domingo, 3 de junio de 2018

En "burricleta"



Por un instante ibas solo, ya nadie sujetaba el sillín; eras consciente de ese abismo, de ese vértigo que producía el saberte ya sin protección alguna, guardando un dudoso equilibrio en una de aquellas bicis gigantescas, no aptas para infantes de pequeña estatura.

A partir de ese momento, tu vida de niño rural entraba en otra dimensión. Ya sabías montar en bici, sí, y no en una bici cualquiera, sino en una bici desmesurada y robusta. Aquel bautismo de riesgo y aventura, abría nuevos horizontes en tu reciente condición de ciclista aldeano, donde las calles, a partir de ese instante ya no eran las mismas.

Aprendimos a montar con bicis grandes, sobradas, caballonas..., y sin esas ruedecillas laterales protectoras que llegaron años más tarde. La vida de nuestra infancia campestre fue siempre sin medias tintas: o todo o nada.

Traumáticos fueron los aprendizajes, claro, con dientes ofrecidos a los rollos de las calles, narices "machucadas", mataduras en las piernas, y hasta incluso algún brazo escayolado, completaban el tributo espartano que había que pagar para aprender a montar en bici..., y para casi todo.

Costaba tanto definir a las cosas lejos del lenguaje vernáculo, que algunos chavales, de aquellos rudos bucaneros que patrullaban las calles ásperas de nuestros pueblos, empezaron a denominar a las bicis con nombres más propios del lugar. Así, en el pueblo que me vio nacer, estas bicis pasaron a llamarse "burricletas", a medio camino entre la burra tradicional y la bici propiamente dicha. Y realmente algo de cierto había en aquel neologismo pueblerino, pues estos aspirantes a mozos, según llegaban del campo, después de sus obligaciones agropecuarias, bajaban de la burra autóctona y se subían raudos a esta segunda burra mecánica, ya en sus ratos de asueto callejero.

La citada “burricleta”, en realidad, no era otra que aquella enorme bici de toda la vida, la que usaban los carteros, la antigua bici de generosos guardabarros, faro de cuello largo (como una cabra estirando el pescuezo para comer los hijos de la higuera); la dinamo pegada a la cubierta, robusto portamaletas..., y un amplio sillín de skay, al que algunas madres costureras le hacían una funda protectora, quizá de un viejo pantalón de pana del abuelo... Eran aquellas bicis grandes, en fin, que todos conocimos, de marca "BH" u "Orbea", y piñón fijo, como la cabeza y la actitud cerril de más de un paisano cercano.

Justo antes de que la modernidad nos diese el beso de Judas, los pueblos empezaron a llenarse de "burricletas", como un pequeño anticipo que servía para hacer más llevadero el tránsito hacia una tardía revolución industrial, que apenas rozaba de “respajilón” a nuestras pequeñas aldeas de arado y vertedera... En esta lenta metamorfosis, la “burricleta” consiguió asimilarse a la vida natural perfectamente, como parte de la fauna originaria…, como un semoviente de metal que no paraba de aquí para allá, tanto en su faceta más lúdica, como en su versión más recia y labriega.

Eran años donde no resultaba llamativo ver a campesinos con boina y pantalón de pana, montados en estas bicis, con una pequeña cuerda sujetando el susodicho pantalón, para evitar el roce y las manchas de grasa de la “rueda catalina”, cuyo nombre nos resultaba llamativo, y hasta nos recordaba al nombre de alguna bisabuela nuestra. Podíamos verlos pasar, con su pedaleo tranquilo y su escaso dominio del equilibrio, concentrados y mirando hacia delante para no caerse; tal vez acostumbrados a ir despreocupados a lomos de un jumento, más seguro sin duda que ese endemoniado artefacto de metal, que incluso los obligaba a dar pedales.

De niño escuché la anécdota (tal vez fuese leyenda rural, quién sabe) de un limitado ciclista aldeano que dio con los huesos en el suelo un buen día, y para no reconocer su torpeza, alegó que se le había atravesado una culebra en el camino, y la bici, claro está, se espantó, como no podía ser de otra forma.

Nuestros mayores, en su mayoría, no aprendieron a montar en bici, como tampoco aprendieron a nadar, ni a montar en patín, ni a manejar un yo-yo…, ni aprendieron tantas otras cosas y habilidades nuevas, quizá porque ya habían aprendido demasiadas otras anteriormente, mucho más prácticas y vitales, y veían las bicis, y demás innovaciones de los años sesenta y setenta, como una invasión extraterrestre de Alfa Centauri, a la cual, todo hay que decirlo, no prestaban excesiva atención.

