sábado, 28 de marzo de 2020

De usted



Nunca faltaron al deber, al sacrificio, a la entrega por los suyos, al trabajo bien hecho y merecido. Los llamábamos de “usted”, sin saber que ese tratamiento implicaba un mérito ganado con sudor, ganado con arrojo...; los tratábamos de usted por inercia cultural, pero sin ser conscientes de los galones que se habían ganado a fuerza de darse sin reservas… sin esperar a cambio casi nada, como guerreros ejemplares procedentes de una estirpe humilde y anónima, que conformó también el curso de la historia.

El respeto a los mayores estaba entre las normas emanadas de la costumbre, que no hacía falta explicarlas en exceso... Ni los muchachones más gamberros, que lanzaban piedras y fiscalizaban las calles aldeanas, osaban faltar al respeto abiertamente a un anciano (otra cosa muy distinta es que lo hiciesen en petit comité, todo hay que decirlo); si acaso, todo lo más, hacían burlas y chistes por lo bajini; tal vez alguna mofa por aquí o por allá, dirigida a un viejo borrachin que pasaba por la calle desentonando antiguas canciones de la mili, pero siempre con el freno de mano echado, y conscientes del rapapolvo que se les venía encima si llegaba cualquier queja a oídos de sus progenitores.

Los mayores nos mandaban a hacer recados con suma frecuencia, y nunca fuimos capaces de negarnos. Corríamos endiabladamente a hacer cualquier mandado sin rechistar... De repente, un hombre que pasaba inopinadamente por la calle, te mandaba a su casa (que estaba al otro extremo del pueblo) a recoger una cuerda olvidada en el corral, y tú, sin más dilación ni preguntas de por medio, salías disparado, como un repartidor de pizzas del futuro, acompañado de otros dos velocirráptores, cogiendo esquinas sin mirar, sorteando burros cargados de tarmas, y viejas con calderillas de patatas. En tiempo récord estabas de vuelta con la cuerda, y, casi sin tomar tierra, se la dabas en la mano con un escueto: “Tomi uhtéd”, al tiempo que seguías el vuelo hacia tus juegos infantiles, como las golondrinas en su alocado revoloteo sorteando chimeneas.

Allá por los setenta y los ochenta, los chavales de los madriles, ya muy modernos ellos, se sorprendían al oírnos tratar de "usted" a nuestros padres, y mostraban una disimulada sonrisa, sin ocultar un cierto tonillo de superioridad. Luego nos preguntaban, aparte, el porqué de nuestro tratamiento a los mayores, a lo que nosotros, descolocados, no sabíamos realmente qué responder, pues para nosotros, ellos, los altaneros impúberes llegados del asfalto, estaban siempre a la vanguardia de las cosas, y nuestra actitud era tendente a imitarlos, sin más, aceptando como válida cualquier mercancía de procedencia urbana.

Por todas partes escuchábamos el “usted” respetuoso, ante cualquier cumplido o saludo: ¿Va uhtéh pa llá…?   / Pueh uhtéh verá… / “Y uhtéd que lo conóhca… / ¿Ha vihtu uhtéh pasal un perru que se me ha ehcapáu?...

Especialmente chocante resultaba el trato dado por las hijas a sus ancianos padres, cuidados por ellas mismas. Resultaba curioso observar el contraste, por ejemplo, cuando combinaban alguna regañina, como quien se dirige a un niño, con el tratamiento de usted, como quien se dirige a un padre: “¡Quieri uhtéh dejal de rebacal ya de una veh, que ehtá tol día rebacandu…!” (Dándole vueltas a la cabeza, generalmente en actitud pesimista).

Entre el “tú” y el “usted,” normalmente mediaba una generación, pero no siempre era así, como veremos en algunos casos verdaderamente llamativos.

Los "mozos viejos", aquellos eternos solterones de mirada retraída y cigarro adosado a la mano, eran relegados al "tuteo" hasta muy avanzada edad, aún incluso por nosotros, los más pequeños, y sobre todo por los indómitos muchachones mayores, que olían la debilidad del prójimo como los tiburones huelen la sangre... Es como si la soltería, a estos ancianos mozos, les otorgara un irónico elixir de juventud, a pesar de las arrugas bien marcadas que, en cambio, para nada respetaban el celibato rural. Era una soltería a la que, en muchos casos, no llegaban por vocación, sino más bien por su espíritu pusilánime para enfrentar las artes del galanteo, donde ni el vino peleón de la taberna consiguió redimirlos de su cortedad. Y así, de esta forma, se quedaron con el tuteo de unos y otros, como pequeños dardos envenenados que les dejaban un poso de derrota, hasta que un buen día “doblaban la servilleta” para siempre, dejándole en herencia a una sobrina, no más allá de una angosta casilla sin luces a la calle, con cuatro aperos de labranza, y un viejo burro “cojilitranca” de mirada mohína, que esperaba a la postre igualmente su final.

