueto cesto de alambre en la parte delantera... Ni que decir
tiene que los chavales varones eran sumamente reacios a montar en tan
femeninas y edulcoradas bicis, para no ser humillados verbalmente en
su condición hombruna, por mozos y muchachos que, con ronca y
forzada voz de cazalla, hacían mofa de toda suerte de delicadezas.
Las ruedas metálicas
se iban carteando con la rotura de los radios. Una vez desechadas,
estas ruedas (ya sin radios) servían luego de "roangas"
(nombre local dado a los aros infantiles) para jugar estruendosamente
por las calles empedradas, atizando la citada "roanga" con
un palo callejero, y dando la oportuna tabarra a los vecinos. De la
misma forma, las cámaras rojas de goma, descartadas después de
múltiples parches y pinchazos, se cortaban en tiras, para los
“tiraores” (tirachinas), o se reutilizaban a modo de pulpo para
el portamaletas, con algún gancho de alambre en los extremos. Como
podemos ver, el reciclaje estaba siempre servido.
Los mencionados
portamaletas, eran más bien portadores de niños que otra cosa.
Podíamos ver constantemente la imagen de un muchacho pedaleando, y
otro sentado atrás, en el portamaletas, con las piernas abiertas por
temor a meter el zapato entre los radios.
Aquellas bicis
dieron lugar a una fiebre competitiva que obligaba a echar carreras
contra todo lo que se moviese: carreras de bici contra burros…,
carreras de bici contra algún prestigioso corredor pedestre del
lugar..., o contra la moto Vespa de algún sacerdote local, bajando
una empinada cuesta al regreso del pueblo vecino.
Algunos lugareños,
a caballo entre la vieja guardia y la nueva, nacidos sobre los años
cuarenta, quedaron a medio aprender, y fueron dudosos y temidos
ciclistas, convirtiéndose en un peligro para la seguridad vial,
hasta el punto de que, cuando alguno de ellos, famoso por su escasa
destreza a lomos de la bici, osaba subirse en una burricleta,
saltaban todas las alarmas, y los paisanos tomaban las oportunas
precauciones, arrimándose a paredes de tierra y cal, o subiéndose
en poyos de cantería, si fuese menester, como en las antiguas capeas
de las fiestas populares... Acto seguido aparecía el
citado "Terminator gañán", cuya trayectoria con la bici,
se podría definir en el habla local como "jaciendu
ringu
ránguh"
(en zig zag).
Podíamos ver
burricletas en la era, apoyadas en una hacina..., o a la puerta de
casa..., o del corral...; o tal vez a la puerta de un amigo..., o
junto al portillo de un cortinal, con la cesta cargada de patatas
sobre el portamaletas. Podíamos verlas, sí, por todas partes, como
parte indisoluble del escenario habitual.
Cuando alguien
estrenaba una de aquellas grandes y relucientes bicis, todos los
jovenzuelos se congregaban en torno al ufano propietario y su
reluciente máquina, como moscas alrededor de los "cagajones"…
La pregunta del millón que flotaba en el ambiente era siempre la
misma: "¿Cuántu te ha costáu
la bici?"... Pocas veces sabíamos el precio exacto de las
cosas, pues el precio era un tabú, y era siempre ocultado como parte
de un mecanismo de defensa, en un ambiente viciado de
prejuicios
y desconfianzas. A menudo las
respuestas eran de lo más ambiguo; eran respuestas del tipo: “Me
la ha compráu mi abuelu”…; “me la
ha traíu mi tío de Madrih”, o tal vez podíamos escuchar
un precio disparatado como respuesta, para presumir de familia
pudiente, en algunos casos, o para disuadir a posibles compradores,
en otros, no fuera a ser que alguien más se arrancase a comprar una
bici similar, arruinando el protagonismo del
fatuo mozuelo, que gozaba de su
rústico momento de gloria.
Las burricletas, con
el tiempo, iban siendo tuneadas, cambiándoles, por ejemplo, los
manillares originales por otros que simulaban ser de bicis de
carrera. Podían ser adornadas, no sé, con pegatinas de gaseosas
Molina…, calcomanías de la época, o plásticos colocados
alrededor de los manillares para proteger las manos del frío... La
imaginación y la improvisación no tenían límites, a la par que
desconocíamos la palabra "hortera", y hasta incluso su
concepto (aunque esto último sigue vigente en nuestros días).