En aquellas dulces tardes preveraniegas, las plazas de los pueblos eran una auténtica asamblea de burricletas, con sus respectivos jinetes: muchachones rurales con caras de malos del oeste, con un cepo pajarero colgado de la trabilla del pantalón, escupiendo a presión la saliva a través del espacio interdental, o pelando un palo de encina con una navaja de Albacete… Alrededor de estos “capitostes del gamberreo rural”, los muchachillos aspirantes a ser muchachones, se colocaban cerca (aunque guardando un poco las distancias, por temor), copiándoles cada gesto forzadamente masculino, y los tacos soeces que escapaban por doquier: ¡Me cagüennnn laaaaa…!” En un momento dado, una desbandada de burricletas salía disparada en cualquier dirección, y la plaza quedaba vacía, casi en silencio, al albur de vencejos y murciélagos sobrevolando las acacias y la estatua de algún renombrado poeta.

La burricleta, por momentos, parecía tener vida propia, y portaba el entusiasmo de la gente de aquel tiempo; un entusiasmo que se contagiaba mágicamente de las personas a los objetos…, ese entusiasmo que nace de la escasez, y genera una indescriptible ilusión por las cosas mínimas.

No mucho tiempo después apareció la versión femenina de la burricleta: eran bicis sin barra alta, con dos barras que bajaban serpenteantes desde los manillares a los pedales (facilitando acceder a la bici con falda), y con un coqueto cesto de alambre en la parte delantera... Ni que decir tiene que los chavales varones eran sumamente reacios a montar en tan femeninas y edulcoradas bicis, para no ser humillados verbalmente en su condición hombruna, por mozos y muchachos que, con ronca y forzada voz de cazalla, hacían mofa de toda suerte de delicadezas.

Las ruedas metálicas se iban carteando con la rotura de los radios. Una vez desechadas, estas ruedas (ya sin radios) servían luego de "roangas" (nombre local dado a los aros infantiles) para jugar estruendosamente por las calles empedradas, atizando la citada "roanga" con un palo callejero, y dando la oportuna tabarra a los vecinos. De la misma forma, las cámaras rojas de goma, descartadas después de múltiples parches y pinchazos, se cortaban en tiras, para los “tiraores” (tirachinas), o se reutilizaban a modo de pulpo para el portamaletas, con algún gancho de alambre en los extremos. Como podemos ver, el reciclaje estaba siempre servido.

Los mencionados portamaletas, eran más bien portadores de niños que otra cosa. Podíamos ver constantemente la imagen de un muchacho pedaleando, y otro sentado atrás, en el portamaletas, con las piernas abiertas por temor a meter el zapato entre los radios.

Aquellas bicis dieron lugar a una fiebre competitiva que obligaba a echar carreras contra todo lo que se moviese: carreras de bici contra burros…, carreras de bici contra algún prestigioso corredor pedestre del lugar..., o contra la moto Vespa de algún sacerdote local, bajando una empinada cuesta al regreso del pueblo vecino.

Algunos lugareños, a caballo entre la vieja guardia y la nueva, nacidos sobre los años cuarenta, quedaron a medio aprender, y fueron dudosos y temidos ciclistas, convirtiéndose en un peligro para la seguridad vial, hasta el punto de que, cuando alguno de ellos, famoso por su escasa destreza a lomos de la bici, osaba subirse en una burricleta, saltaban todas las alarmas, y los paisanos tomaban las oportunas precauciones, arrimándose a paredes de tierra y cal, o subiéndose en poyos de cantería, si fuese menester, como en las antiguas capeas de las fiestas populares... Acto seguido aparecía el citado "Terminator gañán", cuya trayectoria con la bici, se podría definir en el habla local como "jaciendu ringu ránguh" (en zig zag).

Podíamos ver burricletas en la era, apoyadas en una hacina..., o a la puerta de casa..., o del corral...; o tal vez a la puerta de un amigo..., o junto al portillo de un cortinal, con la cesta cargada de patatas sobre el portamaletas. Podíamos verlas, sí, por todas partes, como parte indisoluble del escenario habitual.

Cuando alguien estrenaba una de aquellas grandes y relucientes bicis, todos los jovenzuelos se congregaban en torno al ufano propietario y su reluciente máquina, como moscas alrededor de los "cagajones"… La pregunta del millón que flotaba en el ambiente era siempre la misma: "¿Cuántu te ha costáu la bici?"... Pocas veces sabíamos el precio exacto de las cosas, pues el precio era un tabú, y era siempre ocultado como parte de un mecanismo de defensa, en un ambiente viciado de prejuicios y desconfianzas. A menudo las respuestas eran de lo más ambiguo; eran respuestas del tipo: Me la ha compráu mi abuelu”…; “me la ha traíu mi tío de Madrih”, o tal vez podíamos escuchar un precio disparatado como respuesta, para presumir de familia pudiente, en algunos casos, o para disuadir a posibles compradores, en otros, no fuera a ser que alguien más se arrancase a comprar una bici similar, arruinando el protagonismo del fatuo mozuelo, que gozaba de su rústico momento de gloria.