Las personas con alguna deficiencia mental, también estaban indefectiblemente condenas al tuteo, independientemente de su edad. Eran tratadas de tú por chicos y mayores, aunque quizá el tuteo no fuese el mayor menoscabo al que se viesen abocadas, pues había otros peores que no son materia de este texto. Podíamos ver, por ejemplo, cualquier tarde soleada de otoño, a algún pobre aldeano deficiente, ya casi anciano, sentado en un poyo al sol, con la boina torcida y la mirada hacia ninguna parte, al tiempo que unos y otros pasaban por su lado, brindándole saludos de lo más variado: a veces cariñosos y a veces un tanto guasones, mientras él contestaba de forma mecánica, con monosílabos o respuestas recurrentes, en una rueca de frasecillas pueblerinas aprendidas, usadas a modo de comodín: “Ehhh, Antoniu, ¿qué bien ehtáh ahí al sol?” / “Siiii, mu bien…”

El tratamiento de “don” y “doña”, normalmente llevaba aparejado el tratamiento de usted, independientemente de la soltería. Así pues, maestros y maestras, médicos, boticarios…, y demás gente de carrera, gozaban siempre el privilegio del “usted”; y por supuesto el cura del pueblo, por joven que éste fuera: “Don Constantinu, querémuh bautizal a la niña, pa que uhtéh lo vaya supiendu con tiempu”.

Los hombres y mujeres recién casados, mantenían el estatus juvenil por pocos años. En la medida en que iban llegando sus hijos al mundo, ellos iban adquiriendo el nuevo tratamiento de personas mayores de cara a la población menuda, a la par que las patas de gallo, y el rostro curtido por el sol de justicia de los campos extremeños, les dejaban la impronta que les servía de garantía para su nueva condición de adultos.

Un buen día, los jovenzuelos "urbano-rurales," a caballo entre el semáforo y el corral, henchidos de modernidad, decidimos cambiar el "usted" por el "tú" a todo quisqui, y las primeras víctimas fueron, cómo no, nuestros propios padres, que apenas se enteraron, pues lo hicimos con nocturnidad, en un timo verbal perfectamente dosificado. Fuimos alternando ambas formas, para que no se notase en exceso: a veces los tratábamos de usted, y otras de tú... y en la medida en que fueron bajando la guardia, se quedaron con el tú ya para siempre. A los que no fue tan fácil cambiarles el tratamiento, fue a nuestros abuelos, que aún se resistían, con esa ancestral manera de concebir el respeto jerárquico por edades, tal y como ellos lo vivieron, y nos lanzaban alguna que otra protesta en defensa propia. Pero al final, con la poca energía de quien se sabe ya vencido por los años, también fueron claudicando, derrotados, en parte, por el vertiginoso y moderno estado de cosas que se les venía encima, sin apenas tiempo para digerirlo... Fue ese mismo y moderno estado de cosas que un buen día les cambió el reloj de bolsillo por un Casio digital importado de Japón. La misma obsolescencia, sí, de un nuevo tiempo insolente donde ellos mismo sintieron, quizá, que al igual que a los yogures, les habían colocado un sello en la boina con la fecha de caducidad... Y así fueron aceptando nuestro tuteo, como fueron aceptando el resto de cosas, alternando una sonrisa con una mueca de resignación.

Fueron, y son, nuestros mayores, sí, nuestros padres y abuelos, nuestros héroes de un pasado ya olvidado… de antiguas estaciones de tren con olor a zotal…, de escobas de baleo a la puerta, de calderillas de zinc cargadas de higos chumbos…, de cántaros a la cabeza que nunca se cayeron… y de bocas desdentadas prestas siempre a la sonrisa. Fueron las últimas generaciones del “usted”, las últimas generaciones con mayúsculas, a las que nunca pagaremos en justicia. Se merecían, y se merecerán por siempre, esa atención y cariño que algunas veces les racaneamos, y ese reconocimiento, en fin, de que todo lo mucho o poco que somos se lo debemos. Cuidemos sin reserva a esos pocos supervivientes del naufragio que aún nos quedan por aquí, como reliquias de un pasado de olor a galapero, sentados, quizá, en un sillón de escay, con la mirada perdida, pero sin perder la dignidad.


JORGE SÁNCHEZ MOHEDAS