Nuestra
protagonista, la burricleta, durante sus primeros años, ocupaba un
privilegiado espacio en las infraviviendas campesinas, y era habitual
verla en la entrada de las casas, junto a un palanganero, o junto a
la tinaja de beber el agua, como un miembro más de la casa.
La burricleta, según
envejecía, se iba despojando de todo lo accesorio, hasta quedar en
el esqueleto de sí misma. De esta manera, lo iba entregando todo,
como en el juego infantil de las prendas: primero la bomba, que era
guardada convenientemente, no fuera a ser hurtada...; luego el
timbre, que dejaba de funcionar después de un uso excesivo y
alocado…; más tarde el faro y la dinamo, que a los pocos meses
resultaban inservibles...; también los guardabarros, después de un
tiempo traqueteando inútilmente…; y finalmente los frenos, que
eran sustituidos por una simple zapatilla metida hacia atrás, en
roce directo con la cubierta. La bici lo acababa perdiendo casi todo,
sí, salvo la dignidad y el portamaletas, que era el único elemento
que, extrañamente, conseguía sobrevivir siempre a esa delgadez
extrema, donde la burricleta se iba metamorfoseando hacia su versión
más austera, en un tránsito lento, pero bizarro, hacia el más allá
de las bicicletas; un más allá que solía llevarlas derechas al
limbo de los trastos viejos, sito en un corral, o una troje, donde
acababa sus días revestida de polvo y telarañas. Allí permanecía
durante un largo purgatorio, acompañada de serones, aguaderas,
lavadores de madera, tinajas, carricoches... Quedaba tristemente a
oscuras, sin más luz que la farola de algún viejo jorobado, que,
como Diógenes de Sinope con su lámpara, apareciese de tarde en
tarde a coger unas bellotas para las cabras. La burricleta,
ciertamente, dormía el sueño de las cosas olvidadas, quedando ya en
el recuerdo sus vertiginosas tardes por las calles ásperas del
lugar, o por las viejas carreteras de almendrilla, camino de la era…,
ignorando el cambio exterior que iban tomando las calles asfaltadas,
que iban siendo cada vez más amables con las privilegiadas y
modernas bicis venideras.
Luego, ya por los
ochenta, llegaron las motoretas, y aquellas pequeñas y novedosas
bicis del cesto delantero, típicas de las series televisivas. Todas
ellas con ruedas más pequeñas, no aptas para carretera, pero que
dejaban a las bicis viejas fuera de moda, como enormes artilugios de
un pasado añejo. Entre estas bicis ochenteras, y las burricletas de
siempre, mancebos y mancebas circulábamos en auténticos pelotones
ciclistas camino de los pantanos extremeños, buscando el baño
estival, donde siempre había algún chaval sin bici, que montaba de
manera furtiva en el socorrido portamaletas del amigo, bajo la eterna
amenaza de “los guardias”, que, como en el Romancero Gitano de
Lorca, aparecían inesperadamente, sorprendiendo desde lejos al
polizón del portamaletas, que saltaba veloz para ocultarse en los
jarales de las cunetas, como si de un zorro se tratase...
Un día inesperado,
una madre, extremeña y temperamental, subía a la troje, y decía
aquello que tantas veces escuchamos de niño: "¡Uyyyyy,
cuántuh zárriuh hay en lah trójih, hay que il jaciendu
prontu un buen dehcuaji!" (eliminar todo lo
accesorio y sobrante). A partir de ese cacareado “descuaje”, la
burricleta tenía los días contados, y quedaba a merced del próximo
chatarrero que apareciese pregonando por las calles aledañas: "¡El
chatarreeeeeeroooooo!" La burricleta, efectivamente, acababa en
manos del chatarrero que, de manera inmisericorde, descuartizaba los
restos que aún quedaban de lo que un día fueron pompas y alegría
de nuestra infancia lisonjera.
Y así, con pasajes
como estos y otros muchos, fuimos cruzando el Rubicón hacia la
madurez tardía, con recuerdos que nos quedaron marcados a fuego, de
un tiempo ya lejano, muy lejano, de cielos inabarcables y aires
puros…; recuerdos, en fin, de una infancia vivida, mitad a pie,
mitad en burricleta.
JORGE SÁNCHEZ
MOHEDAS