Las burricletas, con el tiempo, iban siendo tuneadas, cambiándoles, por ejemplo, los manillares originales por otros que simulaban ser de bicis de carrera. Podían ser adornadas, no sé, con pegatinas de gaseosas Molina…, calcomanías de la época, o plásticos colocados alrededor de los manillares para proteger las manos del frío... La imaginación y la improvisación no tenían límites, a la par que desconocíamos la palabra "hortera", y hasta incluso su concepto (aunque esto último sigue vigente en nuestros días).

Nuestra protagonista, la burricleta, durante sus primeros años, ocupaba un privilegiado espacio en las infraviviendas campesinas, y era habitual verla en la entrada de las casas, junto a un palanganero, o junto a la tinaja de beber el agua, como un miembro más de la casa.

La burricleta, según envejecía, se iba despojando de todo lo accesorio, hasta quedar en el esqueleto de sí misma. De esta manera, lo iba entregando todo, como en el juego infantil de las prendas: primero la bomba, que era guardada convenientemente, no fuera a ser hurtada...; luego el timbre, que dejaba de funcionar después de un uso excesivo y alocado…; más tarde el faro y la dinamo, que a los pocos meses resultaban inservibles...; también los guardabarros, después de un tiempo traqueteando inútilmente…; y finalmente los frenos, que eran sustituidos por una simple zapatilla metida hacia atrás, en roce directo con la cubierta. La bici lo acababa perdiendo casi todo, sí, salvo la dignidad y el portamaletas, que era el único elemento que, extrañamente, conseguía sobrevivir siempre a esa delgadez extrema, donde la burricleta se iba metamorfoseando hacia su versión más austera, en un tránsito lento, pero bizarro, hacia el más allá de las bicicletas; un más allá que solía llevarlas derechas al limbo de los trastos viejos, sito en un corral, o una troje, donde acababa sus días revestida de polvo y telarañas. Allí permanecía durante un largo purgatorio, acompañada de serones, aguaderas, lavadores de madera, tinajas, carricoches... Quedaba tristemente a oscuras, sin más luz que la farola de algún viejo jorobado, que, como Diógenes de Sinope con su lámpara, apareciese de tarde en tarde a coger unas bellotas para las cabras. La burricleta, ciertamente, dormía el sueño de las cosas olvidadas, quedando ya en el recuerdo sus vertiginosas tardes por las calles ásperas del lugar, o por las viejas carreteras de almendrilla, camino de la era…, ignorando el cambio exterior que iban tomando las calles asfaltadas, que iban siendo cada vez más amables con las privilegiadas y modernas bicis venideras.

Luego, ya por los ochenta, llegaron las motoretas, y aquellas pequeñas y novedosas bicis del cesto delantero, típicas de las series televisivas. Todas ellas con ruedas más pequeñas, no aptas para carretera, pero que dejaban a las bicis viejas fuera de moda, como enormes artilugios de un pasado añejo. Entre estas bicis ochenteras, y las burricletas de siempre, mancebos y mancebas circulábamos en auténticos pelotones ciclistas camino de los pantanos extremeños, buscando el baño estival, donde siempre había algún chaval sin bici, que montaba de manera furtiva en el socorrido portamaletas del amigo, bajo la eterna amenaza de “los guardias”, que, como en el Romancero Gitano de Lorca, aparecían inesperadamente, sorprendiendo desde lejos al polizón del portamaletas, que saltaba veloz para ocultarse en los jarales de las cunetas, como si de un zorro se tratase...

Un día inesperado, una madre, extremeña y temperamental, subía a la troje, y decía aquello que tantas veces escuchamos de niño: "¡Uyyyyy, cuántuh zárriuh hay en lah trójih, hay que il jaciendu prontu un buen dehcuaji!" (eliminar todo lo accesorio y sobrante). A partir de ese cacareado “descuaje”, la burricleta tenía los días contados, y quedaba a merced del próximo chatarrero que apareciese pregonando por las calles aledañas: "¡El chatarreeeeeeroooooo!" La burricleta, efectivamente, acababa en manos del chatarrero que, de manera inmisericorde, descuartizaba los restos que aún quedaban de lo que un día fueron pompas y alegría de nuestra infancia lisonjera.

Y así, con pasajes como estos y otros muchos, fuimos cruzando el Rubicón hacia la madurez tardía, con recuerdos que nos quedaron marcados a fuego, de un tiempo ya lejano, muy lejano, de cielos inabarcables y aires puros…; recuerdos, en fin, de una infancia vivida, mitad a pie, mitad en burricleta.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS